Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

34
Una noche intranquila

Todos estaban sumidos en sus propios sueños, descansando, en la Comunidad de Ber’lea. El cielo de aquella noche estaba encapotado, y no se veía el vestigio de ninguna estrella, ni tampoco de la luna. Hidelfalas no se encontraba entre los elfos que estuvieran teniendo un sueño agradable; se movía a izquierda y derecha intranquilo, y gotas de sudor perlaban su blanca frente. Pronto su manta dejó de taparle. Soñaba que se enfrentaba solo contra extrañas criaturas en la propia Bernarith’lea. Las veía fugazmente, quizás a causa de la pesada niebla, quizás a causa de un poder que él no llegaba a entender. Ojos luminosos verdes, amarillos y rojos le miraban desde todos los ángulos posibles e imposibles, terribles gruñidos le rodeaban y le oprimían, colmillos blancos y relucientes como afilados cuchillos relampagueaban en la oscuridad. Algunos parecían goblins, otros orcos, otros lobos, y había también criaturas gigantescas como árboles, aún más horribles si cabe que los otros seres.

Estaba acorralado y pidió ayuda, y oyó a lo lejos cómo le decían a gritos que resistiera. Esa voz... Era la voz de Arakel. No supo cómo, pero pudo asomar la cabeza entre aquellas alimañas y vio a Arakel luchando contra varias de esas bestias, hasta que un sinfín de ellas se abalanzó sobre aquél, quedando sepultado bajo la avalancha asesina. Luego miró hacia otro lado, y allí estaba Alverim, con su espada, presentando batalla, hasta que también sucumbió al rabioso ataque de una multitud de bestias repugnantes que lo despedazaron. Mirara donde mirara, sólo veía a amigos suyos caer destrozados bajo las fauces de las hordas malignas. Ahora estaba completamente solo. Debía de vengar la muerte de sus amigos.

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De pronto, como si se hubiese teletransportado de alguna forma extraña, apareció Alderinel a su lado, e Hidelfalas se puso en guardia, desconfiado. ¿Cómo había podido pasar a través de tantos enemigos y ponerse a su lado?
—Tranquilo... —le dijo Alderinel poniéndole la mano sobre el hombro—. Saldremos de esta, amigo.
—¿Cómo has sobrevivido? —tuvo que preguntarle.
—Soy el mejor guerrero de Ber’lea, ¿no lo recuerdas? —le contestó—. Vencí fácilmente a Fëledar, al igual que he vencido a muchos de estos monstruos.
De pronto, Alderinel desenvainó su espada y se lanzó hacia la muchedumbre monstruosa. Manejaba la espada con extrema rapidez y precisión, y la hendía en multitud de cuerpos, mutilaba brazos y garras y cortaba cabezas.
—¡Tú también puedes hacerlo! —le gritó—. ¡Tenemos que vengar a nuestros amigos!
—Yo... no sé cómo...
—¡Libera tu odio! ¡Siente el placer de matar! ¡Tu ira te hará más fuerte! ¡Tu odio te hará más rápido!

Entonces Hidelfalas recordó todas las horribles muertes que había estado presenciado en aquel sueño, y un fuego interior le recorrió por las venas y le abrasó el cuerpo. Notó cómo una enorme energía llenaba sus piernas y brazos, pecho y cabeza, y sus extremidades temblaban ansiosas por liberar aquel poder. Amarró con una fuerza inconmensurable el mango de su espada y se abalanzó contra aquellos enemigos con una furia que nunca en su vida había exteriorizado. Ahora él mismo eliminaba a aquellos monstruos de igual modo que Alderinel, con una velocidad y fuerza inimaginables. Allí estaban los dos elfos, luchando codo con codo contra aquellas alimañas, hasta que finalmente acabaron con todas ellas.
Tras mirar los cuerpos caídos de los elfos de la Comunidad, Hidelfalas miró a Alderinel.

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—¿Cómo ha podido ocurrir esto? —le preguntó.
—Endegal es el culpable —le respondió el ex heredero al trono—. Su llegada a Bernarith’lea lo empezó todo... Y con su caprichosa partida ha provocado esta masacre. El Visionario nos lo advirtió, pero fuimos tan ciegos de no verlo que ahora hemos pagado nuestra necedad.

En aquel momento Hidelfalas sintió un profundo odio hacia Endegal, un odio que le alimentaba de nuevo y con más fuerza todavía. De pronto, un sonido a zarzas y arbustos detrás de él le sobresaltaron. Se giró y vio a un monstruo que le doblaba en estatura y que en sus astrosas y malolientes manos empuñaba una espada que dirigía en su contra. Sin pensarlo, Hidelfalas cortó la mano del monstruo que empuñaba el arma y hundió su espada en el vientre de éste. El horrible ser emitió un terrible y prolongado grito de agonía y cayó al suelo, con la espada del elfo todavía incrustada. Hidelfalas se le quedó mirando, y observó como aquel ser, se iba transformando en... Endegal. Alderinel le miró fijamente y le dijo:

—Lo has logrado, Hidelfalas, nos has liberado del verdadero mal.

Hidelfalas se despertó sobresaltado. Aún estaba confuso y recordaba sólo algunos fragmentos de su sueño. Aquel grito desgarrador aún parecía rebotar en lo más hondo de su cabeza. Estaba ligeramente mareado y empapado en sudor. Se notaba raro, como si los restos de una energía extraña aún no hubieran abandonado su cuerpo. Pero había algo más y no sabía exactamente de qué se trataba. Luego cayó en la cuenta; su mano tanteó el pecho y no encontró su émbeler. El colgante élfico de la Comunidad estaba al otro lado de la habitación, con la cadena rota, como si alguien se lo hubiera arrancado de un tirón. Enseguida dedujo que había sido él mismo.

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§

El grito inhumano resonó en toda la cueva y los caballos también piafaban y relinchaban con terror. Aristel y Algoren’thel se despertaron en mitad de la noche. Ambos miraron a su alrededor y se sorprendieron sobremanera; Telgarien no estaba con ellos. Se incorporaron de inmediato, inquietos por lo que podría significar aquello, y encendieron rápidamente dos antorchas. Doblaron el recodo y la luz iluminó el cuerpo de Telgarien, que estaba agazapado en un lateral. El elfo les hizo señas para que apagaran las antorchas y que guardaran silencio. El otro elfo y el druida, obedeciendo las indicaciones de Telgarien, las apagaron de inmediato y se colocaron despacio junto al elfo.

—¿Qué ha sido ese horrible grito? —le preguntó Algoren’thel en voz baja.
—Alguien ha estado husmeando por la entrada.
—¿Crees que han sido los goblins de ayer? —preguntó de nuevo el Solitario.
—No —respondió el otro elfo—. Los goblins no tienen esa oscura voz, y tú lo sabes, y tampoco fue ningún orco, pues estaba dormido cuando oí que algo se movía en la entrada, y vine a verlo, y no era un orco, ni tampoco nada que yo conociera.
—¿Qué es lo que viste exactamente? —le preguntó el druida.
—Era una forma gigantesca, del doble de altura que cualquiera de nosotros, y tenía las extremidades largas y leñosas, me parece, porque si a la oscuridad y la niebla de la zona le sumamos la espesa maraña de espinas, podréis deducir que no lo distinguí demasiado bien.
—¿Intentó entrar?
—Y casi lo consigue, druida. Avanzó muy adentro, tanto que ningún ser hubiera salido vivo de las espinas. Cuando el monstruo advirtió que no podía entrar retrocedió, y fue entonces cuando emitió ese chillido, porque las púas iban rasgando todo su cuerpo y uno de sus brazos quedó atrapado completamente. Estuvo forcejeando brutalmente, tanto que creí que iba a arrancar el muro de espinas, y al estirar, el brazo se le separó del resto del cuerpo. —Calló por un instante y cogió fuerzas pasa decir lo siguiente—: Y no vais a creerme, pero de su cuerpo mutilado me pareció que empezó a crecerle un nuevo brazo que sustituyó al antiguo, y el brazo muerto se convirtió en polvo. Ahora ya se ha ido.

34. Una noche intranquila

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—Un troll... —murmuró Aristel con visibles signos de preocupación.
—¿Un troll? —preguntó Telgarien.
—Se regeneran rápidamente —dijo el druida—. Seguramente todas las heridas, rasgaduras y llagas que le habrán infligido las espinas estarán ya curadas.
—¿Entonces no hay forma de matarlos? —preguntó el Solitario.
—El fuego o el ácido queman su piel impidiendo su regeneración, aunque por suerte, estas criaturas son bastante combustibles —aclaró.

El druida se echó las manos a la cabeza en señal de desesperación. Los dos elfos le dirigieron una mirada interrogativa, a lo cual Aristel explicó:

—Avanney tenía razón. El mal está cada vez más cerca; el círculo se está estrechando demasiado si hasta los trolls campan ahora a sus anchas.
—Si estas criaturas son así de terribles, tenemos motivos para preocuparnos —admitió Algoren’thel.
—Pero sabemos que ni siquiera esas bestias pueden atravesar la barrera de espinas —dijo Telgarien—. Creo que lo más conveniente es que continuemos durmiendo. Mañana llevaremos antorchas encendidas por si nos topamos con este troll o algún otro.
—Me parece un sabio consejo, mi querido elfo —dijo Aristel—. Así que volvamos a nuestro lecho, y descansemos.

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Y fue eso mismo lo que hicieron; volvieron a sumirse en un profundo sueño, sobre todo Aristel, para acabar de recuperar sus fuerzas, pues los dos elfos ya habían dado muestras de estar de nuevo en plena forma. Arrebujado entre las mantas, Telgarien parecía no tener el mismo sueño placentero que el resto.

34. Una noche intranquila

“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal