Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

02
Mayoría de edad

La forja era rudimentaria, pero llevaba más de un año en pleno funcionamiento. Peña Solitaria era ya un poblado militarmente independiente. Se fabricaban arcos, flechas, espadas, lanzas e incluso armaduras. De un tiempo a esta parte se estaba instruyendo a los varones mayores de doce años en el arte de la lucha. El tintineo constante y rítmico del martillo golpeando el metal era un sonido que moraba habitualmente en la atmósfera de la zona. En aquella época, los aldeanos no sólo llegaron a acostumbrarse al entorno militarizado sino a sentirse plenamente integrados en aquella espiral bélica.

En aquellos tiempos de tensión, los dos reinos implicados en el conflicto se preparaban para lo peor. Cierto es que habían tenido un par de refriegas de origen local, pero ninguna de ellas llegó a tomarse en consideración; ninguna de ellas desató una guerra abierta. No obstante, la implantación de las nuevas defensas de Tharler detuvo aquellas disputas. La mejor defensa para la zona limítrofe de Tharler consistía en la Gran Empalizada, la cual la conformaban unos gruesos troncos tallados y puntiagudos que iban desde Peña Solitaria hasta Loddenar. Por si la altura y robustez de esta muralla no fueran suficientes, los tharlerianos habían estado excavando por delante de ella la Gran Zanja, cuya misión era la de impedir el paso de caballería hasta la propia base de la empalizada. Era una obra de ingeniería colosal. Aquella muralla de enormes postes que separaba tan radicalmente ambos reinos, obligaría a Fedenord a emplear fuerzas mayores si quería penetrar en territorio enemigo. Unas fuerzas tales que desataran una verdadera guerra.

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El de aquel año fue uno de los inviernos más duros recordados y, a pesar de eso, en pleno mediodía los cavadores de la Gran Zanja tenían los brazos y piernas al descubierto. Relucían por el sudor que impregnaba sus extremidades. El trabajo en la aldea era duro y el cielo estaba completamente raso, pero en los últimos dos días parecían haberse librado de los gélidos vientos que soplaban del sur, provenientes de la alta cordillera conocida como la Sierpe Helada. Así la llamaron los lugareños desde tiempos inmemoriales por su forma sinuosa, así como por la blancura de sus cimas: Drah-ghûl, Drah-kyreas, Drah-dinue, Drah-shûrm y Drah-smeth, por este orden, si se observaban de este a oeste.

Mientras hincaba su azada con fuerza, Endegal recordaba sus primeros años de trabajo. Empezó transportando capazos de pequeño tamaño cargado de piedras considerables. Estos pedruscos los quitaban los adultos para limpiar la tierra salvaje y convertirla así en campos cultivables. Pero muy pronto fue considerado adulto y participó también de esta limpieza así como del arado de los campos. De todo eso hacía bastante tiempo. Sus trabajos eran ahora más de índole militar que de cultivo. Había sido entrenado en el manejo de la espada y el arco por los experimentados soldados de Tharlagord, había participado en la elaboración de la Gran Empalizada y de la atalaya Norte. En aquellos momentos colaboraba en la finalización de la Gran Zanja.

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—¡Hey, tú! —lo sacó de sus pensamientos una voz.
Endegal levantó la vista y vio frente a él a un hombre armado que le señalaba. Una vestimenta desmangada azul tapaba parcialmente su cota de malla. La cabeza del unicornio blanco bordado en miniatura sobre el pecho le acreditaba como soldado de la Guardia de Tharlagord.
—¡Ven aquí, muchacho! —le ordenó.
Endegal lo miró con el entrecejo fruncido. Sus pobladas cejas y la penetrante mirada esmeralda reforzaban el resentimiento que sentía, no hacia aquel soldado en particular, sino más bien hacia aquello que representaba.
—Deja tu tarea y dirígete al Bosque del Sol. Necesitamos leñadores fuertes —le dijo el Guardia devolviéndole la mirada desafiante.
—¡No iré a talar árboles! —repuso Endegal enérgico—. Prefiero excavar la tierra y clavar estacas de madera, incluso picar piedra antes que talar árboles. Ya os lo dije una vez.
—Irás, hijo de Ommerok —le profirió. Pero sus ofensas no acabaron aquí—: ¿Porque de quién sino del Dios Maldito puedes ser hijo? ¿No eres tú del que dicen que no tiene padre? ¿No es tu madre aquella de la que se dice que concibió un hijo haciendo uso de las Artes Negras? —Tras decir esto, aferró prudentemente el mango de su aún enfundada espada.
—¡Sí que tuve padre! —bramó—. ¡Y fue un gran guerrero! Murió en batalla poco antes de nacer yo.

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Endegal dio un paso al frente, desafiándolo a seguir con aquella reyerta que pronto podría dejar de ser sólo verbal.
El Guardia desenvainó rápidamente su espada y posó su afilada punta sobre el esternón de Endegal. Esbozó una amplia sonrisa de superioridad.
—Eso es imposible —le dijo triunfante—. Cuando tú naciste no había batallas. Además, ¿qué clase de gran guerrero vendría a este sucio pueblo, tan apartado de la majestuosa ciudadela de Tharlagord para ver a la bruja de tu madre? —Sus hirientes palabras se le clavaban a Endegal como afilados cuchillos de carnicero—. Tu padre no tiene nombre, todos lo saben, porque tu madre es una ramera o una bruja. La verdad —dijo con el semblante burlesco—, no sé cuál de las versiones es la peor.

Pero antes de que pudiera terminar la frase, Endegal apartó la punta de la espada con la mano y giró sobre sí mismo en dirección al soldado. Le retorció la muñeca mientras lo tiraba al suelo y se apoderó de su espada. En cuestión de segundos, el guardia se encontró tendido en el suelo, con la pierna de Endegal pisándole el cuello y el reflejo de sus propios ojos que le miraban desde su misma espada, clavada con energía a dos dedos de su nariz.

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Endegal disfrutó de aquellos breves momentos de gloria, justo hasta que un virote lanzado por otro guardia que había presenciado la escena se le clavó en el muslo izquierdo. Pronto aparecieron otros tres guardias con sus espadas desenvainadas, y el que había disparado la ballesta se aproximaba sin dilaciones con la ballesta amartillada y otro virote listo, apuntando al pecho de Endegal. Resignado, el joven tuvo que dejarse prender y apalear, ya no por su vida que empezaba a importarle poco, sino más por lo que pudiera sufrir su madre con todo aquello. No era ni por asomo el primero de los incidentes.


§

Al día siguiente, con la pierna vendada y prácticamente sanada, partió junto con los leñadores hacia el Bosque del Sol hacha en mano. Cuando llegaron al Bosque del Sol, le vinieron a la memoria los días en que él era todavía niño y se internaba en ese mismo bosque, a pesar de los consejos de su madre. Lo hacía a no mucha distancia para no perderse. Le decía su madre que el bosque era el sitio preferido de los orcos como entrada para atacar Peña Solitaria y que por eso era un lugar muy peligroso. Pero él hacía caso omiso de sus advertencias. Sólo una vez vio a un orco, o mejor dicho, lo que entonces a él le había parecido un orco, pues no estuvo del todo seguro. ¿Pero qué otra criatura sino un orco tendría aquel aspecto? A aquél lo encontró muerto sobre el manto de hojas secas que aquel mismo otoño había depositado en el suelo. El supuesto orco iba ataviado con una rara vestimenta compuesta por pieles y pedazos metálicos encastrados y feamente remachados. El cadáver fresco de aquella criatura lo repudió sobremanera, pues tenía la piel oscilando entre el color verde y marrón, aunque no supo discernir si era ése realmente el color cutáneo o simple suciedad, porque también desprendía un olor poco agradable. ¿O sería el olor de la muerte?
Pero al parecer, había más peligros escondidos detrás de la belleza del Bosque del Sol. Corrían leyendas sobre unos demonios blancos que habitaban en aquel bosque. Se decía que a veces salían de su escondrijo y hacían visitas nocturnas a la aldea, robando ganado y saqueando algún que otro granero. Sus ojos brillaban en la oscuridad como los de los felinos, pero eran tan escurridizos que muy poca gente había logrado verlos. Al entonces niño Endegal, esas historias y la visión del cadáver del orco no le hicieron desistir de ir a aquel lugar que encontraba tan fascinante y misterioso en multitud de ocasiones más. No dejó de ir mientras pudo, porque en verdad se daba cuenta que el nombre del Bosque del Sol se debía al color dorado que adquiría éste al reflejar la luz solar entre las amarillentas hojas del otoño. Un bello espectáculo que ahora se iba derrumbando por el efecto devastador de las hachas y sierras de los aldeanos. Sin embargo, no había vuelto a visitar ese lugar desde que empezó a trabajar en los campos. Hacía tanto tiempo de todo aquello...

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Caminaba ahora hacia el árbol en pie más cercano, mirando a su alrededor, y no pudo saber si el lugar donde aquella vez hubo encontrado al orco muerto había sido ya deforestado o no. Recordaba perfectamente el lugar, pero, ¡estaba ahora todo tan cambiado! Después de dos horas talando árboles a disgusto, un viento fresco convirtió el sudor de su frente en un torrente gélido que casi lo mareó. Al secarse la frente con el trapo que tenía enrollado en el brazo, desvió por unos instantes la vista hacia los árboles del fondo, y la visión lo dejó atónito. Una figura humana los estaba observando cómodamente sentado en una rama, allá a lo lejos. Aquel hombre estaba como confiado de que nadie lo vería a esa distancia. Sin embargo, Endegal sabía que su vista llegaba más lejos que la de cualquiera de los leñadores. Así que le dijo a su compañero:

—Arolgien, ¿ves tú a alguien sentado en una rama, allí al fondo? —preguntó mientras señalaba hacia el lugar.
—¿Dónde? ¿Al fondo? No, no veo a nadie. ¿Quién iba a estar ahí? —dijo éste, tomándose a broma aquella pregunta.
Mientras oía a su compañero, Endegal observó que el individuo, desapareció a una velocidad pasmosa de su campo de visión, como percatándose de que había sido descubierto.
—¿Lo has visto? ¡Se ha ido!
Pero Arolgien continuaba mirando sin mucha convicción no sabía exactamente dónde.
—Oye, ¿pero iba en serio? ¿Estás seguro de lo que has dicho? —le increpó al principio, pero al ver la mirada de asentimiento de Endegal, empezó a dudar—. ¿Crees que era un orco?
—No, no era un sucio orco, estoy seguro. —Esperó unos segundos antes de decir aquello—: Creo que pueden ser las tropas de Fedenord. Quizás una avanzadilla, o quizás un simple explorador.

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Informaron a los soldados que allí hacían guardia. Sabían que las fronteras se estaban acercando, pero no imaginaron que fuese tan inminente la proximidad. Por eso le insistieron a Endegal, preguntándole si estaba seguro de lo que había visto.
—¿No sería un pájaro enorme? ¿Una ardilla? ¿Un orco?
Endegal respondió a estas preguntas con otras preguntas:
—¿Tienen un pájaro o una ardilla forma humana? ¿Son los orcos trepadores de árboles? Además —añadió—, cuentan las historias que los orcos son poco aficionados a caminar bajo la luz del sol, y era pleno día —respondió Endegal.
—Mira chico, no te lo tomes a mal, pero ya sabes que el sudor pudo haberte cegado y quizás tu imaginación hizo el resto.
—No fue mi imaginación —respondió tajante—. Y mi visión está perfectamente. Vi lo que vi, y ya lo he contado. No es mi problema si no me creéis —zanjó. En cierto modo ahora estaba más tranquilo pues había hecho lo que creía correcto. Estando avisadas las autoridades ya no le correspondía a él tomar las decisiones pertinentes.


§

A la mañana siguiente se dobló la vigilancia en el bosque como medida de precaución. Varios soldados de Tharlagord bien armados observaban atentos la espesura, esperando el más mínimo atisbo de la presencia non grata de soldados fedenarios en aquel bosque. Sus atuendos azulados contrastaban con los tonos verdes, amarillos y ocres propios del bosque.

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De pronto, al avanzar la línea de tala, uno de los guardias descubrió una flecha clavada en el suelo. El astil era algo más corto que las flechas que ellos usaban, y tenía las plumas de color amarillo. Llamó al resto y empezaron a divagar sobre el significado de aquello. La arrancaron del suelo y la examinaron con más detenimiento. Era una flecha muy bien acabada, un buen trabajo de artesanía. La punta era muy aguda, no se trataba en absoluto de las típicas puntas encarnizadoras. No había que ser muy perspicaz para darse cuenta de que aquella flecha no era una de las suyas, así que supusieron que se trataba de una flecha fedenaria. Miraron con atención a los alrededores y no vieron nada. Arolgien, al ver a su compañero Endegal tan absorto en sí mismo le preguntó:
—¿Qué sucede, Endegal?
Endegal estaba como escuchando algo que únicamente él podía oír.
—Peligro inminente, Arolgien —respondió—. Estate alerta, compañero.
Sujetó con fuerza el mango del hacha y miró hacia arriba.

La línea de tala avanzó unos pasos más y, de forma simultánea, también lo hizo la fila de guardias. En ese instante, se clavaron tres flechas muy cerca de los tres soldados más adelantados. Justo por delante de ellos. La precisión y el sincronismo le dieron a entender a Endegal que eran una señal clara de aviso. Rápidamente se pusieron todos en formación y ordenaron a los dos leñadores más atrasados que fueran a avisar al resto de las tropas. Luego siguieron unos instantes en el silencio más absoluto.
—¿Los ves? —preguntó Arolgien a Endegal en voz baja.
—No. Pero están ahí —dijo Endegal señalando la copa de los árboles.

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Uno de los soldados se adelantó al resto de forma temeraria, traspasando la línea imaginaria que unía las tres flechas. Otra flecha silbó en el aire y se le hincó en una pierna. El infortunado cayó al suelo gimiendo ayuda. Sus compañeros le ignoraron y continuaron a la espera de refuerzos mientras seguían observando el paisaje en busca de sus adversarios. Sólo Endegal se acercó a socorrer al herido. Uno de los soldados lo agarró del hombro para impedírselo, pero pudo zafarse y alcanzó al soldado abatido. Lo apartó de la línea de tiro y le rogó a Arolgien que se lo llevara al poblado. Arolgien aceptó a regañadientes. No era de los que se perdían una pelea, y alejarse de su primera batalla frente a los ruines soldados del reino de Fedenord era demasiado duro para su “espíritu guerrero”.

Ahora Endegal estaba en primera línea, como los soldados más temerarios, y escrutaba la zona con minuciosidad. Otro soldado se adelantó varios pasos, cansado de la tensión que suponía aquella interminable espera y apuntaba con su ballesta indiscriminadamente a la parte alta de cualquier árbol. Otra flecha, salida de algún árbol, contestó su osado avance clavándose en el hombro de aquel insensato. Esta vez el soldado huyó por sus propios medios, quedándose en la retaguardia.

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Pronto llegaron los refuerzos y se organizaron. Un total de veinticuatro soldados y veinte leñadores preparaban una estrategia. Una avanzadilla de seis hombres se internaría en el bosque. Cuando empezaran a caer las flechas, el resto de soldados localizarían a los arqueros y los atacarían con las ballestas. Luego entrarían los leñadores, entre los cuales estaba Endegal, con sus hachas a combatirlos cuerpo a cuerpo.
A la voz de “¡Ahora!” se abalanzó el primer grupo contra la espesura del bosque. Hubo seis flechas para seis hombres. Todos cayeron sin llegar a dar diez pasos en su corta carrera. Endegal quedó estupefacto al observar la precisión de los disparos. Cabeza, cuello y pecho fueron los destinos impactados. Y no sólo eso. Las flechas se habían clavado con una fuerza enorme. Sus cotas de malla poco podían hacer frente a este ataque tan veloz y preciso. Sólo un hombre de los seis quedó con vida al tener su flecha clavada en la clavícula. Un pequeño error, pensó Endegal.

Los soldados que estaban atrás creyeron haber localizado a los arqueros. Mientras duró ese instante de duda hubo un corto silencio, pero luego los soldados de Tharlagord avanzaron frenéticamente sobrepasando a los soldados caídos. Tenían que avanzar, puesto que sus ballestas, al ser disparadas desde abajo tenían menos alcance que los arcos apostados en las cimas de los árboles. Además, sus blancos no eran todavía visibles y necesitaban acercarse mucho más para llegar a verlos.

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Empezaron a disparar a ciegas a todo lo que se movía, y algunos llegaron a trepar por los árboles. Quien miraba hacia arriba sólo podía ver una lluvia de flechas y alguna que otra sombra deslizándose entre la maraña de ramas y hojas. Los leñadores les siguieron. Todos menos Endegal, que observando la escena, dejó el hacha en el suelo y murmuraba para sí:
—¿Es que todavía no lo entendéis?

Instantes después volvía Arolgien de dejar al primer soldado herido en manos de un sanador. Llevaba su arco y carcaj de prácticas de tiro a la espalda, y empuñaba una espada corta en una mano. Lo acompañaban diez jóvenes más, también armados, entre los que se destacaba Debhal por su corpulencia. Arolgien se quedó boquiabierto. La escena era aterradora. Más de cuarenta hombres tendidos en el suelo, la mayoría muertos, y todos pertenecían al mismo bando: el suyo. Sólo un hombre permanecía de pie con la cabeza alta. Ese hombre era Endegal, su compañero de tala, y parecía ignorar su presencia y la de los demás.

—Endegal, ¿estás bien? —le preguntó.
Pero pronto se dio cuenta de la verdadera trascendencia de la pregunta, pues Endegal estaba en pie mirando los cuerpos caídos a sus pies y ni siquiera tenía un solo rasguño.
—Estoy bien —dijo al fin—. Vamos, ayudadme a trasladar a los heridos a la aldea —dijo resignado.
—¿Es que no vamos a ir tras ellos? —gritó el fornido Debhal—. ¿No vamos a clamar venganza?
—No entendéis nada de nada —respondió Endegal—. No hay nada que podamos hacer.
—¿Nos tienden una emboscada y quieres que nos quedemos de brazos cruzados?
Casi no le dejó terminar la frase a Debhal, cuando Endegal habló para todos:
—¡No fue una emboscada! Ellos defendían su territorio. Sólo atacaron cuando se vieron amenazados por nosotros. —Todos le miraron incrédulos—. Simplemente fue... una defensa perfecta. —No pudo contener su expresión de admiración por el enemigo, y los demás lo notaron.

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Tras aquellas declaraciones volvieron a la aldea con los cuerpos de algunos supervivientes a hombros. Debhal cargaba con dos soldados heridos.

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“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal