Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

36
El regalo de Aristel

Las sombras de los primeros árboles del Bosque se alargaban hacia ellos al ocaso del sol. Algunas nubes aborregadas pastaban a sus anchas por los pastos celestes, degradados desde el azul hasta el naranja y los vapores del pantano hacía horas que no les acechaban en el camino. Algoren’thel ya se había recuperado por completo de la herida del costado, al igual que Aristel, que pese a no tener la recuperación innata de los elfos, su herida cicatrizó rápido, pues había sido mucho más superficial que la del Solitario.

Estaban de vuelta al Bosque, y no habían vuelto a sufrir ningún ataque desde entonces; volvían sanos y salvos, y con el objetivo cumplido. Los tres caballos iban cargados de pócimas, ungüentos milagrosos, hierbas extrañas y tablillas de madera de todo tipo. Pero lo que más valor tenía, sin duda alguna, eran varios pergaminos y libros que hablaban del comportamiento de la Naturaleza y de cómo controlarla, y por encima de éstos, estaba el Libro de Magia Natural, escrito por los elfos de antaño y que guardaba los secretos de la sabiduría y magia élfica, una magia perdida en la memoria de los elfos de Bernarith’lea.

Sin embargo, Algoren’thel se sentía más incómodo a medida que se acercaban a los lindes del Bosque. Sus dudas e inquietudes volvieron a embargarle, haciendo que el elfo se planteara el volver a entrar en la Comunidad. La había abandonado en el pasado y había vuelto bajo su voluntad, para socorrer a la Comunidad que parecía correr un serio peligro. Pero la Visión se había cumplido y nada tenía que ver con el ataque de un ejército. Nada podía hacer un elfo como él para ayudar a la Comunidad.

36. El regalo de Aristel

Demonios blancos / Víctor M.M.

Él no era como Hallednel, él no era como Aristel. Ni siquiera era como Telgarien, que por lo menos había mostrado cierto interés en aquellos papeles. Solamente ellos podían hacer algo de utilidad para salvar a Ber’lea de aquella maldición y sabía que cuando entrara él de nuevo en Bernarith’lea, ya no volvería a salir durante mucho tiempo, pues mucho le había costado convencer a Ghalador de que lo dejara ir en esta expedición, aún incluso con el apoyo de Telgarien y Endegal. Si volvía a adentrarse en los dominios de la Comunidad, nunca más se le permitiría salir de ella.

Sólo un pensamiento retenía su voluntad. Sólo una duda. No sabía adónde podría ir. Pensó en dos posibles lugares: la Sierpe Helada y las Colinas Rojas, dos destinos diametralmente opuestos, tanto en situación geográfica, como en aventuras. La Sierpe era en principio un buen lugar —si no se le tenía miedo al frío—; estaba más cerca que las Colinas, y no tenía que atravesar los reinos ni de Tharler ni de Fedenord, y por el Bosque podría llegar pronto hasta ella. ¿Pero acaso la distancia era un problema? Él únicamente quería huir de Bernarith’lea sin importarle llegar a un destino, sino simplemente tener un camino que recorrer. Pero ese camino hasta las Colinas Rojas se presentaba realmente peligroso.

36. El regalo de Aristel

Demonios blancos / Víctor M.M.

Debía meditarlo con tiempo. ¿O no? Acertó en pensar que su decisión primera debía de ser si deseaba realmente marcharse por su cuenta o no, pues cuanto más tardase en tomar una decisión, más irremediable sería su vuelta a la Comunidad; cuanto más se acercara, más le atraería. Sería como ser arrastrado por la corriente de un río bravo. Sí, pensó, el destino era secundario.

Finalmente, Algoren’thel, que viajaba detrás, detuvo con apremio a Trotamundos.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Telgarien al notar la parada de su compañero y presintiendo de algún modo lo que tramaba el Solitario.
—Me marcho, compañero —le respondió éste.
Telgarien y Aristel se miraron con incredulidad.
—¿Estás seguro, hermano? —le preguntó Telgarien con cierta comprensión.
—Sabes que sí lo estoy—le respondió—. Nada más puedo hacer aquí, y mi espíritu no puede estar recluido por más tiempo en Ber’lea. No intentes impedírmelo —le advirtió.
—Sabes que no lo haré.
No tenía el porqué de dar explicaciones, pensó el rubio elfo, aunque pensándolo mejor, creyó que tampoco se merecían su desprecio. Ellos no tenían la culpa de no comprenderle.
—Mi deseo es ver mundo y conocer y ayudar a otras gentes, otras culturas. No pondré a la Comunidad en peligro, os lo aseguro.
—Así sea, pues —le dijo Telgarien—. Pero no puedes llevarte ese caballo, pues no te pertenece.
—Lo sé —dijo con amarga resignación—. No puedo llevarme ni éste, ni ningún otro, pues los tres están cargados, y la mercancía es vital para la Comunidad. —Descabalgó de Trotamundos y continuó—: A mí ya no me necesitáis para llegar a Ber’lea, veo que sois capaces de defenderos bien. —Le dio una palmada al negro corcel y se despidió de él—. ¡Adiós, Trotamundos! Ha sido un verdadero placer tenerte bajo mis posaderas.

36. El regalo de Aristel

Demonios blancos / Víctor M.M.

El caballo pareció entender sus palabras y fue trotando hasta Telgarien y Aristel.

—Dadle mi agradecimiento a Avanney de mi parte por prestarme su magnífico corcel —continuó el Solitario.
—No te quepa duda, Algoren’thel —le dijo Aristel—. Pero antes de que te vayas, ¿podría preguntarte adónde vas?
—Ni yo mismo lo sé, druida —aseguró el Solitario.
Aristel descabalgó y se acerco despacio hacia el elfo.
—Quisiera hacerte un regalo, amigo. —Aristel sacó la daga de serpientes de su funda.
—¿Qué clase de regalo? —preguntó Algoren’thel algo receloso.
—Un árbol —contestó aquél—. Puede que necesites uno si vas a viajar solo.
Algoren’thel quedó pensativo unos momentos antes de preguntar:
—¿De qué me hablas druida?
—Tu bastón es de madera de roble, ¿verdad? —le preguntó.
—Sí, lo es.
—Entonces mi regalo será un robusto y alto roble, mi querido elfo. —Y tendió la mano para que le alargara el cayado.
Algoren’thel, algo desconfiado, se acercó y dejó a Galanturil en manos del druida. Al ver que Aristel dirigía la punta de la daga de serpientes hacia su preciado bastón, le detuvo de inmediato.
—No lacerarás a Galanturil bajo ningún concepto, druida —le dijo mientras le sujetaba la muñeca que contenía aquella daga.
Aristel se deshizo de la presa y le devolvió la dura mirada.
—¿Te niegas a aceptar mi regalo? —le refutó—. ¿O es que pones en duda mi capacidad como druida? —El elfo estaba confuso, a lo cual, Aristel continuó—: ¿O desconfías acaso de mi criterio?
—No sé qué pretendes —dijo—. Si esto es un truco para que vuelva a Bernarith’lea...
—¡Sólo pretendo darte algo que puede serte de utilidad, elfo incrédulo y desagradecido! —replicó Aristel—. ¡Voy a dibujar unas runas mágicas en los extremos de tu bastón! Con ellas, Galanturil evolucionará hacia lo que de una vez formó parte: un roble.
—¿Se transformará en un roble? —preguntó el elfo incrédulo.
—No. Evolucionará hacia lo que fue. Hará raíces, y créeme que le encontrarás mil utilidades. —Ante el rostro inexpresivo del Solitario, añadió—: Puede servirte para dormir sobre sus ramas, o para proporcionarte una buena sombra en un claro, o... ¡Pero, Santa Naturaleza! —se interrumpió a sí mismo—. ¿Qué estoy diciendo? ¿Le tengo que explicar a un elfo para qué puede necesitar un árbol? —dijo airado—. Míralo de este modo: tu bastón cobrará vida propia, y será un enorme árbol. Aquí en el bosque, quizás no te sea de mucha utilidad porque tienes miles y miles de árboles, pero en cualquier territorio con ausencia de árboles, ¿por qué no podría serte útil?

36. El regalo de Aristel

Demonios blancos / Víctor M.M.

Algoren’thel se quedó mudo y pensativo. No estaba seguro de lo que estaba escuchando.

—No olvides —continuó el druida— las características de los árboles, elfo: son altos y fuertes, y éste en particular crecerá rápido. Únicamente necesitarás un poco de tierra donde plantarlo.
—Parece interesante, druida —admitió Algoren’thel—. Entonces dices que Galanturil volverá a cobrar la vida que tuvo antaño. ¿Cómo pasará de árbol a bastón y de bastón a árbol?
Aristel paseó la punta de su daga alrededor del extremo de Galanturil y dijo:
—Como te he dicho, dibujaré unas runas mágicas por aquí... Cuando quieras que evolucione a roble, sólo tendrás que sepultar las runas bajo tierra, y de inmediato empezará a echar raíces.
—¿Y para que vuelva a su estado normal? —preguntó el Solitario.
—Simplemente deberás tocarlo con la palma de la mano, y pedirle mentalmente que adopte la forma de bastón.
—Está bien, druida, me has convencido —dijo finalmente Algoren’thel—. Acepto gustoso tu regalo. Pero dudo mucho que puedas hundir tu daga sobre Galanturil.
—Sin embargo, no has dudado en detener mi daga hace un momento, cuando la he acercado a tu bastón —dijo con una risita irónica—. Creo que en el fondo sabes muy bien que soy muy capaz de hundir mi daga en tu bastón, ¿no es cierto?

36. El regalo de Aristel

Demonios blancos / Víctor M.M.

El Solitario no pudo ocultar su inquietud. Desde luego que imaginaba que el druida era capaz de aquello, de hecho, no sabía dónde estaba el límite de aquel humano. Hasta ahora había superado cada problema que se le había planteado de modo sobresaliente, y siempre ante la sorpresa de aquellos que le habían contemplado en acción: había creado una plaga de mosquitos monstruosos, muros de espinas crecían a su voluntad, hacía brotar raíces del suelo para atrapar a sus enemigos, había frenado una maldición, se había polimorfado en ciervo, había convertido su piel en la de un auténtico y duro roble, y los elementos de la Naturaleza obedecían sus órdenes. ¿Cómo podía dudar él de que aquel druida no pudiera marcar con su daga a Galanturil?

Aristel buscó entre los bártulos de su caballo y sacó un pequeño frasco azulado con base redonda y cuello estirado. Cogió después un pañuelo y lo impregno del líquido que vertía del frasco. Luego pasó el pañuelo por un extremo de Galanturil y luego por el otro. Aparentemente no sucedió nada extraño, pero el Solitario dedujo los efectos que produciría aquel extraño líquido. El anciano druida sacó un viejo manuscrito, de donde copiaría aquellas runas. Se sentó cómodamente en el suelo y clavó la punta de su daga sobre Galanturil. El cayado del elfo no ofreció resistencia alguna. Es más, Aristel no parecía presionar con demasiada fuerza cuando procedió a dibujar la primera runa. Sin duda, aquella madera de roble era ahora mucho menos dura que en su estado natural.

36. El regalo de Aristel

Demonios blancos / Víctor M.M.

Dibujaba las runas con sumo cuidado, pues la más mínima imperfección en el trazo podía invalidar el objeto de la escritura mágica. Mientras lo hacía, el Solitario tenía el corazón en un puño. Había tenido a Galanturil más de ciento cincuenta años, y siempre lo había cuidado al máximo. Nunca nadie le había puesto las manos encima, y menos aún, marcarlo como lo estaba haciendo Aristel.

Después de un tiempo no muy largo, el druida dio por concluida la escritura. Se levantó y tendió el bastón a su dueño para que lo inspeccionara. Algoren’thel examinó con detalle cada una de las marcas, y se sorprendió a sí mismo, pues le pareció que, aunque esas runas no ofrecieran ninguna ventaja añadida, dotaban a Galanturil de una decoración apropiada.

—Un buen trabajo, druida —le felicitó Algoren’thel—. ¿Funcionará?
—Sólo tienes que probarlo, mi querido elfo —le incitó Aristel—. Recuerda que debes enterrar las escrituras. Con eso bastará.

Algoren’thel, con el bastón agarrado con las dos manos y en vertical, apoyó un extremo en el suelo y presionó sin mucha convicción hacia abajo, por miedo de que el líquido de Aristel lo hubiera debilitado en demasía.

36. El regalo de Aristel

Demonios blancos / Víctor M.M.

—Coge un poco de tierra suelta del alrededor —le aconsejó Aristel—. Ponla en la base hasta ocultar las runas.

El Solitario se agachó, y con la palma de la mano, amontonó rápidamente un puñado de tierra. Con ella sepultó la base de Galanturil y lo mantuvo todo lo vertical que pudo. De pronto, el Solitario notó como si una energía empezara a manar de cada fibra de su bastón. De Galanturil brotaron primero unas delgadas raíces que se sumergieron rápidamente en el suelo. Del extremo superior, brotaron sin embargo unas pequeñas ramas en dirección ascendente. Algoren’thel soltó el bastón que ya se sustentaba por sí solo y con firmeza. Las ramas se ramificaban y engrosaban, apareciendo en sus extremos alguna que otra hoja; las raíces engrosaron y excavaban sedientas el suelo en dirección opuesta al crecimiento de sus ramas, las cuales se multiplicaron rápidamente. Los elfos contemplaron maravillados el espectáculo. Nunca antes habían presenciado un crecimiento tan rápido de un árbol. Finalmente, Galanturil dejó de crecer. Era un alto y fuerte roble, tal y como había anunciado el druida.

Algoren’thel se quedó sin palabras ante aquella maravilla. No podía hacer otra cosa que pasar sus manos sobre la rugosa superficie de aquel roble y observar cada veta y cada hoja que contenía. Realmente no era una ilusión. Galanturil era ahora un roble tan real y estaba tan vivo como cualquier árbol del Bosque del Sol. Incluso más.
—Algoren’thel, tenemos que irnos —dijo Telgarien—, está anocheciendo y aún nos queda bastante trecho por delante.
—Está bien —dijo el Solitario sin apartar sus ojos y sus manos del árbol—. Iros, pues. Yo tomaré mi camino, como os dije.
—Entonces haz volver ahora a tu bastón, para asegurarme que todo ha ido bien —le dijo Aristel—. Debes posar una de tus manos sobre la superficie del roble y pedirle que vuelva a su estado anterior.

36. El regalo de Aristel

Demonios blancos / Víctor M.M.

Haciéndole caso al druida, Algoren’thel apoyó la palma de su mano en aquel tronco y con la mente le pidió a Galanturil que adoptara la forma de bastón. Inmediatamente, las ramas empezaron a encogerse y a retirarse. De igual modo lo hicieron las raíces y el tronco, invirtiendo claramente el proceso de crecimiento visto hacía escasos momentos. Al final, Galanturil se quedó amarrado a la mano de Algoren’thel, que la fue cerrando a medida que había ido disminuyendo el diámetro del tronco. Ahora solamente las grietas del suelo quedaban como prueba que allí había sucedido.

Telgarien se acercó a Algoren’thel y se despidió con un abrazo. No sabía si algún día volverían a verse. Aristel, montado ya en el caballo, se limitó a desearle suerte en su viaje.
—Gracias a los dos —dijo el Solitario—. Yo he de empezar mi nueva vida, y vosotros debéis seguir vuestro camino. Despedíos de mi parte de la Comunidad, sobre todo de Endegal y Avanney. —Giró sobre sus talones y emprendió rumbo hacia el sur, tan solitario como su sobrenombre, y sin volver la vista atrás. Supo que esta vez el adiós era definitivo. Había roto definitivamente sus lazos con la Comunidad. Aristel y Telgarien lo supieron también.

36. El regalo de Aristel

“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal