Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

05
Raíces

Despertó a los primeros rayos del día y, tras observar su cuerpo con detenimiento, hizo un gesto de aprobación al observar que sus heridas sanaban a buen ritmo. Dejó sus aperos ocultos bajo las raíces donde había dormido, y dio un par de vueltas para inspeccionar la zona, tomando la precaución, eso sí, de no alejarse demasiado. Quedó maravillado por el espectáculo de formas, luces y colores que el bosque le estaba ofreciendo a primera hora de la madrugada; los recuerdos de su infancia escapándose por el bosque revivieron en su cabeza. El frescor del viento y el aroma de la vegetación animaron su espíritu, y afrontó el día con las energías renovadas y con la esperanza de encontrar respuestas al hasta ahora oculto pasado de su progenitor.

No sabía muy bien en qué punto del bosque se encontraba; si más al este o más al oeste, ni tan siquiera si había profundizado mucho o poco, aunque pensándolo bien, tampoco tenía una idea de cuál era el tamaño real del bosque. A pesar de que desde pequeño su madre le decía que el bosque era muy grande, él nunca lo había cruzado, ni sabía de nadie que lo hubiera hecho, aparte de los orcos.

Pudo observar que la fauna era abundante, así que pensó que mejor sería cazar algo para comer y reservar sus víveres para más adelante, pues podría necesitarlos en otra ocasión más desfavorable.

05. Raíces

Demonios blancos / Víctor M.M.

Volvió a por el arco que había llevado y el cuchillo, pero se quedó atónito cuando descubrió que nada de lo que había dejado bajo las raíces de aquel árbol estaba ya allí. Buscó y buscó en torno al árbol, pero no encontró el menor rastro de sus pertenencias. Le pareció imposible que alguien hubiera llegado sin ser visto ni oído, porque él no se había alejado lo suficiente como para no advertir la presencia de alguien que le pudiera haber robado sus cosas. Miró alrededor y en la copa de los árboles colindantes.

Nada.
Observó el suelo en busca de huellas u otro tipo de rastro. Nada. Él no estaba instruido en el difícil arte del rastreo, pero por la dirección de las únicas marcas que pudo distinguir, supo que sólo se trataba de sus propias pisadas.

Estaba pensativo, absorto por la situación con la mirada perdida al suelo cuando de pronto sus ojos enfocaron la base del árbol. Pensó que eran realmente extrañas y retorcidas las formas de aquellas raíces. Miró hacia las raíces de los otros árboles y se dio cuenta de que eran igualmente extrañas. Un pensamiento absurdo pasó fugazmente por su cabeza, pero lo desechó al instante, y otro más razonable se impuso. Fuera lo que fuese lo que le había arrebatado sus pertenencias, debía moverse de aquel lugar si quería encontrar a los hombres de los bosques algún día, así que anduvo en línea recta en busca de algún sendero.

05. Raíces

Demonios blancos / Víctor M.M.

Aunque ahora estaba desarmado, en cierto modo se sentía más seguro. Por un instante imaginó que las patrullas de Fedenord lo descubrieran a él con sus armas empuñadas: una actitud que podría ser interpretada como una agresión. Y en verdad creyó que estaba mejor sin sus armas porque incluso con ellas, nada podría hacer contra aquellos hombres que dos días antes acabaron de forma tan fulminante con los soldados de Tharlagord en la entrada del bosque. Pero sí echó de menos la comida que hasta allí había llevado.

Por el camino se fue alimentando con las bayas y moras silvestres que apaciguaron su hambre. Se topó, al cabo de un rato, con una delgada y casi oculta senda. Eligió una dirección al azar y la siguió. La senda se iba entrecruzando con otras sendas similares. Ante el dilema que se le planteaba cuando veía bifurcaciones, procuró seguir siempre las sendas más anchas, suponiendo que serían las más transitadas. Mientras andaba, continuó buscando alguna clase de huellas durante largo rato.

Al fin se encontró con unas pisadas más profundas que las de él mismo, y observó que éstas eran realmente extrañas. Había varias huellas de pies y creyó contabilizar de cuatro a seis componentes. Con los latidos de su corazón acelerados por la emoción cruzada de temor y esperanza, decidió seguir aquel rastro. Tras recorrer una larga curva del sendero, el viento le trajo un tenue olor familiar. Familiar y lejano, muy lejano en el tiempo. Pero en un principio, su fino olfato no supo recordar dónde había olido aquello antes. Siguió tras la pista de las extrañas pisadas.

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A medida que avanzaba, aquel olor se hacía más intenso. Más intenso y más desagradable, hasta que de repente, una imagen estalló en sus recuerdos: lo que él imaginó una vez que era un orco. Aquel cuerpo sucio y tendido que vio muerto cerca de la entrada de ese mismo bosque, hacía ya muchos años y que apestaba de igual modo. ¿Eran esta inmunda raza los propietarios de esas huellas que él seguía? ¿Le habrían robado ellos sus armas y provisiones? ¿Guardarían alguna relación con su progenitor?

Esta vez sus pasos redujeron la acelerada marcha que el joven había llevado hasta entonces. Si no le había importado hasta ahora ser visto, sí notó que sus emociones estaban cambiando y tomó las debidas precauciones para no ser descubierto hasta que no averiguara más sobre la identidad de aquellos seres. Poco rato después, ya vislumbraba a lo lejos sus oscuras figuras y escuchó algún que otro gruñido. Por el ritmo de aquellos sonidos guturales, comprendió que conformaban un lenguaje propio. No tuvo ninguna duda; aquellos seres eran orcos, y aquellas, sus pisadas. El hedor también procedía claramente de sus cuerpos. Cuanto más se acercaba, más repudiaba a esas criaturas. Pero, ¿orcos a plena luz del día?

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Demonios blancos / Víctor M.M.

Eran siete. Dos de ellos llevaban algo colgando de un largo leño. No tardó en discernir que se trataba de un ciervo muerto. Observó a los orcos. Su vestimenta básica se componía de cuero y elementos metálicos combinados de la forma más abigarrada posible. No guardaban ningún patrón estético y Endegal dudó si funcional. No existían simetrías ni ningún orden conocido. El cuero de sus ropajes estaba tan mal cortado y cosido que Endegal se dio cuenta de ello incluso a la gran distancia que les separaba. Estaban armados con toscas espadas curvas, lanzas y garrotes. Aún bajo el evidente peligro, Endegal les siguió, guiado no sabía muy bien por qué extraño motivo.

Pronto llegaron a un claro y se detuvieron, dejando seguidamente su presa en el centro del claro y se sentaron alrededor de ella. Dos de ellos empezaron a comer cortando con las cimitarras las extremidades traseras del animal. Cada uno cogió su muslo correspondiente e iba comiendo dando fuertes dentelladas sobre la carne cruda. Si esto le dio ganas de vomitar a Endegal, lo que vio a continuación a punto estuvo de echar a perder su escaso almuerzo de bayas silvestres. Los otros cinco se echaron sobre el cadáver inerte del ciervo como si de una manada de lobos desesperados se tratase. Se empujaban unos a otros, disputándose un sitio en la improvisada mesa que era el suelo, y se peleaban por las carnes más sabrosas.
Uno de ellos le soltó un puñetazo al otro, el cual le contestó hiriendo en el rostro a su compañero de comida con una daga. La escena hizo que a Endegal se le erizaran los pelos. Todas las historias que había oído sobre aquella raza se quedaban cortas frente al espectáculo que estaba presenciando.
Estaba absorto con la escena cuando, de pronto, escuchó un ruido por detrás de él y muy cerca. Una sombra se le abalanzó encima. Un octavo orco, oculto o retrasado, le había visto. A Endegal le salvaron momentáneamente la vida sus reflejos, pues casi instintivamente pudo detener, mientras se giraba, muñeca contra muñeca, el avance de un gran cuchillo que descendía con furia hacia su cuello. La embestida les llevo a ambos al suelo, pero Endegal se llevó la peor parte, pues quedó debajo del orco atacante con el cuchillo a poca distancia de su rostro, aunque por suerte continuaba manteniéndolo a raya, observando las incontables muescas y el óxido de la hoja del cuchillo. En el forcejeo, la herida de su espalda se le abrió de nuevo, y en su semblante se dibujó una mueca de dolor. El cuchillo se acercó un poco más a sus ojos.

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El orco babeaba de placer. Su saliva hedionda le caía sobre la mano que contenía el cuchillo, y de éste a la cara de Endegal. Por si la situación no fuera lo suficientemente apurada, Endegal oyó los pesados pasos de los otros siete orcos que se acercaban a toda prisa. Alertados por el barullo de la lucha, no quisieron perderse una oportunidad tan clara de masacrar a un humano. Era un fin demasiado horrendo el que le esperaba.
Con la mano libre, Endegal tanteó el terreno y encontró una piedra aceptable. La agarró con fuerza y golpeó con ella en la sien de su adversario consiguiendo así derribarlo hacia un lateral. Él se levantó tan pronto como pudo. El orco estaba ahora cuatro patas, como mareado, intentando recobrar el sentido del equilibrio. Una patada de Endegal en la cabeza lo dejó inconsciente, pero cuando alzó la mirada, tenía a los otros siete orcos rodeándole y mostrándole las armas y los dientes, todavía ensangrentados por el macabro banquete. Se imaginó por un momento que él mismo se encontraba entonces en el pellejo del ciervo.

Echó un rápido vistazo a su alrededor y pensó que sólo había una oportunidad: intentar salir del círculo mortal antes de que se cerrara todavía más.

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Demonios blancos / Víctor M.M.

Eligió a un orco armado con un garrote, pues al no poseer éste un arma con filo, tenía más posibilidades de no salir malherido. Corrió rápido hacia aquella bestia, la cual se sorprendió por la reacción del humano, y lo embistió con su cuerpo. Recibió un garrotazo en el costado, pero cuando cayeron al suelo, él quedó en la parte exterior del círculo, y echó a correr como un gamo en apuros.
Pero pronto cayó cuando notó que le agarraban fuertemente del tobillo. Con su pierna libre le atestó una patada en el rostro de su opresor y se liberó. A pesar de sus esfuerzos por escapar, observó amargado que los otros se le echaban ya encima.

El primero alzaba su lanza para hundirla en el pecho de Endegal, pero cayó fulminado al recibir una flecha en la nuca que le atravesó el cuello. Los otros se quedaron estupefactos y se volvieron para ver a su nuevo adversario, mas lo que vieron fue otra flecha salir desde la copa de un árbol e impactar en el pecho de otro de los suyos. Endegal, en el suelo, ya veía perfectamente a los dos arqueros apostados en las cimas de dos árboles estratégicamente separados. Los cinco orcos que quedaban en pie, sin verlos, intuyeron su posición y corrieron para ponerse a cubierto. Dos flechas más alcanzaron sus objetivos al unísono, incrustándose en las respectivas espaldas.

05. Raíces

Demonios blancos / Víctor M.M.

Endegal se apresuró a coger la lanza que su desafortunado enemigo intentó clavarle antes de caer muerto. Se la lanzó al orco que huía despavorido y le acertó en el costado. Sin duda, lo hirió de muerte. Los misteriosos arqueros se hicieron unas señas casi imperceptibles, en un código perfeccionado por el hábito de la lucha. Cada uno apuntó a uno de los dos últimos orcos ilesos que creyeron estar a salvo. Endegal vio desaparecer a sus misteriosos salvadores entre el follaje, tras leves movimientos de ramas y hojas. Los orcos estaban desconcertados y ya no sabían dónde esconderse. Las flechas les impactaron desde dos ángulos distintos y las horrendas bestias perecieron en el acto.

Quedaban todavía dos con vida: los dos que Endegal había dejado inoperantes, aunque pronto sendas flechas surcaron el aire a gran velocidad para ir a clavarse en las cabezas de los orcos. A uno de ellos, a pesar de ir equipado con un abollado casco, el astil le atravesó la testa como si de fina hojalata se tratase.

Los misteriosos arqueros bajaron de los árboles con suma gracilidad. Se acercaron hasta Endegal, uno de ellos con su arco destensado y a su espalda, como confiado. El otro, sin embargo, lo tenía preparado y se quedó un poco más retrasado que su compañero. Éste último habló:
—¿Quién eres y qué buscas? —le preguntó. Su tono era desafiante, y la pregunta la hizo en la lengua común, aunque tenía un acento extraño que dotaba sus palabras de cierta musicalidad.
—Soy Endegal, hijo de Galendel... —dijo él mientras se sacaba el medallón plateado que su madre le había dado el día anterior y lo mostró—... y busco a los hombres de los bosques, clan al que perteneció mi padre, en este mismo bosque.
—Entonces, Endegal —dijo el que tenía el arco a la espalda. Se escarbó entre sus ropas y sacó un colgante que resplandeció al reflejo del sol. Era idéntico al suyo y quedó bien visible—, puedes estar seguro de que has encontrado aquí tus raíces.

05. Raíces

“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal