Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

17
Wunreg

La oscuridad envolvía las calles de Vúldenhard. Únicamente la luz de algunos fanales se difuminaba sobre una tenue neblina que templaba la noche. A pesar del intenso frío, el ambiente estaba cargado de corrupción, especialmente en las calles menos transitadas de la ciudad amurallada. Unos pasos livianos pero rápidos corrían sobre el empedrado húmedo y algo embarrado. Eran los pasos desnudos de un mediano, una raza poco común en estas regiones ahora en guerra.

Dedos había pertenecido a una de esas comunidades de medianos que suelen habitar en grandes agujeros excavados en las laderas, pero perfectamente acondicionadas para el saber vivir de esta pequeña raza. Los medianos eran gente sencilla y tranquila, que no gustaban de las grandes posesiones o riquezas. Su mayor placer era trabajar sus tierras, alimentar a su familia y contar cuentos reunidos alrededor de una chimenea. Además de ser buenos narradores de historias, uno de sus mayores deleites era disfrutar del placer de una buena comida; se podría decir que eran gente muy sibarita. Era un estilo de vida sin ambiciones, un estilo de vida que muchos hubieran querido para sí, pero Déroter Dostak —que era el verdadero nombre de Dedos— no era uno de ellos. Él siempre había sido un ser ambicioso y competitivo. Quería ser el mejor en todo; no tenía la mentalidad propia de los de su clase, y lo había demostrado en multitud de ocasiones. De hecho era intrépido, y muy hábil y rápido incluso para ser un mediano.

17. Wunreg

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En el Valle del Ancres, su tierra natal, sus vecinos no veían con buenos ojos su individualismo, su afán de protagonismo y de poder. Para salir de la tediosa rutina que era para él la vida en el Valle, intentaba a menudo mediante mentiras o medias verdades enfrentar a varios de sus vecinos en reyertas y disputas varias. Era lo único que le había divertido en aquella época de su vida, pero estas circunstancias no duraron demasiado. Los habitantes del Valle del Ancres fueron conociendo la mente retorcida de Déroter, y fueron atando cabos para determinar que, efectivamente, él era siempre el originario de casi todas las discusiones, por lo que acabaron haciendo caso omiso a sus palabras, tomándole siempre por mentiroso y estafador.

Así que decidió marcharse lejos, muy lejos de allí, en busca de aventuras. En su largo viaje, vio la magnificencia de las ciudades humanas y quedó fascinado. Sobre todo de Vúldenhard. Allí sus dotes de confabulador le pusieron en más de un serio apuro, pues los humanos no son tan blandos como los medianos. Pero al mismo tiempo le dieron la oportunidad de ascender en la escala de aquella “sociedad” que regía las oscuras calles. En realidad, no tenía ningún subordinado a sus órdenes, pero él sabía elegir y ganarse las amistades e iba entretejiendo su propia red de influencias, hasta tal punto, que él mismo se consideraba la persona más importante de la ciudad, porque nada sucedía allí sin que él se enterase. Y él sabía muy bien el poder que tenía el hecho de poseer cierta información. Incluso con alguna de sus estratagemas, conseguía desencadenar tales acontecimientos en Vúldenhard que ni siquiera los jefes más importantes de las calles podrían soñar en realizar. Sí, bien pensado, los humanos eran más avispados que los adormilados medianos, pero por su afán de poder eran mucho más “manejables”.

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Allí, en Vúldenhard, se especializó en un arte insólito para sus hermanos, los habitantes del Valle del Ancres: el hurto y la pillería. Se había ganado con creces el mote de “Dedos”, pues ninguna cerradura se le resistía, y se rumoreaba que sus habilidades llegaban a tal extremo que incluso era capaz de quitarle una muela a alguien sin que éste se enterase. Era también de conocimiento general en todo Vúldenhard del supuesto y gracioso origen de su mote, cuando intentó una vez sustraerle la bolsa de monedas al mismísimo Wunreg, también conocido como El Sanguinario.

Se comentaba que cuando fue descubierto por este atlético y despiadado humano, jefe de varias calles importantes de Vúldenhard, al mediano se le heló la sangre. El gigantesco humano, cogiéndolo por la solapa con una mano y levantándolo hasta una altura de un metro noventa y cinco —que era la estatura del Sanguinario—, le gritó a la cara: “¡Métete tus sucios dedos en tu bajo y feo trasero!”, y luego se echó a reír con sonoras carcajadas. Nadie sabe aún por qué le perdonó la vida, aunque se podría decir que Wunreg también tenía buen ojo para los negocios, y sin duda, la posterior alianza con aquel influyente mediano le fue de mucha utilidad. La coincidencia del mote con el nombre real de Déroter Dostak, hizo que desde entonces todos le llamaran por Dedos, y a él no le disgustaba, pues era un nombre que le iba al pelo.

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Sin duda Wunreg era la mejor alianza que el mediano había hecho nunca. Aquella vez le hubo perdonado la vida, y ahora se dirigía a verlo. El asunto era de suma importancia.
Llegó a un oscuro callejón, donde la luz de los fanales no llegaba siquiera a asomarse por las esquinas; sólo la luna era capaz de desgarrar su luz entre aquellas tinieblas.

—¡Alto ahí! —le gritó una voz desde las sombras.
—Soy Dedos, Guran. Tengo que ver a Wunreg. Llevo noticias importantes —expuso el mediano.
—¿Qué noticias? —preguntó el vigilante—. Yo le transmitiré tu mensaje, Dedos.
—De eso nada. Yo mismo se lo diré al Sanguinario. Nada de esto te incumbe —le dijo, y fue derecho al final del callejón. Guran lo miró mientras pasaba por su lado, y le cogió por el hombro deteniendo su avance.
—¿Adónde crees que vas? —le dijo—. Si tan importantes son tus noticias como para molestar a Wunreg sin cita previa, creo que mi consentimiento de dejarte pasar se merece un “donativo” —dijo sonriendo.

El misterioso centinela tenía una mano escondida dentro de su manto. Con la otra, echó hacia atrás una parte del mismo. Lo suficiente como para que la hoja de una gran navaja reluciera amenazadora ante los ojos del mediano.

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—Está bien —accedió el mediano. Metió la mano en su bolsa y sacó tres monedas de cobre—. Toma esto y déjame en paz.
—Hey, de acuerdo, será suficiente —aceptó Guran—. Wunreg está allí al fondo —le informó, aunque el mediano sabía de sobras la burda información.

Guran tomó las monedas y las alzó en alto, intentando buscar algún reflejo lunar que las identificara. Dio después un mordisco y cuando estuvo satisfecho con la autenticidad de las monedas, echó mano de su bolsa para guardarlas. Tanteó su cinturón y no la encontró. ¿Dónde demonios la había dejado? Giró la cabeza en busca de Dedos, pero éste ya había desaparecido en la oscuridad del callejón.

Dedos abrió aquella bolsa, miró su nueva adquisición y pensó que había ganado con el cambio: cinco monedas de plata, nueve de cobre y un amuleto de Vanhetta, la Diosa de las Riquezas, a cambio de tres monedas de cobre. Estúpido Guran.

Al fondo y a la izquierda, en un bajo con vistas al río, estaban reunidas tres figuras en la penumbra. Dedos se acercó a ellos, pero no demasiado. Sabía que sus silenciosos pasos podrían no ser oídos hasta última hora, y podrían ser interpretados como una intrusión o un ataque. Por eso, a una distancia prudencial, se detuvo y habló en alto.

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—Wunreg, soy Dedos —dijo—. Tengo noticias importantes.
Una de las figuras se levantó y se dio media vuelta. Su metro noventa y cinco de estatura se acercó al mediano, en claro contraste de envergadura. Su complexión era fornida y musculosa. En su cara tenía dos cicatrices, una en la mejilla derecha y otra en la ceja izquierda, que quedaba partida en dos. Su abundante pelo era negro y descuidado y lucía una barba densa pero corta, típica de unos siete días sin ser rasurada.
—¿Qué te trae por aquí, Dedos? Sabes que no me gustan las visitas inoportunas —observó acariciando el arma que solía tener siempre colgada del cuello. Al cambiar ligeramente el ángulo, ésta emitió un destello producido por su afilada y temible hoja. Desgarradora era su nombre. Se componía de una bola de hierro del tamaño de casi dos puños en un extremo, y de una larga cadena que unía la bola con el otro. Al final de la cadena, forjado en acero, se podía apreciar una especie de garrote con una hoja afilada a modo de pequeña guadaña.

Era un arma única forjada para el propio Wunreg. Hacía tiempo, un herrero de Vúldenhard le debía un favor al Sanguinario, y diseñó aquella arma siguiendo las directrices de su peligroso cliente. El arma tenía múltiples usos. Por una parte, Wunreg podía coger el arma por el extremo de la hoja y usarla para realizar círculos con la esfera de hierro y aplastar así los huesos de sus enemigos. Por la otra, podía usar la hoja afilada para incrustarla o rajar a sus adversarios. Pero si por algo eran temidos Wunreg y su arma, era por la conocida afición del Sanguinario de incrustar la hoja bajo el esternón de sus víctimas, todavía en vida, y arrastrarlos por el suelo hasta un árbol o una viga y dejarlas suspendidas en el aire con Desgarradora bien clavada, quitándoles la vida poco a poco.

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—Es algo muy importante —dijo el mediano mirando con cierto recelo a los otros dos acompañantes que proseguían sentados y a la escucha, y a los que no supo reconocer en primera instancia.
—Oh, vamos, Dedos, son de confianza. Puedes largarme lo que tengas que decirme... —dijo el Sanguinario.
—Está bien —accedió el mediano con un suspiro—. Hay carne fresca en la ciudad. Un tal Algoren’thel. Un extraño hombre de pelos largos y amarillos. Inconfundible. Dice venir del otro lado de la Sierpe Helada. Pero eso no es lo más importante. Ha pagado con pepitas de oro... —la entonación de Dedos era de misterio, como si estuviese contando un cuento de miedo a un grupo de niños.

Wunreg cogió al mediano y lo levantó hasta su altura y lo miró con los ojos desorbitados.

—¿Oro? ¿Me estás tomando el pelo? —le dijo.
—No, no... Nada de eso... —se apresuró a decir Dedos—. Sacó una pepita de oro y con ella le pagó a Grooney. ¡Te lo juro! ¡Y lo más extraño es que va desarmado! Imagínate: rico, viene desde el otro lado de la Sierpe y desarmado. Aquí hay algo que no encaja.
—¿Y vienes a mí y me lo cuentas? Me extraña que tú no lo hayas desplumado ya. ¿Por qué recurres a mí? —preguntó el enorme humano.
—Por dos razones —alegó—. En primer lugar, ya he intentado robarle su bolsa, pero esa cuenta cuentos... Avanney, se interpuso y me delató.
—Lo sabía. —Wunreg dejó al mediano nuevamente en el suelo y echó un par de carcajadas—. Sabía que no podrías resistirte a semejante tentación. Así que la bardo te puso en tu sitio...
—Ahora ya está prevenido y no puedo volver a actuar. Había pensado en adentrarme en su habitación esta noche y desplumarlo como a una gallina. Pero creo que será mejor que te encargues tú mismo, porque así podrás forzarle a hablar y que te diga de dónde ha sacado semejante fortuna.

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El enorme hombretón paseó la parte cortante de Desgarradora por su corta, aunque poblada barba, rascándose peligrosamente desde la garganta hasta el mentón.

—Déjame pensar... —dijo—. ¿Sabes si tiene pensado quedarse en Vúldenhard mucho tiempo o si está de paso?
—No tengo ni idea. No ha soltado mucho desde su entrada a la posada.
—Entonces tenemos que actuar ahora mismo. No podemos arriesgarnos a que se marche mañana. De día somos vulnerables a los soldados de Fedengard, así que resolveremos este asunto esta misma noche. Iré yo en persona, y tú me acompañarás...


§

Grooney había ya despachado a la clientela, bien a sus habitaciones, bien a sus casas, y estaba fregando el enfangado entarimado. Sacó la pepita de oro de su bolsillo y admirándola esbozó una ancha sonrisa y la besó. Volvió a guardarla y prosiguió fregando mientras entonaba una alegre canción; había sido un buen día para él. Muy pocos eran los que podían decir en aquellos tiempos que tenían en su posesión una pepita de oro. Su mente estaba puesta en la fortuna que había tenido al toparse con aquél extraño hombre de pelos dorados.

De pronto, unos golpecitos en la puerta llamaron su atención. Se aproximó a la entrada y corrió el listón que servía de mirilla. Tuvo que bajar la vista para ver al bajito individuo.

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—¡Dedos! ¿Qué demonios haces aquí a estas horas? —preguntó Grooney.
—Es importante, posadero. Me he dejado algo ahí dentro, y lo necesito esta noche —fue la respuesta.
—Está cerrado. Lo siento. Vuelve mañana —y cerró el visor, dejando el asunto zanjado. Se alejó de la puerta y siguió con su tarea un poco más al fondo del salón.

De pronto, unos sonidos provenientes de la puerta le indicaron que alguien —Dedos, por supuesto— estaba forzando la cerradura.

—¡Maldito tapón! ¡Esta vez te la has ganado! —exclamó. Se arremangó la camisa y se dirigió de nuevo hacia la puerta.

Ante su sorpresa, la puerta se abrió justo antes de llegar él. Entraron tres personas bien conocidas en todo Vúldenhard: Dedos, Wunreg el Sanguinario y Loran, uno de sus esbirros. Éste último consiguió colocarse a sus espaldas y le puso una enorme daga en el cuello.

—¿Qué habitación tiene ese melena rubia? —le amenazó.
—Ocho... —dijo el posadero asustado, pero más pendiente de la pepita de oro que aún mantenía en su bolsillo que de su propia garganta.

Wunreg y Dedos subieron por las escaleras mientras que Loran se quedó inmovilizando al posadero. Llegaron frente a la puerta número ocho. Dedos sacó sus ganzúas y abrió la puerta con suma facilidad. El ruido de la cerradura y el chirrido de la puerta al abrirse, alarmaron a Algoren’thel, que no había conseguido aún pegar ojo. El elfo se levantó como un rayo y agarró a Galanturil, poniéndose a la defensiva; sólo después vio la silueta del mediano acompañada de un enorme y robusto compañero cuyas intenciones no se aventuraban nada buenas.

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El elfo se dio cuenta de la luz que entraba por la ventana, detrás de él. Era poca, pero suficiente para que los intrusos pudieran ver su silueta recortada sobre la ventana y quiso aprovechar esto en su favor. Se colocó a un lado de la ventana, dónde no podían verle. La poca luz que entraba por ella era suficiente para que su visión élfica los viera con todo lujo de detalles. Sin embargo, a los intrusos les costaría mucho verle en la oscuridad, porque la luz de la ventana no dejaba adaptar sus pupilas a la negrura del rincón donde él estaba.

Hubo unos instantes de tenso silencioso. Luego, Algoren’thel habló:

—¿Qué queréis de mí? —preguntó.
—De momento tu oro —dijo Wunreg—. Si te resistes, tu cabeza.
—¡Entonces lamento deciros que no tendréis ni lo uno ni lo otro! —les provocó el elfo.
—¡Me parece que vas a probar a Desgarradora! —gritó el gigante.

Wunreg se abalanzó hacia el oscuro rincón, pues sabía que su oponente no tenía escapatoria. Percibió una sombra moverse, pero en seguida sintió un duro golpe en el rostro, que le hizo tambalearse.

—¡Mierda! —exclamó furioso—. ¡Te voy a machacar, enano!

El golpe del elfo no surtió el efecto esperado, pues Wunreg era un humano muy grande y resistente, y Algoren’thel había golpeado más en modo defensivo que con la intención real de tumbar a su atacante. El enorme humano cogió su propia arma por la cadena y lanzó la bola hacia el elfo, aunque por suerte éste interpuso a Galanturil y el extremo esférico se enrolló alrededor del bastón. Con la otra mano, Wunreg tenía amarrada la parte cortante de Desgarradora y atacando con ella consiguió rasgarle una pierna a Algoren’thel. El elfo liberó a Galanturil de la cadena y se apartó al otro lado de la habitación.

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Wunreg lanzó la bola, la cual no encontró su destino, sino que fue a estrellarse contra la ventana, haciendo añicos los cristales y los travesaños.

La habitación era muy pequeña, por lo que el corpulento Wunreg tenía una enorme ventaja sobre el elfo en un combate cuerpo a cuerpo, así que Algoren’thel se asomó por la ventana, y al comprobar que la altura era la habitual en una primera planta, se tiró.

Cayó de cuclillas y rodó por el suelo varias veces. Se detuvo. El salto había sido demasiado alto, y el empedrado de la calle mucho más duro que la tierra del Bosque que estaba acostumbrado a pisar. No se había roto nada, pero sentía el tobillo y el hombro derechos algo doloridos por la caída. Observó la ventana por la que se había tirado. Desde arriba, se asomaban Wunreg y Dedos; el primero dio media vuelta corriendo para bajar lo más rápido posible por las escaleras.
En ese momento, Algoren’thel podría haber huido. Este pensamiento, que pasó por la cabeza del elfo, sólo le hizo dudar una mínima fracción de tiempo. No se amilanaría por nadie. Creyó firmemente que podría vencerle, así que le esperó allí abajo.

Wunreg apareció por la puerta de la posada. Al ver que el elfo le estaba esperando, sorprendido a la vez que satisfecho, dejó de correr. Era la primera vez en muchísimo tiempo que alguien se enfrentaba a él por orgullo propio. Cualquier soldado o guerrero hubiera huido si hubiera sabido quién era su adversario. Por ello, el jefe de bandas conocido como el Sanguinario, pensó que, o se trataba de un iluso, o de un magnífico guerrero. Sintió entonces una ráfaga de temor corta pero intensa al ver que podría muy bien ser lo segundo, pues Algoren’thel le estaba esperando, en posición aparentemente relajada, sólo con un bastón en la mano.
Y sin embargo la sensación de seguridad que se desprendía de la figura del elfo era como mínimo inquietante.

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—Eres un temerario, extranjero —le dijo con aire amenazador y balanceando suavemente la bola de fundición—. Deberías de haber corrido con todas tus energías, aunque siento decirte que hubiera sido inútil. Tengo a mi gente en todos los lugares de esta ciudad, y están todos alertados. Te hubieran cazado antes de que doblaras dos esquinas. —Luego sonrió y continuó—: Está bien, así será mejor, acabaremos este asunto lo antes posible.
—Acabemos, pues... —dijo el elfo con suma tranquilidad.

Por la puerta de la posada se asomaron Loran y el posadero con la daga del asesino todavía en su cuello. Dedos pronto pasó delante de ellos. Ninguno de los tres quería perderse el espectáculo. Wunreg describía círculos con el extremo afilado cada vez más deprisa, haciendo que la hoja emitiera violentos silbidos al cortar el aire. El corpulento hombre dio un par de pasos rápidos al frente lanzando la hoja mortal sobre Algoren’thel. El elfo dio un paso atrás y puso el bastón en vertical. La hoja se enrolló vuelta y media y quedó fijada al cayado. Wunreg dio un tirón a la cadena y Algoren’thel, sorprendido de nuevo por la fuerza de aquel humano, fue arrastrado por los aires. El codo de Wunreg fue descargado con violencia sobre el rostro del elfo, pero éste, lejos de soltar a Galanturil, asestó una patada en el bajo vientre del fornido humano, y durante ese segundo de distracción, liberó el cayado de la cadena y retrocedió unos pasos atrás.

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Estudió de nuevo al humano. Comprendió que le doblaba en fuerza y que si quería abatirlo debía asestar sus golpes con mucha más energía de la habitual. Se limpió la sangre que le manaba de la nariz y sonrió. Esta vez no se iba a dejar sorprender.

Entonces notó dos presencias detrás de él, separadas varios pasos. ¿Serían vecinos que habrían salido de sus casas para ver el duelo? Giró ligeramente la vista a izquierda y derecha y conoció a los dos nuevos y corpulentos espectadores vestidos de escarlata. Sí, los conocía.

—Esta vez te hemos pillado, Wunreg —exclamó uno de ellos, mostrándose a la luz—. No ha sido muy inteligente por tu parte intentar apoderarte de la fortuna de este extranjero. Lo estábamos vigilando desde que entró en la ciudad —informó el del bigote. En realidad se trataba de Sepok y Doward, dos de los centinelas de las puertas de la ciudad.
—Malditos perros asquerosos... —dijo Wunreg al ver a los dos soldados de Fedengard. Giró la vista y vio a Loran atemorizado, sopesando seriamente la posibilidad de soltar al posadero y huir, y Dedos... Dedos ya había desaparecido de allí. Wunreg sacó sus propias conclusiones; debería enfrentarse él solo a los dos soldados y al extranjero de cabellos dorados—. ¡Venid por mí, si tenéis agallas! —dijo al fin.
—No de momento... —se interpuso Algoren’thel—. Tenemos una cuenta pendiente tú y yo.
—¡Os destrozaré a los tres si es necesario! —gritó, y se lanzó hacia Algoren’thel, mano izquierda empuñando la hoja a modo de pequeña guadaña, y mano derecha amarrando la cadena a dos palmos de la bola.

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Cuando Wunreg quiso clavarle la hoja de Desgarradora en un movimiento circular, Algoren’thel, usando Galanturil como escudo, dio una vuelta sobre si mismo y se situó detrás del Sanguinario, poniéndole el extremo de abajo del bastón entre las piernas. Esto hizo tropezar y seguidamente caer al grandullón, de bruces, sobre el empedrado de la calle principal.

Wunreg, desde el suelo, levantó la vista rápidamente y vio a Sepok, uno de los soldados, que se encontraba frente a él a pocos pasos. El soldado se estremeció ante la mirada asesina del Sanguinario, y cogió rápidamente su espada por si se levantaba y arremetía contra él. Pero Wunreg, más rápido que el soldado, desde el suelo lanzó la bola de Desgarradora. Ésta se enrolló en los pies de Sepok, y Wunreg tiró hacia sí. El soldado cayó y fue arrastrado por el suelo, llegando hasta los dominios del Sanguinario y éste le clavó la temible hoja en el vientre. El desventurado guardia lanzó un alarido de dolor, y todos se quedaron petrificados ante el horror del momento.

Doward, el otro soldado, sólo pensaba en que muy bien podría ser él el siguiente. Sin embargo, a Algoren’thel le pasaban otras cosas por la cabeza. ¿Cómo podía un hombre albergar tanto odio en su interior? ¿Cuánto placer le proporcionaba asesinar a uno de sus semejantes? ¿Qué diferencia moral había entre este humano y un orco? ¿Merecía vivir el Sanguinario?

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Wunreg, ignorando las cábalas del elfo, estaba recuperando tranquilamente a Desgarradora mientras Doward se iba retrasando poco a poco, atemorizado y con la espada por delante.

Algoren’thel sin embargo, tenía la mirada perdida, y la sangre élfica le hervía en su interior como nunca lo había hecho.

—¿Quién será el siguiente? —preguntó Wunreg con una malévola sonrisa, intentando atemorizar a sus dos adversarios restantes.
—El siguiente... ¡Serás tú! —dijo Algoren’thel con mirada vengativa.

Con un grito, el Sanguinario corrió hacia el elfo con su arma en alto. Algoren’thel le esperaba, de pie y aparentemente relajado, con un extremo de Galanturil apoyado en el suelo. Cuando el humano, a la carrera, se le acercó lo suficiente, adelantó el pie derecho y colocó el duro bastón en diagonal ascendente, de forma que su pie izquierdo aseguraba el apoyo del cayado en el suelo, y el extremo superior quedaba a la altura de la cabeza de Wunreg. El humano no pudo reaccionar a tiempo y su propio peso se sumó a la velocidad que llevaba, haciendo que el choque fuera tremendo, como si le hubiera caído una roca en la cabeza. El impacto tuvo lugar en la frente, y esta vez, Wunreg cayó al aturdido y besó el húmedo empedrado de la calle.

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Mareado miró al suelo, y vio un charco de sangre que manaba de su frente dolorida. Luego sintió el duro golpe de Galanturil en las costillas.

Algoren’thel lo miró allí tendido y entendió que estaba a su merced. Ahora tenía la oportunidad de rematarlo y liberar a la humanidad de la presencia del Sanguinario. Doward se acercaba poco a poco al cuerpo del caído. De pronto, Loran gritó:

—¡Dejadle en paz! —Su daga estaba temblando sobre el cuello de Grooney—. ¡Dejadle ir o mancharé la calle con la sangre de este cerdo!

A Doward se le pasó por la mente rematar a Wunreg, ahora que estaba aturdido. Al fin y al cabo, la vida de Wunreg valía mucho más que la del posadero, y con un poco de suerte, lograrían dar caza más tarde al esbirro del Sanguinario. Serían dos vidas importantes a cambio de una insignificante. Bien valía la pena.

No obstante, Algoren’thel le leyó el pensamiento, y cuando se acercó el soldado hasta Wunreg, un extremo de Galanturil se le posó en el pecho, impidiéndole avanzar, no sólo por la presión que el bastón del elfo le sometía, sino más bien por la severa mirada que le atravesaba desde el otro extremo del cayado.

Wunreg se incorporó con dificultad y se marchó dando tumbos al interior de una calle oscura. Loran le acompañaba siempre con el cuello del posadero entre él y su daga.

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Cuando el rufián creyó que estaban a salvo soltó al posadero y desaparecieron entre las tenebrosas calles.
—Eres un luchador magnífico, viajero. Mi nombre es Doward. El tuyo creo que es Algoren’thel, si no oí mal cuando entraste en la ciudad, ¿no?
—Así es —respondió secamente el elfo.
—Estamos buscando a gente como tú —dijo el soldado—. Necesitamos buenos luchadores para nuestro ejército.
—No me interesa vuestra guerra. Sólo estoy de paso.
—¡Vamos! —insistió—. Veo que eres un tipo de acción, y mañana tenemos una salida. Acamparemos en Ertanior, y pasado mañana atacaremos Peña Solitaria. Además, podrías ganarte un buen sueldo. —Y recordando rápidamente la pepita de oro, añadió—: Aunque ya veo que tú no estás muy necesitado de dinero... Pero seguro que te vendrá bien, amigo.

Peña Solitaria... Si consiguiera introducirse en el ejército llegaría a Peña Solitaria a caballo y sin despertar sospechas por el camino. Pero, ¿y una vez allí, qué? Entraría al poblado natal de Endegal como un enemigo...

—Me lo pensaré —dijo al fin. Observó al posadero que volvía de una sombría calle de su secuestro temporal, aparentemente sano y salvo.
—Piénsalo bien, Algoren’thel —le aconsejó Doward con la mano en su hombro—. No quisiera que te metieras en problemas... —dijo, dejando entrever una advertencia.
Y se marchó.

17. Wunreg

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El elfo se quedó pensando en aquellas palabras, cuando el posadero se le acercó.

—¡Menudo espectáculo, muchacho! —le dijo con tales palmadas en la espalda que casi lo tumban.
—Dígame a cuánto ascienden los desperfectos de la ventana, Grooney, y se lo pagaré. —Se escarbó en su bolsa de tela negra.
—¡Oh, no por favor! ¡De eso nada! —dijo riendo el posadero. Le puso la mano en su espalda y lo acompañó hacia adentro de la posada—. ¡Ha sido fantástico! Nunca había visto al Sanguinario humillado de tal modo. Ha merecido la pena, extranjero. Hacía tiempo que no lo pasaba tan bien.
—Pero si ha estado a punto de morir...
—Bueno —dijo, todavía entre risas—, estoy acostumbrado. Además, ¿qué sería de la vida sin emociones fuertes? —sonrió el posadero, aunque pronto su semblante se puso más serio y añadió—: Siento decirte que te has metido en un buen lío. Nadie le planta cara a Wunreg y sigue vivo. Mañana por la noche puede que todos sus esbirros vengan a buscarte y entonces no podrás con ellos. Así que, yo que tú, me iría mañana mismo de esta ciudad —Algoren’thel asintió levemente con la cabeza—. Ah, y será mejor que cambies de habitación —y le dio la llave de una habitación diferente—. No se puede dormir con una ventana rota y este viento tan fresco...

17. Wunreg

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Algoren’thel pensó que de todos modos dormiría con la ventana abierta, pues el aire fresco al que se refería el posadero era lo único que le tranquilizaba dentro de aquellas estrechas y claustrofóbicas habitaciones, pero nada más dijo para no rechazar el amable ofrecimiento del posadero.

17. Wunreg

“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal