Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

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Odio contenido

Había corrido bastante, sin mirar atrás, a través de la espesura del Bosque del Sol, zigzagueando para evitar ser localizado por sus perseguidores, para evitar ser atrapado por aquellos a los que durante tanto tiempo (más de trescientos años) había llamado hermanos, para escapar de su pasado. Ahora todo era distinto. Había descubierto que todo el cariño que le habían ofrecido en aquella Comunidad, su Comunidad natal, no era más que un engaño para retener su auténtico poder. Bernarith’lea era una Comunidad abocada al fracaso, demasiado pendiente de resguardarse de sí misma, demasiado pendiente en inculcar “buenos” valores a sus habitantes... Basura, a fin de cuentas. ¿Cómo iban a protegerse de una futura invasión, si dudaban incluso en matar humanos?

Él mismo había podido descubrir cuánto había prosperado en el arte de la lucha en tan poco tiempo, y lo había logrado rompiendo los ideales de amor y justicia que había aprendido incluso antes de nacer. Cuando descubrió por primera vez el odio, notó que éste le alimentaba, le hacía más fuerte, le hacía más rápido, en definitiva, le hacía más letal. Y ahora incluso, después de demostrar su clara superioridad sobre los demás elfos, incluido Fëledar, no sabía donde estaba el límite de su poder. Sí, el odio lo alimentaba, y había odiado con mucha fuerza el día en que Hallednel, el Líder Espiritual de la Comunidad y afamado Visionario, dio a todos la nefasta noticia de la muerte de su hermano a manos de los crueles aldeanos de Peña Solitaria.

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Demonios blancos / Víctor M.M.

Sí, Peña Solitaria.
Aunque su trayectoria era cambiante para así evitar su paso por los distintos puntos de vigilancia instaurados por su propia gente, en el fondo de su cabeza y de forma casi inconsciente, sabía que se dirigía hacia allí: a Peña Solitaria. Era el poblado humano más próximo a Bernarith’lea, la aldea natal de Endegal, el hijo resultante de una aventura amorosa entre Galendel, su imprudente hermano, y una apestosa humana. El origen de todas sus desgracias moraba allí; los humanos de Peña Solitaria.
Humanos... Casi tan bellos como los elfos, y casi tan crueles como los orcos...

Había sido destronado y rechazado por su propia gente. Su odio aumentó al centrar todos sus pensamientos de nuevo sobre el culpable de todo: Endegal. Sin duda era más humano que elfo, y Alderinel lo odiaba a muerte. Seguramente, el trono de Bernarith’lea le sería concedido al semielfo a su regreso. ¡Qué desfachatez! ¿Cómo podían considerar que por las venas de aquel medio humano corriera la sangre Real de Ghalador?
Sí, ya no tenía ninguna duda. Si se encontraba de nuevo con él, lo mataría. Es más, le buscaría hasta encontrarlo, y le haría pagar por sus insolencias. Conseguiría que su muerte fuera lenta y dolorosa. Y sabía por donde empezar a buscar. Allá a lo lejos, algunas luces de fanales iluminaban la noche, y le indicaron al elfo renegado que allí estaba Peña Solitaria, el destino de Endegal y también el suyo propio.

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Su aguzada vista le advirtió que allí se había desatado una terrible batalla ese mismo día. Su fino oído advertía que en la aldea se estaba celebrando una fiesta, seguramente conmemorando un triunfo obtenido sobre el ejército enemigo. Ignoraba si se trataba de uno u otro bando, aunque en realidad le daba lo mismo. Sólo tenía una cosa en mente: Endegal. Pero no podía internarse en el poblado. ¡No ahora! Percibía el tumulto de muchos humanos, y seguramente bien armados. Ni siquiera él, el gran Alderinel, Señor de la Guerra, podría batirse con todos ellos.
Aún así, se aproximó al campo de batalla cuidando de no ser visto por nadie, aunque en realidad no resultó ser una tarea difícil, pues estaba en plena noche y bastante alejado del núcleo urbano. Caminaba agazapado entre los cadáveres, pisando inevitablemente el amasijo se hierba, sangre, barro y algunas vísceras. El olor a muerte era insoportable, pero Alderinel, a pesar de tener el desarrollado y delicado olfato de los elfos, parecía acostumbrarse rápidamente a aquel hedor repugnante. Tampoco la visión de aquellos cuerpos heridos y mutilados parecía acongojarlo. Al contrario. Casi lamentó no haber participado en aquella matanza de humanos, y hundía con satisfacción su propia espada sobre algún que otro cuerpo inerte. ¿Estaría Endegal entre la muchedumbre muerta? No podía saberlo. La claridad de la luna le era suficiente a su visión nocturna para distinguir los rasgos faciales de aquellos cuerpos tendidos, así que empezó una exasperante batida unipersonal en la oscuridad. Uno por uno, iba examinando los rostros de los caídos, pero estaba perdido en medio de una inmensidad y no podía llevar un orden concreto. Iba desesperado, buscando alocadamente al semielfo.

Al cabo de unas horas, no tenía forma de saber si había inspeccionado un cadáver más de una vez y Alderinel empezaba a fatigarse demasiado. Sin embargo, el odio hacia Endegal era más fuerte que su cansancio y siguió y siguió buscándole entre los muertos.

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Demonios blancos / Víctor M.M.

Más tarde, llegó hasta uno de ellos que, como muchos otros, estaba boca abajo. Lo hizo girar con el pie hasta ponerlo boca arriba. Tenía el rostro desfigurado, seguramente impactado por un mangual y por tanto irreconocible. La oscura melena le llegaba hasta los hombros, por lo que al elfo le pareció que si bien podría ser Endegal, tampoco podía asegurarlo. Imaginó por unos instantes que realmente se trataba del medio elfo. Una mezcla de satisfacción y odio inundó sus más aguerridos sentimientos. Le alegraba suponer que Endegal estaba muerto, pero al mismo tiempo se enfureció al pensar que no había sido él quien le había dado muerte. No pudo contenerse por más tiempo y descargó infinidad de mandobles sobre aquel cuerpo, hasta que finalmente hundió su espada en aquel corazón helado ya por la noche. Quizás no fuera Endegal, después de todo, pero quizás sí. Ante todo, lo que sí consiguió fue descargar todo su odio contenido hacia el hijo de su hermano Galendel, el que le había arrebatado el trono y puesto a toda la Comunidad en su contra.

Cuando se dio por satisfecho paró y se arrodilló frente al infortunado soldado. Fue entonces cuando le venció la fatiga. Cayó rendido sobre aquel cuerpo mutilado y durmió hasta el alba del día siguiente.

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“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal