Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

09
Lecciones

Endegal despertó. Con su ser vacilando entre el mundo real y el onírico, recordando aquellas vivencias tan intensas, no pudo hacer otra cosa que preguntarse: ¿y si no hubiera sido más que un sueño? Mientras retozaba en la cama, justo antes de abrir los ojos, comprendió que perfectamente podría haberlo sido. No notaba en absoluto las heridas de su hombro y espalda, su hambre estaba saciada, y su cansancio recuperado. Sí. Perfectamente, hubiera podido ser tan sólo un sueño.
Hasta que abrió los ojos definitivamente y vio donde estaba.

Se encontraba tendido sobre un extraño lecho, dentro de una no menos extraña cabaña. La silueta de un elfo abrió de par en par aquellas sorprendentes ventanas de ramas entretejidas y los rayos del sol inundaron la estancia con su cegadora luz de la mañana. Endegal recordó la noche anterior: Alderinel se fue a acostar mucho antes que él, aunque Endegal hubiera preferido acompañar a su anfitrión, pues había tenido un día agotador. No obstante permaneció despierto hasta bien tarde, hasta que los elfos dejaron de hacerle preguntas sobre Peña Solitaria y su madre.

De entre todos aquellos magníficos anfitriones, había una hembra elfo que permaneció al margen de la avalancha de preguntas y atenciones, pero que Endegal advirtió que sólo dejaba de observarlo cuando sus miradas se cruzaban. En esos casos, Elareth, prima del Visionario Hallednel, simulaba estar distraída, o bien ocupada en otros quehaceres, y esto, a Endegal no le pasó en absoluto desapercibido.

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Cuando por fin se hubo dado por terminada la velada, Endegal se había retirado al aldabar de Alderinel y cuando hubo entrado, encontró al hermano de su fallecido padre allí, ya durmiendo sobre su lecho.

Ahora sin embargo, a plena luz del día, Endegal lo observaba mientras éste se vestía. Le pareció extraño ver que, a pecho descubierto como iba, llevara colgado al cuello un medallón que nada tenía que ver con un émbeler. Si era cierto lo que Telgarien le había dicho el día anterior, todo elfo tenía un émbeler propio. Sin embargo, el medallón que lucía Alderinel era de una naturaleza bien distinta. Era aparentemente de oro, con forma oval, y tenía varias piedras preciosas de diversos colores encastradas de forma irregular. Alderinel admiró la belleza de su colgante pasando el pulgar suavemente por encima. Parecía apreciarlo como si fuese un recuerdo personal. Endegal no podía saberlo, pero intuía que se trataba de un objeto al cual el elfo le tenía mucho aprecio. Observó también que Alderinel, para ser un elfo, tenía la piel del pecho algo oscurecida, aunque no le dio mayor importancia, pues pensó que quizás sólo se trataba de una sombra, o que sus adormilados ojos aún no se habían acostumbrado a la luz del día.

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Alderinel se colocó encima los ropajes típicos de los elfos y salió afuera sin darse cuenta de que Endegal lo observaba.
Endegal encontró al lado de su catre unas ropas holgadas, una especie de camisa blanca sin botones y unos pantalones de color marrón. Se lo puso todo y salió al exterior. Telgarien le estaba esperando abajo.

—Buenos días, Endegal, ¿has dormido bien? —le dijo.
—Muy bien, Telgarien, aunque la verdad, un par de horas más de sueño no me habrían venido nada mal.
—La de ayer fue una noche larga, sobre todo para ti, amigo —sonrió Telgarien, dándole unas palmaditas en la espalda.
—No hace falta que lo jures —reconoció—. Pero sobre todo fue una velada agradable. La comida estaba deliciosa, la bebida era exquisita y la compañía inmejorable. ¿Qué más podía pedir?

Telgarien sonrió al ver que su huésped había disfrutado con la velada y que realmente se encontraba cómodo entre los elfos de la Comunidad. En realidad, el hijo de Galendel había caído bien en Ber’lea, así que el sentimiento era mutuo. Se alegró al comprobar que realmente el corazón del medio elfo no estaba empañado por los mismos tintes de odio que corrían últimamente por las venas de los habitantes de Peña Solitaria.

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—Ghalador me ha designado para que te enseñe las artes de nuestra Comunidad —le explicó a Endegal—. En primer lugar tendrás que adaptarte a las costumbres de nuestro pueblo y respetar nuestras normas de convivencia. Por las historias que se contaron anoche, la opinión de nuestro Líder Natural es que eres un buen guerrero, por cómo te desenvolviste para llegar hasta aquí, y por cómo luchaste contra esos apestosos orcos aún yendo desarmado. Por ello él cree conveniente que te sometas a un adiestramiento para “pulir” tu capacidad de lucha y adaptarla a nuestro estilo. Quiere hacer de ti un verdadero vigilante del Bosque.
—Te aseguro que si me das una espada, no encontraré rival en esta Comunidad, Telgarien —fanfarroneó.
—Oh, claro que lo encontrarás, amigo, y no solamente a uno, sino a muchos buenos esgrimidores de la espada. No escasea la destreza con el acero y el arco en esta Comunidad precisamente. Pero aún así, no me refería a eso. Bueno —intentó explicarse mejor—, o no sólo a eso. Incluso los mejores espadachines y arqueros necesitan primero ser aleccionados y practicar para no perder su destreza después. Aunque más allá van nuestras artes que del simple manejo de las armas. Se trata de integrarse en la Naturaleza que nos rodea hasta ser uno con ella; leer el significado de la tierra, entender lo que el viento silba. Cuando consigas este cometido serás capaz de seguir rastros, huellas, olores, distinguirás los signos de las aves y otros animales, aprenderás estrategias de ataque y defensa, el lenguaje de los signos mudos, caminar en absoluto silencio sobre las hojas secas, hacer que tus pasos sean invisibles; incluso aprenderás nuestra lengua que ahora te sonará extraña. En definitiva, debes integrarte al máximo con el Entorno Natural del Bosque.

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A Endegal todo esto le pareció superficial, propio de los misticismos y rituales de una sociedad apartada del mundo durante tanto tiempo que en realidad empañaban el verdadero arte de la lucha; aquél arte que sólo se aprende a base de largas horas de entrenamiento con las armas adecuadas. Este pensamiento quedó reflejado en su semblante el suficiente tiempo como para que Telgarien lo advirtiera, así que el elfo añadió:

—Pero como veo que te crees invencible, te presentaré primero a Fëledar, nuestro Maestro de Armas.


§

El título de Maestro de Armas prometía. Por lo que había escuchado, el tal Fëledar estaba considerado como uno de los mejores espadachines de la Comunidad, por no decir el mejor, y saber aquello le impacientó. Con paso acelerado, fueron hasta sus dominios, los campos de adiestramiento que quedaban al oeste de la plaza central, muy cerca del jardín y del pozo. Allí había una pequeña cabaña donde se guardaban unas cuantas espadas y arcos. Un terreno despejado, aunque algo abrupto, en esos momentos servía a una veintena de elfos como zona de adiestramiento.

—Maestro Fëledar —dijo Telgarien dirigiéndose al elfo que parecía ser el instructor—. Nuestro amigo Endegal necesita una lección de humildad. ¿Serías tan amable? —le dijo con la mano apoyada en el hombro de Endegal.
Endegal recordaba haber visto a aquel elfo la noche anterior en la cena. No había hablado con él directamente, pero recordó que sí que mantenía conversaciones con el Líder Natural Ghalador, y que por eso él ya lo había clasificado entre los elfos más importantes de la Comunidad. El tal Fëledar lucía unos cabellos de color rubio platino, agrupados en multitud de manojos cuyas terminaciones siempre acababan en pequeñas trenzas.
Endegal observó que los elfos que allí se entrenaban tenían el cuerpo protegido con varias prendas de cuero endurecido, como brazaletes y corazas. Sin embargo, el Maestro de Armas carecía de protección alguna.
—Por supuesto —aceptó el Maestro de Armas—. Elige un arma muchacho —dijo señalando a toda una hilera de espadas.
—Me bastará con ésta —dijo Endegal mientras sopesaba la más larga que encontró.

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Todas las espadas que allí había eran de alta calidad a la vez que hermosas. Pero aquella le había embaucado desde el principio. Desde la empuñadura hasta la funda estaba decorada con grandes hojas de distintos árboles. Era muy diferente a las espadas que hasta ahora había visto o manejado, pues todas ellas eran de factura bastante simple, o a lo sumo decoradas con motivos agresivos: leones, halcones, dragones y similares. Sin embargo, la que tenía en sus manos, le inspiraba paz y armonía.
—Ponte esto, muchacho —le dijo mostrándole los petos y protecciones.
—Si tú no te lo pones, tampoco yo lo haré —repuso Endegal con orgullo.
—Ya veo a qué te referías, Telgarien —dijo el Maestro de Armas—. Muy bien, pues. ¡Atácame! —le incitó.
Endegal empezó con unos golpes lentos, para medir a su adversario. Pero el Maestro de Armas con un golpe contundente sobre la guarnición lo desarmó.
—¿A qué estás jugando? —le dijo—. Los niños de Bernarith’lea atacan mucho mejor que tú.
Endegal recogió la espada. Esta vez atacó con más energía. Los aceros entrechocaron hasta seis veces, y a la séptima, la espada de Endegal volvió a caer violentamente al suelo.
—Vamos, muchacho. Sé que puedes hacerlo mejor —le provocaba Fëledar.

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Esta vez no volvería a humillarle, pensó Endegal. Atacaría con todas sus fuerzas y no tendría el menor cuidado. Izquierda, derecha, abajo... muchas y distintas eran las direcciones y ángulos de ataque de Endegal, pero ninguna estocada dio en el blanco. Fëledar sólo se movía hacia delante y hacia atrás, pero no esquivaba los golpes, sino que desviaba con simples giros de muñeca cualquier estocada de Endegal. Enfurecido y cansado, el medio elfo se detuvo para reflexionar. ¿Por qué no podía penetrar sus defensas? ¿Cómo podía el Maestro de Armas hacerlo todo tan fácil? Se sintió aún más impotente que con el Capitán del Ejército de Tharlagord, pues lanzar su espada contra Fëledar era tan agotador como darle a un saco de arena, sólo que este saco no se rompería jamás. Levantó la vista y miró fijamente a su oponente. Sus ojos verdes brillaron como las aguas de un río bravo, pero no fue él quien atacó.

Fëledar levantó su arma y se dirigió hacia Endegal con ánimos de ser él quien atacara esta vez y así fue. El Maestro de Armas pasó al ataque. Corrió hacia él y cuando llegó a su altura, le lanzó una estocada de abajo hacia arriba mientras saltaba en ascenso. Endegal, sorprendido por el extraño ataque pero no desprevenido, interceptó la espada enemiga poniendo la suya casi en horizontal. Pero eso era precisamente lo que el Maestro de Armas esperaba. Para decepción del semielfo, la espada de Fëledar no se quedó inmovilizada contra la suya, sino que continuó deslizándose hacia arriba, pues aunque el salto del elfo estaba llegando a su punto más alto, éste guiaba su brazo hacia arriba. Mientras duraba el salto realizaba un giro en el aire y desplegaba ahora su espada liberada en horizontal, a la altura de la cabeza de Endegal, quien ya no tenía tiempo para reaccionar. La espada golpeó en la cara del joven y le hubiera destrozado la cabeza, de no ser porque Fëledar, con un control absoluto de la situación, había golpeado con la parte plana de la hoja.
Endegal cayó de espaldas contra el suelo. Se echó las manos a la cara y comprobó que le dolía más aún al tocarla.

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—Nadie me había derrotado antes con tanta facilidad —dijo resignado—. Has bloqueado todos mis ataques de forma humillante. Y en tu primer golpe me hubieras decapitado... —Miró a Telgarien y dijo—: Tenías razón, amigo. Mis anteriores comentarios fueron de una arrogancia sin igual. Os pido disculpas a ambos. —Volvió a dirigirse al Maestro de Armas—: Y me encantaría que me enseñaseis todo lo que me queda por aprender de vuestro arte, Maestro.

—Tu humildad nos halaga ahora, Endegal —dijo Telgarien—. Has reconocido tu derrota con honestidad. Mañana empezarás con el Maestro en el correcto uso de la espada y el arco, pero ahora he de llevarte al Bosque. Allí también hay muchas lecciones que aprender.
—Pero antes de ir, decidme. ¿Todos los guerreros elfos de Bernarith’lea manejan la espada así?
—No todos. Es más, puedo decirte, Endegal, que has luchado frente al mejor espadachín de la Comunidad —declaró Telgarien señalando hacia el Maestro de Armas.
—Pero tranquilo, muchacho —añadió Fëledar—. He estudiado tus movimientos y puedo asegurar que tienes madera de espadachín; has improvisado muy bien tus ataques y has ido alternando posiciones buscándome mi punto flaco, variando el ángulo de acción en varias ocasiones. Cierto es que mucho te queda aún por aprender, pero no tengo miedo a equivocarme si digo que aprenderás rápido, porque observo que tienes talento, muchacho. No dudo en que haré de ti todo un guerrero, porque veo en ti el coraje, la tenacidad y la humildad de Galendel —le explicó.

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Aquellas palabras le llenaron el alma como un torrente llenaría una tinaja. Su padre, realmente, había sido un gran guerrero, como le había dicho su madre y como él no había dejado de repetir a todos aquellos que habían osado ofenderle. Ya no quedaban dudas al respecto y se sintió enormemente orgulloso de su padre.
—Ahora ve con Telgarien. Él te enseñará otros asuntos de igual interés.
Endegal se dispuso a dejar la espada en la hilera de donde la había tomado prestada, pero Fëledar intervino antes.
—Es tuya, muchacho —le dijo el Maestro de Armas.
Endegal se sorprendió por aquel inmerecido regalo. En verdad era la espada más hermosa que había visto nunca.
—Gracias, pero tal vez yo no sea digno de ella —dijo agradecido, aunque algo apesadumbrado.
—De todos modos, tómala —insistió—. Ningún elfo de la Comunidad la ha usado más de una vez.
El semielfo hizo una mueca de extrañeza. ¿A que se debería aquello? ¿Estaría maldita aquella espada?
—No temas —le tranquilizó Telgarien, como si acabara de leerle el pensamiento—. Lo que ocurre es que nosotros preferimos usar espadas con la hoja algo más corta.
—Gracias de nuevo, Maestro —dijo con una reverencia y aceptando, esta vez sí, aquel regalo.
—Muchas gracias por tu tiempo, Maestro —se despidió finalmente Telgarien. Cogió a Endegal por el hombro mientras salían hacia la espesura del bosque.

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§

Telgarien le explicó que todos los elfos pasaban desde pequeños por Fëledar, incluso las mujeres. Algunos acababan pronto sus enseñanzas, para dedicarse a otras tareas: cazar, curtir pieles, cuidar y limpiar su parte de bosque, cultivar los campos, etc., mientras que otros continuaban ejercitándose para perfeccionar su técnica. Sin embargo, la vida en el bosque, sus peligros y maravillas, eran enseñanzas impartidas por los propios padres y hermanos a los niños elfos desde bien pequeños, enseñanzas que eran casi triviales puesto que eran inherentes al comportamiento general de la Comunidad. Por eso, Telgarien le dijo que se encontraba un tanto extraño enseñándole aquellas cosas a un adulto. Y Endegal se vio de repente como un niño retrasado, como tanto los había en su propia aldea natal, que no sabían leer ni escribir a causa de los preparativos de la guerra.

—Hoy empezaremos con la distinción de algunas huellas de animales del Bosque y sus hábitos más comunes —le dijo el elfo.
—¿Realmente crees que es importante empezar por esto? —inquirió Endegal indignado. La experiencia con el Maestro de Armas le había demostrado que tenía aún mucho por aprender en el arte de la espada, y eso le daba ansiedad, unas ganas tremendas de entrar en acción. Tenía memorizado el movimiento con el que Fëledar le había derrotado, y ansiaba ponerlo él en práctica—. ¿Y si me salto esta lección?
—Todas las lecciones son importantes, amigo mío. ¡Ninguna más que otra! —le explicó el elfo—. Porque cualquiera de ellas puede salvarte la vida. Incluso ésta.
—¿Te refieres a que podré evitar ser comido por un lobo? —le preguntó airado—. Pues enséñame cómo actúa el lobo, y también el oso, si así lo prefieres. Pero no creo que el resto de criaturas sean un peligro para mí.

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Telgarien esbozó una sonrisa de desánimo. Ese razonamiento no lo hubiera hecho ni el niño elfo más rebelde. Realmente la media parte humana de Endegal había aflorado a la superficie. Los humanos, que no gozaban de una vida tan larga como la de los elfos, parecían siempre querer vivir con mucha intensidad. Sólo querían aprender lo mínimo, y rápidamente a ser posible, de la vida y la Naturaleza para resolver cuestiones muy concretas, olvidándose por completo de la esencia de las cosas. Ellos, los humanos, no entendían que lo importante no eran los objetivos y satisfacciones a corto plazo, sino que el conocimiento del entorno hacían del individuo un ser más feliz, a la vez que le hacían una herramienta más eficaz para todo, incluso para la lucha. Era indudable que los humanos se guiaban más por sentimientos egoístas y placeres materiales. De este modo, era imposible que un humano se integrara totalmente con la Naturaleza. Entonces, ¿sería posible que medio humano lo consiguiera?

—Así como todas las lecciones son importantes, todos los contenidos de cada lección son igualmente importantes —le dijo esperando un ápice de comprensión.

Pero no fue comprensión lo que reflejó el rostro de Endegal y Telgarien optó por explicárselo con ejemplos mucho más gráficos. Realmente al semielfo estos conceptos le resultaban muy abstractos y extraños.
—Si encuentras un rastro de cualquier animal fuera de su territorio, o lo encuentras haciendo algo inusual, puede significar que hay un peligro cerca. Y lo mejor de todo, es que puedes saber de qué peligro se trata y dónde se encuentra. Si observas que ese peligro asusta sólo a pequeños ratones o serpientes, puede ser indicativo de que se trate de algún depredador natural, un ave rapaz, por ejemplo. Si el asustado es un antílope, puede ser algo más serio, pero puede seguir siendo un depredador natural. —Telgarien hizo un alto en sus ejemplos para observar si el rostro de Endegal reflejaba incredulidad o si, por el contrario, estaba siguiendo el hilo de sus explicaciones—. En ambos casos —continuó al ver a Endegal mínimamente interesado—, puede que sólo signifique un peligro particular para ese animal en concreto, en cuyo caso deberíamos buscar los indicios que nos reforzaran tal teoría.
—Intentas decirme que según el tamaño de las bestias que huyan, puede indicar que hay orcos en la dirección opuesta a la de las huellas de estos animales —razonó Endegal.
—Bueno, podría ser un ejemplo —dijo Telgarien con cierto aire de resignación—. Pero si las bestias que huyen son únicamente terrestres, seguramente la amenaza es terrestre. No sé si me sigues...
—Como los orcos o los lobos —aventuró Endegal.
—Exacto. Pero, ¿y si los que huyen son osos, lobos, o incluso los propios orcos?
—¿Qué horrible ser podría provocar una amenaza tan brutal? —preguntó Endegal.
—Podrían ser muchas cosas, de las cuales ya me encargaré de que las aprendas, amigo Endegal, pero para que la duda no te atormente, te diré que un incendio sería una posibilidad. Una horrible posibilidad, aunque pueden haber otras.
—Es verdad —cayó en la cuenta.
—Imagínate la inmensidad de conclusiones que se pueden sacar, incluso, del vuelo anormal de un gorrión.
—La verdad es que no me imagino ninguna —se sinceró el medio elfo.
—Una posible tormenta, un vendaval, la presencia de un halcón... Pero, no te preocupes, que tendremos tiempo para que aprendas todo esto con calma. La Naturaleza está constantemente hablándonos de lo que sucede a nuestro alrededor, Endegal. Cuando entiendas esto, serás uno con el Bosque.
Endegal asintió, y puso mucho interés en las lecciones de su primer día. Cazaron un par de conejos usando trampas y el arco. Uno de ellos les sirvió de comida campestre. Por la tarde continuaron su instructivo paseo hasta el anochecer.

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Al volver, el Señor de la Comunidad, les comunicó que el nuevo aldabar para Endegal estaba ya prácticamente terminada; casi toda la Comunidad se había volcado en su construcción. De todo esto él no había sabido nada hasta entonces y dio las gracias a la Comunidad por aquel acto de amistad colectiva. ¡Cuán diferente era este mundo del mundo de donde él provenía! Estar allí dentro le aislaba del exterior y de sus problemas. Era como si su vida pasada no fuera más que un lejano recuerdo; un recuerdo de los que nunca se llega a saber a ciencia cierta si llegó a ocurrir en realidad o si formara parte de algún sueño.


§

Pasaron los días y las estaciones, y Endegal iba aprendiendo con suma rapidez todas las enseñanzas que tanto Telgarien como Fëledar le impartían. Participaba activamente en los puestos de vigilancia que implantaban los elfos en buena parte del Bosque, anulando las posibles incursiones de orcos, sobre todo en las sendas principales que se dirigían hacia Peña Solitaria. Sus dotes de vigilante eran ya extraordinarias, sus pasos tan livianos que difícilmente dejaban marca sobre el suelo si él no lo deseaba, y su destreza con el arco y espada era tal que podía rivalizar incluso con el propio Maestro de Armas, y muchos eran los orcos que caían bajo su acero. Pero no sólo sufrieron una transformación los hábitos y habilidades del semielfo, pues su aspecto cambió bastante desde el día en que llegó por primera vez a Ber’lea; ahora vestía ropajes élficos y había dejado crecer su cabello todavía más, y ahora lo lucía largo y liso. Si el color de éste hubiese sido platino o dorado en vez de azabache, Endegal hubiera pasado por un auténtico elfo. Por todo esto, y por su forma de ser, siempre agradecido y contento con aquellos que le acogieron, los elfos llegaron a integrarlo completamente hasta respetarle y amarle como si hubiera nacido en la propia Comunidad de Bernarith’lea.

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Pero a pesar del buen ambiente que allí se respiraba, Endegal notó que no hacía progresos con Alderinel, el cual casi siempre le hablaba de mala gana y le ponía trabas para todo. Y los lazos de amistad tampoco cuajaron frente aquel elfo que apodaban “el Solitario”. Éste no cruzaba palabra con casi nadie y cuando lo hacía, era en ocasiones esporádicas. Sólo por esto Endegal no se lo tomó como si Algoren’thel tuviera algo en contra de su persona, sino que más bien parecía tratarse de un problema de sociabilidad del propio elfo.

Sin embargo, Endegal encontró en Elareth, la prima hermana del Líder Espiritual, una persona en quien confiar sus dudas, alegrías y temores. La elfo le preguntaba mucho por su madre y además le hablaba de su padre: de su aspecto, personalidad, y coraje. Le decía que había admirado a su padre, porque Galendel había sido capaz de salir del Bosque del Sol en busca de su amor, aún a sabiendas de que el desobedecer las órdenes del Líder Natural le iba a acarrear problemas serios de convivencia en la propia Comunidad. Le informó también con mucho pesar que ciertos elfos, incluido el propio Ghalador, le reprocharon continuamente aquella actitud, diciendo que estaba poniendo en peligro a toda Ber’lea. Y si incómoda fue la convivencia en la Comunidad para Galendel, más peligro corría en aquellas visitas que hacía a Peña Solitaria para reencontrarse con Darlya.

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§

Cierto día, antes del alba, cuando toda la Comunidad dormía, Endegal salió de su aldabar. Había pasado bastante tiempo desde que dejó Peña Solitaria, aunque el tiempo, allí en Ber’lea, parecía no pasar nunca. Se estaba tan feliz allí dentro que los días y las semanas se iban sucediendo casi sin ser percibidas, y más todavía para Endegal, que siempre aprendía cosas nuevas con cada día que pasaba y nunca estuvo ocioso. Pero aún así, aquella mañana notó que había transcurrido demasiado tiempo, y sentía mucha añoranza por su madre. Tenía ganas de volver a verla y decirle que todo le había ido bien. Le pediría que huyera de la aldea y se fuera con él a Bernarith’lea para olvidar así las historias de guerras entre reinos que a ninguno de ellos dos les interesaba. Pensó en una vida llena de paz dentro de la inmensidad de ese bosque, aislados del mundo exterior que tan lleno estaba de odio y traición. Aunque con pesar, también recordó las últimas palabras que oyó de su madre: no sería bien recibida en el bosque. Y ciertamente entendió que tenía mucha razón; sólo tenía que ver el continuo recelo de los elfos a ser descubiertos, o ver la cara de Alderinel cada vez que le oía hablar de Darlya.

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Caminaba con el paso bastante ligero, pues tan sólo quería asomarse a los límites del bosque y vislumbrar los campos, y ver a lo lejos su villa natal. Necesitaba hacerlo. A él no le permitían estar en el puesto de vigilancia cerca de la empalizada que servía de frontera, y empezaba a entender por qué.
Por eso iba hacia allí en secreto.

Al cabo de un buen rato, de eludir con astucia todos los puestos de vigilancia del camino, acercándose al límite, empezó a buscar a elfos apostados cerca de la empalizada. Habría casi con toda seguridad dos, uno a cada lado del camino, así que salió de él y empezó a avanzar con sumo cuidado. Si lo encontraban allí, lo echarían todo a perder: ellos no lo entenderían.
El bosque empezó a despertarse y el, hasta entonces, oscuro cielo amanecía teñido de azul. Había llegado a tiempo. Los sonidos de los animales amortiguaría el poco ruido que generaban sus pasos. Vislumbró primero un puesto de vigilancia y poco más tarde el otro. Reconoció a los dos vigilantes: Eärmedil y Arakel. Así que los rodeó con las debidas precauciones y, sabiendo de sus costumbres, escapó de su radio de visión.

De pronto, un ruido lejano le sobresaltó. Miró, pero no vio nada extraño. Se acercó a la empalizada en un punto donde no podía ser visto por sus compañeros y se asomó. Efectivamente, vio los campos, pero estaban destrozados en su mayoría, y a lo lejos, vio la Gran Empalizada, con muchas de sus atalayas destrozadas y con gente reparándolas. También el poblado parecía tener ciertos desperfectos. La vigilancia en los lindes del Bosque del Sol había aumentado claramente desde la última vez que Endegal pasó por allí. Todas estas visiones eran claras: se había desatado la tan temida guerra entre Tharler y Fedenord, y Peña Solitaria estaba sufriendo su condición de territorio fronterizo. Una ola de temor e inquietud recorrió su cuerpo y sintió ganas de saltar la empalizada y correr hacia allí. Sí, le prometió a su madre que un día volvería y la rescataría, y entendió que ese día había llegado. Sería difícil alcanzar Peña Solitaria sin ser visto, pero eso a él no le preocupaba lo más mínimo. Le cegaba la idea de que su madre podría necesitar ayuda.
Hizo el intento de atravesar la empalizada, cuando alguien tiró de él hacia atrás y le hizo caer. Cayó con las piernas flexionadas, dio una voltereta hacia atrás y se quedó medio arrodillado con la espada en alto en una postura defensiva, pero listo para atacar si era necesario.
Cuando alzó la vista vio que enfrente de él estaba el siempre solitario Algoren’thel, con su acostumbrado cayado de roble en las manos.
—Lo siento, Endegal —le dijo—, pero no puedes salir del Bosque, ya lo sabes.
—¿De dónde has salido? —le preguntó sorprendido—. No estabas destinado en estos puestos de vigilancia.
—Te llevo siguiendo desde Bernarith’lea. Me pareció muy extraña tu salida repentina de la Comunidad —le explicó—. Debes regresar a Bernarith’lea de inmediato.
—Debo ir a Peña Solitaria, mi madre puede estar en peligro.
—Ni lo sueñes. No atravesarás esta empalizada. Es demasiado arriesgado para nuestra Comunidad.

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El murmullo de sus voces alertó enseguida a los vigilantes de los árboles, los cuales se aproximaron para ver qué sucedía allí. Algoren’thel les hizo unas señas que les indicaron que todo estaba bajo control y los vigilantes permanecieron al margen, pero expectantes.
Endegal hizo un amago e intentó esquivar a Algoren’thel, pero recibió el impacto de su duro bastón en el estómago. Se repuso en el acto y alzó su espada.
—No me obligues a hacerte daño —le amenazó—. Tengo que salir ahora. Mi madre está en peligro y me necesita, ya te lo he dicho. —Sus brillantes ojos verdes quedaron fuertemente contrastados por el gesto ceñudo.
—Tienes que volver ahora mismo a Bernarith’lea —dijo Algoren’thel con su habitual e inexpresivo rostro.
—¡Déjame pasar! No quisiera astillar tu precioso bastón —dijo el medio elfo levantando su espada apuntando al cayado del Solitario.
—No creo que puedas —le tentó aquél, y le mostró desafiante la punta de su cayado, tocándole la espada, incitándole a que probara de atacarlo.

Endegal atacó con la espada para hacer retroceder a su adversario y que así le dejara el camino libre. Pero Algoren’thel, lejos de amilanarse ante los ataques de Endegal no retrocedió ni un paso, y le bloqueó perfectamente todos los golpes. El elfo contraatacó con diversos golpes y giros de su cayado, que Endegal supo desviar con su espada no sin cierta dificultad. El semielfo quedó impresionado, pues sabía que tenía ya pocos rivales en el manejo de la espada en el ámbito de la Comunidad. Sin embargo, Algoren’thel “el Solitario” le estaba plantando cara y de qué manera. Lo que más le sorprendió de todo es que nunca le había visto luchar. Incluso llegó a pensar que su bastón lo usaba únicamente para apoyarse y que limpiarlo era su única aspiración en la vida. Nunca había visto a Algoren’thel en actitud ofensiva. Y era realmente bueno.
Muy bueno.

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Los otros elfos, Eärmedil y Arakel, contemplaban el combate entre sorprendidos y risueños. Risueños porque sabían de la habilidad oculta de Algoren’thel y que Endegal todavía desconocía, y sorprendidos porque el combate era de lo más espectacular. Llegaban momentos en que ambos contrincantes se perdían dentro de una nube de golpes donde las armas parecían duplicarse.

Endegal, por su parte, notaba algo extraño en aquel bastón. No parecía que su espada se hincara en él como sería de esperar; era como golpear contra la dura piedra. Incluso algunas chispas saltaron en un par de ocasiones.
Endegal realizó un par de ataques y fintas para abrir las defensas de Algoren’thel y deslizó rápidamente su espada en arco descendente hacia la cabeza de su rival. Algoren’thel se vio sorprendido y, ante la falta de tiempo que tenía para bloquear o esquivar el golpe, se agachó, con una rodilla en el suelo para aumentar el recorrido de la espada al caer. Logró colocar su bastón en horizontal para protegerse en el último instante. Endegal quedó atónito al ver como su espada chocó con gran violencia sobre el punto medio del bastón, y de nuevo unas chispas saltaron en el punto de colisión. El impacto sonó enérgico, pero sin romper, ni siquiera astillar aquel bastón de roble. ¿Cómo era posible? ¿Estaba golpeando contra una piedra? De haber sido una madera normal, el tremendo golpe hubiera partido el bastón en dos pedazos. En su instante de duda, Algoren’thel le propinó un golpe doble a sus rodillas y luego otro con la punta del bastón sobre su estómago. El bastonazo final fue de arriba abajo sobre el ligamento del trapecio, en la base del cuello.

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En aquel momento Endegal notó que le flojeaban las piernas y perdía el sentido. Mientras caía en una profunda oscuridad, aún oyó una voz del mundo físico que iba desvaneciéndose entre las brumas de la pesadez de sus párpados:

—Apúntate otra lección, medio humano. No vaciles nunca delante de tu enemigo. No dejes que nada de lo que haga o tenga tu adversario distraiga tu concentración. Si vacilas igual que ahora delante de cualquier objeto mágico que te encuentres a lo largo de tu vida, entonces, uno de esos momentos de sorpresa te costará la vida... Puedes estar seguro de ello, cabellos oscuros.

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“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal