Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

25
El asalto final

Los ataques anteriores a Tharler habían sido dirigidos a Loddenar y a Peña Solitaria (los dos poblados más limítrofes de Tharler) directamente desde Ertanior. Su situación estratégica era inmejorable, y por ello, esta ciudad era una de las más protegidas militarmente hablando.

La Gran Empalizada creada por los tharlerianos desde Peña Solitaria hasta Loddenar era enorme, pero frágil, puesto que era imposible vigilarla en toda su extensión, o casi, pues se había aplicado un sistema de vigilancia simple, pero efectivo.

A cada cierta distancia, se habían construido unas torres o atalayas de madera que vigilaban unos pocos soldados de Tharlagord. Si los integrantes de uno de esos puestos de vigilancia veían un atisbo de guerra inminente, encendían una hoguera y tocaban un cuerno. Ambas señales hacían que las otras atalayas colindantes se enterasen del ataque y avisasen en cadena a las otras hasta que la señal llegaba a Peña Solitaria o a Loddenar. Era entonces cuando los batallones de estas ciudades llegaban al punto de incursión de los fedenarios. La Empalizada, y la Gran Zanja detenían a los invasores lo suficiente, o como poco, ponía en sobre aviso a los tharlerianos hasta que su ejército lograba vencer a los asaltantes, pues en terreno abierto, los batallones de Tharler estaban más capacitados para la lucha que los de Fedenord.
Esta era la defensa del Reino de Tharler.

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Sin embargo, la defensa de Fedenord se basaba en las murallas de dura piedra que rodeaban cada una de sus ciudadelas. Por lo general, y como se ha dicho, el ejército de Tharlagord era superior al de Fedenord en campo abierto, pues estaban mejor adiestrados para el combate, pero no podían derrotar a las ciudadelas de Ertanior y Fedenthael, pues sus murallas ofrecían una protección tal que las hacían inexpugnables. Incluso los asedios resultaron infructuosos, pues estas ciudadelas eran autosuficientes y no carecían de alimento. En otras palabras, hasta la fecha, cada ejercito tenía su propia ventaja en su territorio; la suficiente como para vencer en su propio reino. Pero esto iba a acabar pronto.
Así lo habían pregonado las palabras de Gareyter.

Las incursiones que se habían hecho hasta entonces por parte de Fedenord habían sido ejecutadas siempre por unas pocas compañías de su ejército. De este modo, las propias ciudades no se quedaban nunca desprotegidas. Pero esta vez no había sido así. Ahora, el ejército invasor representaba a gran parte del total del ejército fedenario. Habían conseguido romper la empalizada mediante las nuevas catapultas de largo alcance, y habían usado pesadas plataformas de madera reforzadas con hierro para cruzar la Gran Zanja. Se habían dirigido veloces hacia Peña Solitaria, incluso sabiendo que el ejército de Loddenar, advertido por los potentes cuernos, seguramente ya se habría puesto en marcha para atacarles por la retaguardia. Pero Gareyter había calculado que los de Loddenar tardarían al menos unas cinco horas en llegar a Peña Solitaria, mientras que ellos lo harían en sólo dos. Eso les daba un margen de tres horas para derrotar al ejército de Peña Solitaria, bastante inferior a sus atacantes en número. Supuso que la victoria sería fácil, les derrotarían pronto, y cuando llegara el ejército de Loddenar, estos también serían inferiores en número, y fácilmente reducibles.

Ahora, después de cruzar la Gran Empalizada, ya estaban al galopando rápido hacia Peña Solitaria. Algoren’thel percibió la ciudad natal de Endegal allá a lo lejos. La orografía y la meteorología se lo permitían a su aguda visión élfica. El elfo estaba visiblemente agotado, pues apenas había conseguido conciliar el sueño la noche anterior. A decir verdad, ya llevaba dos noches durmiendo poco y mal. Su fisonomía no se había adaptado aún a dormir encerrado entre cuatro paredes y un techo. Además él, que era un elfo de lo más sosegado y tranquilo, sufría ahora de una gran inquietud y ansiedad por todos los nuevos acontecimientos que estaba viviendo fuera de su Bernarith’lea protectora. Allí fuera, en el Mundo Exterior, era todo desconocido, y la aglomeración de humanos le producía desasosiego y ponía en sobre alerta sus sentidos.

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Mientras galopaba, observó el rostro de sus compañeros llenos de ira y sedientos de sangre. Sabían que iban a ser muy superiores en número, y por ello estaban aún más animados. Cuanto más se acercaban a Peña Solitaria, mayores eran los gritos de guerra y alaridos de furia. Ante aquel espectáculo, Algoren’thel se preguntó qué diferencia había entre aquellos salvajes hombres y un ejército de despiadados orcos. No encontró una respuesta de su agrado.

Gareyter cabalgaba al frente de todo aquel ejército escarlata y negro, mientras que el elfo permanecía en la parte trasera del batallón. Algoren’thel se dio cuenta de que a su lado derecho siempre permanecía Bertien, vigilándolo. Algoren’thel aumentó y disminuyó su marcha a propósito varias veces, y varió ligeramente de posición; estaba seguro de que Bertien no le perdía de vista ni un instante, y el resto de los de su compañía le dirigían sus miradas para controlarlo. Se sintió más incómodo que nunca. ¿Cómo podría abandonar las filas de aquel ejército si todos estaban tan pendientes de él? Esperaría a que el caos de la lucha fuera lo suficientemente grande como para permitirle cierto margen de actuación.

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§

Por su parte, Endegal y Avanney habían llegado ya a Ertanior. Habían hecho el trayecto en unas cuatro horas, rebajando en dos horas según los cálculos de Grooney, que las estipuló sin saber de la prisa de Endegal. Habían galopado rápido hasta allí sin demorarse. El semielfo vio entonces que tanto Trotamundos como Niebla Oscura eran dos bravas y excelentes monturas; sin duda Avanney tenía un buen conocimiento de las cualidades de los caballos. Hicieron aquí, en Ertanior, su primera parada, y se remojaron por breves instantes en el río Earentis. Los caballos agradecieron el descanso y bebieron hasta saciar su sed.

—Vamos, no podemos perder más tiempo —dijo Endegal montando a Niebla Oscura de nuevo.
—Hey, ¿a qué viene tanta prisa? —inquirió la bardo—. Ya estamos en Ertanior. ¿No vamos a entrar para asegurarnos de que tu amigo ya no está allí dentro?
—No. Sabemos que se disponían a atacar hoy Peña Solitaria. Supongo que salieron al amanecer, así que nos llevaran unas cuatro horas de ventaja. Esperemos que hayan salido más tarde.
—¿Por qué tanto interés en llegar pronto a Peña Solitaria? Por mucho que corramos, la batalla habrá finalizado ya. Encontraremos a Algoren’thel, esperemos que vivo.
—¡No! —exclamó él—. ¡Tú no lo entiendes! Hay que llegar cuanto antes. ¡Cada segundo es precioso para mí!
—Está bien... —dijo ella montando a su corcel Trotamundos—. Pero tienes que explicarme algunas cosas...
—¿Como qué?
—¿Por qué continúas llevando ocultos en ese saco un arco compuesto y una espada larga?
—¿Cómo sabes tú eso?
—En la posada, durante la pelea, descuidaste tu saco durante algún tiempo...
—Entiendo. Tienes razón —admitió—, no tengo ya el porqué de seguir escondiendo mis armas. No quería que allí dentro, en Vúldenhard, los soldados me tomaran por un guerrero y quisieran alistarme en su ejército, como le pasó a Algoren’thel. Quería pasar desapercibido. Pero eso ahora ya no tiene ningún sentido.

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Se colocó el arco y carcaj a la espalda y la espada ceñida al cinto.
—Entonces admites que eres un guerrero, y bastante bueno, por lo que parece. Esas armas son de muy buena calidad.
—Digamos que me defiendo bien... —admitió Endegal.
—Y sin embargo vuestra llegada a Peña Solitaria no es casual. Sigues ocultándome la verdad, y eso me decepciona.
—Pero, ¿y qué me dices de ti? ¿Por qué tanto interés en acompañarme?
—Me dedico a recopilar historias, Endegal. Y ahora estoy ante la recopilación más importante que se ha hecho hasta ahora.
—¿La guerra entre dos reinos? —preguntó.
—No. Esta guerra es sólo un capítulo más del total de la historia a la que me refiero. Es más, este capítulo del presente ha sido desencadenado por las oscuras historias del pasado.
—Como toda la historia en sí, imagino.
—Sí, pero esto es diferente, amigo. A lo que me refiero es que esta guerra ha sido provocada y planeada deliberadamente desde hace mucho tiempo atrás.
—¿Por quién?
—No estoy segura. Es lo que trato de averiguar...
—Pues basta de charla, tenemos que partir rápido hacia Peña Solitaria.


§

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El ejército de Fedengard, dirigido por su carismático Capitán Gareyter había llegado a Peña Solitaria. El ejército local, bajo el mando de Brunelder, el Capitán de la guardia de Tharlagord, ya los estaba esperando. Algoren’thel no había presenciado nunca una batalla de esas dimensiones, y aquello no hacía más que aumentar su tensión. El ejército, del cual formaba parte, continuaba aumentando su velocidad. Su superioridad numérica a simple vista era aplastante.

—¡Arqueros! —gritó Brunelder. Y de inmediato, una gran cantidad de infantería, dotada de arcos largos, cargaron contra la enorme masa atacante.
Una maraña de flechas surcaron los aires como una bandada de pájaros en migración. Gareyter miró al cielo y vio la inminente lluvia, y exclamó:
—¡División!

Los componentes del ejército fedenario se subdividieron rápidamente en dos grupos, en un movimiento estudiado, llevando la gran mayoría los escudos arriba y cubriendo así el máximo de cuerpo posible. Las flechas caían sobre los fedenarios como un pedrisco mortal, pero realmente impactaron en unos pocos caballos y en menos hombres, comparado con el total de las fuerzas. Los arqueros tharlerianos tuvieron ahora que elegir entre los dos subgrupos para disparar sus flechas. Cualquiera de los dos grupos, eran superiores en número al ejército defensor y se les aproximaban por ambos flancos. La segunda ráfaga de flechas se quedó pues subdividida, pero creó más bajas que la anterior, aunque, aún así, eran bajas despreciables. De los dos grupos formados por los invasores, los soldados más adelantados eran también arqueros. Sus arcos eran de menor tamaño, y por tanto de menor alcance, pero ahora ya estaban lo suficientemente cerca, y dispararon.

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Las armaduras y escudos de Tharler eran resistentes, pero aún así, ante la avalancha de innumerables flechas, hubo una cantidad considerable de víctimas, posiblemente similar a los guerreros caídos del lado de Fedenord, pero que, en proporción, resultaban más importantes. Los dos grupos rodearon a los hombres de Brunelder y pronto se llegó al combate cuerpo a cuerpo. Entrechocaron entre sí y se desató la parte más cruenta de la batalla. Los tharlerianos luchaban con valor, pero ante la multitud de fedenarios poco podían hacer sino resistir lo máximo posible hasta esperar los refuerzos de Loddenar. Por su parte, tanto Brunelder como Gareyter hacían gala de su prestigio y habilidad e iban derrotando a sendos adversarios con relativa facilidad.

Algoren’thel quiso desentenderse de la pelea, y con Galanturil ya en sus manos, repartía duros golpes a diestro y siniestro, simplemente para abrirse paso hasta la propia aldea. Si algún tharleriano le atacaba, se limitaba a golpearlo para apartarlo de su camino. Por todas partes se oían los tañidos de múltiples espadas y escudos, y los alaridos desgarradores de dolor provenientes de los heridos. El olor metálico del hierro y el acero se mezclaba con el aroma dulzón de la sangre. Aquel cóctel de aromas repudió a Algoren’thel.

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En su trayectoria se cruzó con tres “compañeros” de su ejército que arremetían contra un acorralado y herido tharleriano. No pudo resistirse a la tentación de equilibrar la balanza y propinó tres tremendos golpes, uno a cada uno de los agresores. El tharleriano, ahora momentáneamente a salvo, le dirigió una mirada de sorpresa al elfo, el cual respondió rasgándose los superficiales ropajes rojos y negros que lo distinguían como soldado de Fedenord.
Se dispuso a seguir adelante, para buscar a Darlya, cuando un fedenario familiar se le cruzó en su camino. Había presenciado la escena.

—¿A qué estás jugando, maldito traidor? —le inquirió Bertien.
—¡Apártate, Bertien! —respondió el elfo airado—. Esto no va contigo.
—Ya me lo advirtió Gareyter. ¡Estás de parte de Tharler!
—Te equivocas. No estoy de parte de nadie.
—¡Maldito seas! ¡Vas a estropearlo todo!
—¡Déjame pasar! —le inquirió el elfo airado.
—¡De ningún modo! ¡Voy a matarte ahora mismo! —Y se lanzó hacia él.

Algoren’thel desvió la espada de Bertien y le asestó un golpe en la cabeza que lo hizo desmontar. El elfo se giró para mirar cómo se levantaba, y marchó al galope hacia su cometido.

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La bardo y el semielfo, siguiendo las huellas del ejército, llegaron hasta la Gran Empalizada. Vieron la empalizada destruida unos cuantos metros y también las planchas utilizadas como puentes para vadear la Gran Zanja. Cruzaron por el mismo sitio que las tropas de Fedenord y nada más llegar al territorio tharleriano, una nube de polvo proveniente del este les alertó.
—¿Qué debe de ser aquello? —preguntó Avanney.
—Las tropas de Loddenar, sin duda —fue la respuesta de Endegal—. Son los refuerzos de Tharler.
—¿Cómo lo sabes? Tú no has estado nunca aquí...
—No podemos perder tiempo con explicaciones. Ya hacemos tarde.
En todo Tharler se sabía que Brunelder no había llegado a Capitán de su ejército por casualidad. Los soldados fedenarios eran superiores en número y luchaban con valor, pero Brunelder era un bravo guerrero y tenía sobrada habilidad para acabar con todos los que osaban enfrentársele. Luchaba ahora con dos a la vez, pero de pronto, éstos miraron atrás, y como obedeciendo una orden, se alejaron de Brunelder. Cuando el tharleriano miró al frente, lo comprendió todo. Allí estaba Gareyter sobre su caballo, mirándole a través de las rendijas de su yelmo dorado, incitándole al duelo personal. Levantó su mano derecha con la espada bien firme. Brunelder hizo lo mismo en señal de aceptación del desafío.

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Los dos caballos corrieron embravecidos por el ánimo de sus jinetes. Se cruzaron los caballos y los aceros entrechocaron con furia. Hubo un intercambio de duros golpes, y ninguno de los capitanes mostró ninguna debilidad. Fue al poco rato cuando Brunelder se percató de que la brutalidad de los golpes sólo lo estaba agotando a él. Usaba ya las dos manos para ayudarse, pero, sobre el caballo, le imposibilitaba movilidad. Empezaban a fallarle las fuerzas y Gareyter le ganaba terreno poco a poco. Parecía como si cada espadazo suyo fuese más brutal que el anterior. En el sudor de la batalla, Brunelder pudo apreciar la brillante mirada asesina de Gareyter a través de su yelmo, y él ya no podía hacer otra cosa más que defenderse. Cogió Gareyter su espada a dos manos y lanzó un tremendo mandoble que hizo desmontar a Brunelder. Gareyter extendió su brazo izquierdo y una lanza de uno de sus soldados voló y fue a parar a su mano. Colocó su corcel casi pisoteando al Capitán tharleriano caído, levantó el cubrecara del yelmo mostrándole su rostro, y le lanzó una mirada de superioridad y desprecio. Levantó la lanza en alto, y la clavó con energía en el pecho de Brunelder, atravesando su coraza.

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§

Algoren’thel llegó hasta la aldea. No había señal alguna de aldeanos, sólo algún que otro soldado desperdigado; el fragor de la batalla aún no había llegado a la propia aldea. Tenía que darse prisa. Intentó entrar en una de las casas de la aldea, pero la puerta estaba cerrada con llave. Aunque golpeó con fuerza la puerta resistió. Echó mano por primera vez en su vida de una espada. La hincó en la junta del marco y fue forcejeando durante un rato hasta que consiguió abrirla. Registró la casa, pero estaba vacía. Pensó en que el ataque no había sido del todo por sorpresa y que, por tanto, los aldeanos habían tenido su tiempo para prepararse. Si el ataque venía del este, y lo más lógico era que las primeras casas estuviesen vacías. Probó suerte en una de las más alejadas, más hacia la vertiente oeste. Cerca de ella habían dos rudos aldeanos, hacha en mano, que al verle se le abalanzaron. Algoren’thel se deshizo de la espada en señal de no agresión.
—¡No voy a haceros daño! —exclamó el elfo—. Sólo he venido a buscar a una persona.
En principio, los aldeanos dudaron, hasta que uno de ellos pareció recordar algo.
—¡Maldición! —dijo el aldeano—. ¿Es que no lo reconoces?
—¿Qué quieres decir? —dijo el otro.
—Míralo bien. ¿No te recuerda a alguien? Hace mucho tiempo, sí, pero yo no me olvido de un demonio blanco.
Los ojos del otro aldeano se le desorbitaron al oír aquella denominación, y más aún al reconocer aquellos rasgos. Algoren’thel se quedó también pasmado. No se esperó aquello. Hasta ahora nadie le había reconocido como perteneciente a otra raza distinta de la humana, pero no cayó en la cuenta de que en esa misma aldea, hace algún tiempo atrás, apareció Galendel, y los aldeanos de allí, reconociéndolo como un demonio blanco, le dieron muerte. En aquel instante de sorpresa del elfo, los aldeanos le atacaron. Para Algoren’thel la escena se movió a una pesada lentitud. Un torrente de extraños sentimientos cayó en cascada por su mente. Era más que probable que estuviera frente a dos de los asesinos de Galendel. ¿Debería vengar su muerte? ¿Era odio lo que estaba sintiendo en aquellos momentos? Volvió de repente al mundo real y vio que sus agresores estaban ya muy encima de él lanzando sus hachas implacables. Levantó a Galanturil para detener ambos golpes. Y así lo hizo, pero la fuerza bruta de aquellos dos aldeanos le hizo perder el equilibrio. Cayó y se levantó en un santiamén. Una vez de pie les doblegó con fuertes golpes en las rodillas, estómago y cabeza. Allí de pié junto a ellos levantó en alto su cayado y dudó un instante entre rematarlos o dejarlos con vida.
Pensó en que hasta la fecha sólo había matado a orcos, y aunque el comportamiento de esos humanos era semejante, él mismo no podía comportarse como ellos lo hubieran hecho. Finalmente los dejó con vida.
Se apoderó de las dos hachas y se dirigió hacia la puerta de la casa que custodiaban aquellos hombres. A base de hachazos consiguió abrir la también cerrada puerta. Dentro le esperaban dos aldeanos más armados con hachas y uno con una espada. Al fondo de la habitación, cinco mujeres y algunos niños asustados gritaron ante la situación. Algoren’thel esquivó los golpes saliendo rápidamente de la casa. Mientras luchaba afuera con los tres a la vez, les iba diciendo que no quería hacerles daño, pero no sirvió de nada. El elfo se limitaba a hacerlos caer haciéndoles la zancadilla bien con sus piernas, bien con su bastón, pero aquellos tozudos hombres se levantaban de nuevo e iban a por él sin descanso. Tuvo que propinarles serios golpes muy a su pesar para detenerles. Entró finalmente en aquella casa. Varias mujeres se armaron de cuchillos y un par de lanzas.

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—¡Vete, maldito demonio, aliado de Fedenord! —gritaban.
—Vuestros maridos están bien, creedme. No he venido a haceros daño. Sólo estoy buscando a una mujer. Darlya, madre de Endegal. ¿Alguien sabe dónde se encuentra?
Al oír aquel nombre, las mujeres se miraron entre ellas, algo desconcertadas.
—Darlya está muerta, demonio —dijo una de ellas—. Esa bruja pagó por sus pecados hace tres años. En cuanto al bastardo de su hijo, nada sabemos de él. Sólo que desapareció. ¡Ojalá se lo hayan comido los orcos!

El elfo se quedó paralizado quizá no tanto por la noticia como por la dureza y desprecio que emanaban de aquellas palabras. Su vida empezó a no tener sentido para él. No sabía si Endegal estaba vivo o muerto, pero ahora, su objetivo —que era proteger a la madre de su amigo— había desaparecido. Y en sus narices se estaba desarrollando una batalla desigual, donde su participación no haría cambiar el curso de las matanzas y baños de sangre, sino que seguramente llegaría a perder la vida. ¿Se habría encontrado ya con su destino?
Salió con la cabeza gacha de aquella casa, resignado. Al levantarla poco después vio espantado la carnicería que allí se estaba desatando. La escena era desesperante; la superioridad de los fedenarios era aplastante. En esos momentos toda la aldea estaba siendo arrasada. Aldeanos y soldados de Peña Solitaria caían como moscas ante el brutal ataque de las fuerzas de Gareyter. Su corazón le indicaba que, aunque culpables ambos bandos de lo que allí estaba sucediendo, debía de ponerse del lado del más débil, y que pereciera en el intento ya no parecía importarle. Pero, ¿de qué serviría aquello? ¿Salvaría alguna vida?

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De pronto se le chispearon los ojos. Ésa era la clave: intentaría salvar las máximas vidas posibles. Sería un final honorable para sus más de dos centurias de vida. Entró de nuevo en la casa y gritó:
—¡Los fedenarios están arrasando Peña Solitaria! —dijo—. ¡Debéis huir!
—¡No haremos caso de un demonio blanco! —le reprochó valientemente una mujer.
Algoren’thel con lágrimas en los ojos, se arrodilló en el suelo, al alcance de los mortíferos cuchillos.
—¡Por favor! —imploró—. ¡Debéis creerme si os digo que estoy aquí para ayudaros!
Aquello les cogió por sorpresa.
—Suponiendo que te creamos, ¿a dónde iremos? ¿A campo abierto? —dijo una de las mujeres, confundida ante aquella muestra de debilidad y compasión.
—¡No! Os darían alcance enseguida. Debéis huir ahora entre la confusión, y adentraros en el Bosque del Sol.
—¡El Bosque del Sol está maldito! No podemos entrar allí.
—¡No lo está! Y si no hacéis lo que os digo os matarán. Asomaos ahí afuera y os daréis cuenta de que no tenéis otra opción. Yo os protegeré hasta el Bosque.

Se quedaron mirando las unas a las otras y finalmente un par de ellas hicieron un gesto de aprobación y el resto las siguieron por inercia. Algoren’thel salió de la casa con presteza y aquellas mujeres fueron tras él, tal y como les había aconsejado. Se subió a su caballo y fue custodiando al grupo de mujeres, asemejando al perro pastor que lleva sus ovejas al redil. Cuando un soldado de Fedenord se acercaba, se encontraba con un extremo de Galanturil sobre su rostro.

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Uno de los soldados alertó al resto de la presencia de Algoren’thel. Bertien había corrido la voz acerca de la traición del de los cabellos de oro y había ofrecido una recompensa por su cabeza. Ante la debilidad creciente de los soldados de Tharler, el avistamiento de Algoren’thel corrió como la pólvora y muchos habían echado a correr tras él. El elfo se dio cuenta de que iban en su persecución, y no tras las mujeres ni tras los niños y decidió alejarse del Bosque y de sus protegidos para no involucrar a aquellos aldeanos indefensos. Las mujeres y los niños parecieron captar de qué iba el asunto y corrieron al bosque, olvidándose del demonio blanco.

Tenía perseguidores por todos lados. Cuando se cruzaba con alguno, conseguía desmontarlo a base de golpes de bastón, que era más largo que las espadas. Pero empezaron a rodearle y cada vez era más difícil el escape. En el estrépito del avance vio de pronto que un nuevo jinete se le echaba encima, pero éste era diferente. Con su armadura dorada y reluciente, a juego con la armadura de su caballo y una capa roja ondeando al viento, se acercaba en rápido galope la inconfundible figura de Gareyter con la espada en alto. Mientras aquella esbelta figura se le acercaba, un inesperado temor envolvió su corazón. Recordó las palabras de uno de aquellos soldados con el que había compartido techo aquella misma noche. Aseguraba que hacía más de quince años que nadie había ganado a Gareyter jugando a ese estratégico juego llamado Shi’traz, un juego cruel, pensado para desarrollar las mentes bélicas de los capitanes de ejércitos. Tampoco nadie le había ganado combate alguno en un cuerpo a cuerpo. ¿Tan temible era? Su cabalgar era portentoso y emanaba una seguridad en sí mismo atronadora.
Sin embargo, Algoren’thel sabía perfectamente que podía desmontar a aquel jinete con un golpe de Galanturil, al igual que había hecho hasta entonces con el resto de caballeros. Pero ahora no podía asegurarlo. Dudó. Él, que siempre había sido un elfo equilibrado y seguro de sí mismo, no sabía qué había en aquel humano que le infligía tanto respeto.

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Estaban ya muy cerca el uno del otro y Algoren’thel se preparó para embestirlo con su cayado. Por su parte, Gareyter levantó aún más la mano que sujetaba firme su espada. Un segundo después levantó la otra mano que en principio parecía llevar las riendas de su bravo corcel. Pero no era así. Su mano izquierda se levantó también firme para apuntar al elfo de rubia melena con una mortífera ballesta. El virote silbó al surcar el aire y alcanzó su objetivo clavándose en el hombro del elfo. Algoren’thel se resintió y el tremendo espadazo sobre Galanturil le hizo desmontar y caer aparatosamente al suelo.

Se levantó casi de inmediato y se quitó la saeta del hombro, poniéndoselo rápidamente a la defensiva, con Galanturil en mano. Pero poco tiempo tuvo reaccionar, pues el Capitán fedenario, al galope desde su caballo, había lanzado otro mortal espadazo que por ventura impactó contra el cayado del elfo. Algoren’thel volvió a caer sin demasiada fortuna, víctima del impulso del trote del caballo de Gareyter. Se incorporó de nuevo, y al levantar la vista, pudo ver que diez o doce soldados montados en sus caballos lo rodeaban, incluido el bigotudo Doward, todos impacientes por matarle. Sólo se lo impedía el respeto por su Capitán; sólo Gareyter tenía el poder de determinar su destino. Finalmente, éste habló:

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—Dadle una lección, muchachos... —dijo con frialdad—... pero no lo matéis. Lo necesito vivo —y se quedó allí para presenciar el espectáculo.

Los despiadados jinetes descabalgaron y se abalanzaron encima del elfo. Algoren’thel, armado con Galanturil se deshizo de los tres primeros, y los demás dudaron un instante, pero aquella multitud pronto enloqueció, y herido como estaba, poco más pudo hacer. Los soldados descargaron con furia una avalancha de golpes y patadas sobre él. Por encima de la muchedumbre, de la fría mirada de Gareyter a lomos de su caballo, manaba una cascada de satisfacción.


§

Un vistazo general bastó para entender que Peña Solitaria había sido tomada por el ejército de Fedenord. Pasaron sobre una multitud de cuerpos caídos, algunos de ellos agonizantes, antes de llegar a la aldea natal de Endegal. Cuatro de cada cinco cadáveres pertenecían inevitablemente a las tropas de Tharler. Endegal los observaba con visible repulsión. La escena era un horrible espectáculo: una alfombra de sangre teñía el enorme suelo del campo de batalla. Unas tierras que él conocía a la perfección desde bien niño, unos verdes prados de fresca hierba para corretear de los que ahora nada quedaba, y que estaban mancillados ahora por la sombra del odio.

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Desde arriba de su yegua, Endegal pareció reconocer a alguno de los soldados tharlerianos caídos. Descabalgó rápidamente y se agachó, poniéndole las manos sobre su cara.
—¡Arolgien! —exclamó.
En ese momento, el soldado caído de Tharler le dirigió la mirada lentamente, como si incluso el movimiento de sus pupilas representara un derroche de energías. El cuerpo tendido de Arolgien presentaba múltiples heridas, pero aquélla que le había abatido era más que visible. Tenía una lanza clavada en el vientre y un hilillo de sangre manaba de su boca.

—¡Endegal! —dijo con voz ahogada —Estas... vivo—. Sus ojos desorbitados no ocultaban su sorpresa ante aquel encuentro.
Los ojos esmeraldas de Endegal se cristalizaron. Hacía tres años que, gracias a Arolgien, consiguió escapar a tiempo de una muerte segura. Fue lo más parecido a un amigo que tuvo allí, en su aldea natal. Y ahora estaba allí tendido en sus brazos, herido de muerte y casi ya sin vida. Avanney contemplaba la escena. No se extrañó mucho de que Endegal conociera a aquel soldado. Las piezas de su puzzle particular le empezaban a encajar.
—Hemos... perdido, Endegal.
—¿Dónde está mi madre, Arolgien? —dijo con temor. Los ojos del soldado caído tomaron una expresión todavía más triste. Endegal empezaba a intuir la respuesta.
—Lo siento... Tu madre... murió al día siguiente... de tu marcha —fueron sus últimas palabras.

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Un torrente de emociones de ira embargaron al semielfo. Sabía que su madre no murió por nada. La asesinaron por encubrir su huida. Él la había abandonado allí, y ella había dado su vida por él. Ya no podría cumplir la promesa que le hizo el último día que la vio. Ya no podía rescatarla.
—¿¡Por qué!?... —gritó con toda su alma. Su grito desgarró el aire y se oyó por todo el valle.

Los soldados de Fedenord advirtieron su presencia, y fueron a su encuentro con las espadas y ballestas en mano. Breves instantes después, les rodeaban ya cinco o seis soldados de Fedenord.

—¿Quiénes sois vosotros? —preguntó uno de ellos.
—Somos viajeros —contestó la bardo—. Venimos de Vúldenhard. Nuestros nombres son Avanney y Endegal. Si Bertien está en vuestras filas podrá corroborarlo; él me conoce. —El hecho de que Endegal permaneciera tendido sobre el cuerpo inerte de Arolgien, no parecía dar mucha veracidad a aquellas palabras.
Aún así, los soldados llamaron a Bertien para asegurarse. Endegal estaba ausente totalmente de aquel contexto. Su mente no albergaba otra cosa que no fuera la muerte de su madre. El dantesco escenario sobre el que estaba sólo acentuaba aún más lo dramático de su situación.

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—¿Qué ocurre aquí? —dijo Bertien cuando llegó.
—Estos dos aseguran conocerle, Señor. Dicen provenir de Vúldenhard —respondió uno de los soldados.
—Avanney... ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
—Venimos buscando a un tal Algoren’thel, ya sabes el de la larga melena dorada...
—Sí, está con nosotros ahí dentro. ¿Es amigo vuestro? —preguntó con toda la intención.
—Exacto. Mi compañero Endegal le lleva buscando desde hace tiempo —dijo señalando al semielfo—. Eran compañeros de viaje.
—¡Apresadlos y llevadlos ante Gareyter! —ordenó a los soldados.
Avanney hizo un intento de defenderse, pero al ver a tantos soldados y sobre todo a Endegal rendido en su totalidad, decidió no hacerlo. Los desarmaron a ambos y les ataron las manos. Uno de los soldados se maravilló al contemplar las espadas cortas de Avanney. Vio que estaban muy afiladas, pero sobre todo, fijó su vista en los grabados en la superficie de ambas hojas. En una de ellas, un dragón arrasaba lo que parecía ser un poblado con su aliento de fuego, en la otra se representaba a un dragón tendido, muerto, con una espada clavada en el cráneo y un caballero a su lado con aire solemne. La belleza de los grabados era inconmensurable. El rostro del soldado se iluminó de repente y exclamó para sí:
—¡Las Hermanas de Hyragmathar!
Otro, sin embargo, se hizo con una bolsa de piel, también de la bardo, que contenía una forma redondeada. La abrió y sacó un arpa de bella factura. No pudo evitar pasar sus dedos sobre las cuerdas. Sonaron unas notas en escala, y a pesar del mal arte musical del soldado, las notas llenaron el aire de un sonido agradable. Un tercero se apoderó de un bello cuerno lleno de intrincados dibujos, también posesión de Avanney, la cual no les quitaba el ojo a ninguno de aquellos hombres que se hicieron con sus posesiones.

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Demonios blancos / Víctor M.M.


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Fueron llevados hasta lo que había sido hacía poco la Casa de la Alcaldía. Allí dentro estaba congregada gran multitud de gente. No faltaba ninguno de los capitanes de las diferentes compañías y batallones fedenarios. Gareyter, estaba sentado en un sillón. En el centro de la estancia, estaba el magullado Algoren’thel, arrodillado sobre el suelo, con las manos atadas atrás y la cabeza gacha tocando sus propias rodillas. Su espalda y su larga cabellera estaban manchadas de sangre, y ésta última además, desparramada por el suelo. Su pecho y espalda descubiertos revelaban la tremenda paliza que le habían propinado; infinidad de cortes y moretones así lo atestiguaban.

Endegal y Avanney fueron atados también de manos, y los empujaron hasta situarlos entre Gareyter y Algoren’thel. Avanney vio que Endegal dirigió una mirada hacia Algoren’thel y su cara reflejó una expresión de resignación al ver a su amigo tan maltrecho, pero Endegal permanecía callado; estaba ensimismado desde la noticia del fallecimiento de su madre y poco parecía importarle ya su destino y el de los demás. La bardo creyó adivinar que Algoren’thel no era consciente de la presencia de ellos dos, o peor, que ni siquiera estaba consciente, así que decidió hablar en su defensa.

25. El asalto final

Demonios blancos / Víctor M.M.

—Creo que ha habido un malentendido aquí... —empezó ella—. Simplemente somos viajeros... —Y dirigió una mirada hacia Bertien para que le corroborara su versión, pero éste, por su parte, sólo se limitó a devolverle la mirada con cierto tinte de odio. Sus ojos decían: “Cállate, traidora”.
—Está bien —dijo Gareyter—. Parece que eres la única que quiere hablar, así que empezaremos por ti. Por lo que me ha dicho Bertien, te haces llamar Avanney, y te dedicas a recorrer mundo y a contar historias...
—Y recopilarlas, Señor —añadió ella.
—¿Y qué se supone que haces aquí? No conozco a muchas mujeres bardos—le preguntó.
—Un bardo recita historias allá donde va, Señor, y es para mí siempre un placer. No creo que este oficio entienda de sexos, aunque verdad es que son más los hombres quienes lo ejercen. Y contestando a su pregunta, Señor, pensé que presenciar esta batalla sería la mejor forma de componer una canción sobre ella.

—Pues, dime... bardo, ¿qué relatarás en tu canción?
—Que los soldados del ejército fedenario, comandado por su valeroso Capitán Gareyter, el mayor estratega de todos los tiempos, vencieron con valentía y bravura al ejército de Tharler en su propio territorio.
—Aplastaron... —dijo él acariciando una pequeña esfera de granito verde pulido en su mano enguantada.
—¿Cómo? —preguntó Avanney un poco desconcertada.
—No digas “vencieron”... Mejor di “aplastaron”. Es más... realista.
—Como usted prefiera, Señor...
—Pero, cuéntame, bardo, cómo llegaste a asociarte con estos dos traidores...
—Oh, no, mi Señor —se apresuró a desmentir ella—. Yo no tengo Conocimiento de que estos dos hombres sean traidores a La Corona de Fedenord. Los conocí a ambos en Vúldenhard, hace apenas dos días. El de la melena dorada se alistó en vuestro ejército y no volví a verle. Al día siguiente, Endegal —lo señaló— me dijo que había perdido a su compañero y simplemente me he limitado a acompañarle hasta aquí, pero con el único objetivo de presenciar esta batalla —finalizó ella.
—Tengo que decirte que tu amigo —dijo levantando la mano. Su dedo índice apuntaba al elfo apaleado— se ha rebelado contra nuestro ejército y ha luchado del lado de Tharler. Y ahora, mis soldados, al igual que tú misma, habéis podido contemplar con todo detenimiento cómo tu otro amigo... Endegal, lloraba la muerte de un tharleriano. ¿Qué me dices a eso?
—Yo también me he extrañado mucho de su comportamiento, Señor, y en verdad os digo que quizás tengáis razón al determinar que se trate de una traición. Quizás no elegí bien mi compañía para este viaje, y créame que lamento haberlo hecho.
—No me cabe la menor duda —sonrió sarcástico—. Pero hay más —añadió Gareyter—. En la bolsa de viaje de Endegal he encontrado un par de pepitas de oro y algunas monedas. También tengo entendido que Algoren’thel pagaba con pepitas de oro allá en Vúldenhard. ¿Dónde crees tú que existen tales riquezas?
—Lo ignoro, Señor. Ellos dicen provenir del otro lado de la Sierpe. Quizás en su poblado natal exista algún yacimiento.
—Sí, eso es lo que me ha dicho Algoren’thel. Dice que el oro es la moneda de cambio en Darland.

25. El asalto final

Demonios blancos / Víctor M.M.

Avanney no habló. Se quedó muda por unos instantes.
—¿Pero es que me creéis estúpido? —Se levantó Gareyter mirando a Endegal—. ¡He recorrido la Sierpe de cabo a rabo y no me he topado nunca con ningún poblado que se llame Darland, y menos aún con ninguno que sepa lo que es el oro!
—Ellos dicen que vienen de más allá de la Sierpe, no de la Sierpe misma, Señor —intentó encubrirlos Avanney.
—¡No hablo contigo ahora, bardo! —Se puso frente a Endegal. El semielfo continuaba aislado en su mundo particular donde no habían reinos ni ejércitos, sólo muerte. El Capitán fedenario lo cogió por el cuello de su manto y lo tiró al suelo. Endegal se incorporó sin dirigirle la mirada.

De pronto, un soldado entró precipitadamente en la estancia.
—Señor... —dijo casi sin aire—. Las tropas de Loddenar están ya muy cerca.
—¿Son muchos? —preguntó Gareyter.
—Oh, sí Señor, pero les doblamos en número —dijo esbozando una malévola sonrisa.
—Perfecto. —Y se dirigió a los capitanes de las distintas compañías—. Preparen a sus hombres. Vamos a darles otra lección a esos perros tharlerianos...

Los capitanes salieron del edificio, dispuestos a llevar a cabo las órdenes de Gareyter. Allí dentro se quedaron los tres retenidos, Gareyter, y su guardia personal compuesta por catorce soldados.

25. El asalto final

Demonios blancos / Víctor M.M.

—¡Encarcelad a estos dos perros traicioneros en la prisión de la aldea! —dijo refiriéndose a Algoren’thel y Endegal—. Ya nos encargaremos de ellos después... —Luego se encaró a Avanney y se le acercó poco a poco—. En cuanto a ti, preciosidad... —dijo sacando un puñal. Se lo puso a la altura del cuello. Lo bajó suavemente hasta colocar la afilada punta entre sus pechos, lo detuvo allí unos instantes y luego fue bajándolo poco a poco hasta el ombligo—... recoge tu arpa y acompáñame, bardo. —Bajó todavía más el puñal hasta sus manos y cortó sus ataduras—. ¡Vas a tener material suficiente para mil canciones!

25. El asalto final

“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal