Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

26
El guantelete

Avanney se encontraba a lomos de su corcel Trotamundos, junto al caballo de Gareyter. El Capitán absoluto de las tropas de Fedenord le había permitido recuperar su arpa y su cuerno, pero no así sus dos preciadas espadas cortas.

—No te separes de mi lado, mujer, y no sufrirás daño alguno. Y, sobre todo, no pierdas detalle de la batalla. Vas a presenciar una nueva y casi definitiva victoria de Fedenord sobre Tharler.
—Cuando se gane esta batalla, mi Señor, ¿cuál será su próxima tarea? ¿Implantar su campamento aquí en Peña Solitaria? ¿O quizás volver a Fedengard para informar de la victoria?
—Te equivocas, mujer. He mantenido a más de la mitad de mi ejército oculto tras esa colina. El ejército de Loddenar creerá que estamos en inferioridad porque estamos cansados de la lucha anterior, pero cuando empiece la batalla serán sorprendidos por la retaguardia y quedarán acorralados. Los aniquilaremos a todos; ninguno podrá escapar. Luego descansaremos y repondremos energías esta noche. Para entonces, Loddenar habrá quedado desprovista de protección alguna. Antes del amanecer partiremos hacia allí, y cuando amanezca, los loddenarios despertarán en medio de un baño de sangre. Loddenar será arrasada. Después de esto, apoderarnos de Tharlagord será como degollar a un lechón.
—¿Mataréis también a los ciudadanos desarmados?
—Los prisioneros y los nuevos siervos cuestan mucho de alimentar, bardo. En los tiempos que corren, las tierras no producen comida suficiente. No merece la pena hacer prisioneros, ni siquiera tener más plebeyos. Además, olvidas que un siervo de Tharler sólo merece la muerte.

26. El guantelete

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Avanney asintió muy a su pesar. No quería contradecir aquella opinión delante de Gareyter. Por otra parte, el plan de la batalla que estaba a punto de producirse auguraba una carnicería mayor de la que ya se había producido. Gareyter se lo había jugado todo a una baza, pues al atacar con el grueso de su ejército estaba dejando desprotegido a casi todo el reino de Fedengard. Las ciudades sólo contaban ahora con pequeñas compañías de soldados y sus propias murallas. Si el ejército de Loddenar hubiera sabido esto, no marcharían ahora hacia Peña Solitaria con el propósito de echar de sus tierras al ejército invasor, sino que hubieran podido informar a Tharlagord y esperar otro batallón, o incluso intentar apoderarse de Ertanior y Vúldenhard. Pero como no tenían forma de saberlo, se dirigían ahora hacia lo más parecido que había a un suicidio colectivo.

Gareyter espoleó su caballo y se dirigió hacia la primera línea de su ejército e hizo un gesto a Avanney para que lo siguiera. La bardo escrutó a los soldados que iba adelantando. Todos estaban ansiosos por la batalla, y también todos reflejaban en sus rostros la seguridad de la victoria. Pero había algo más en ellos; a Avanney le pareció que esos hombres seguirían ciegamente a Gareyter incluso si las condiciones del combate no aportaran ninguna garantía de éxito, aunque éste no fuera precisamente el caso. Pronto llegaron a la vanguardia de las reducidas (y visibles) tropas Fedenarias. Una nube de polvo generada por unas negras siluetas a caballo se aproximaba con notable celeridad. El opaco sonido del estruendo de los cascos llenaba el ambiente. El suelo empezaba a temblar. Las tropas de Loddenar estaban ya muy cercanas. A una señal de Gareyter se adelantó una fila de arqueros a caballo. No eran arcos de largo alcance, pero serían sus flechas lo primero que se encontrarían los soldados más avanzados de Loddenar.

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Cuando estuvieron a tiro, los arqueros dispararon sus flechas, y entre el hueco generado entre arquero y arquero, salieron veloces los soldados armados de espada y escudo, como si quisieran alcanzar a las saetas que surcaban el aire en su salvaje carrera. Los tharlerianos se protegieron bien y no tuvieron demasiadas bajas por flecha, pero pronto hubo el primer encontronazo entre la caballería. Tharler hizo gala de la habilidad ancestral de su ejército y parecía tener cierta ventaja sobre los de Fedenord, pero cuando todos los soldados provenientes de Loddenar estaban ocupados en la lucha, entonces apareció el grueso de las tropas de Gareyter acosando la retaguardia de sus enemigos. La batalla en ese preciso momento empezó a ser desigual.

Avanney veía asombrada la suma facilidad que poseía Gareyter para deshacerse de sus oponentes. Era como un huracán incontrolado que arrollaba todo lo que le salía al paso. Las tropas de sus adversarios caían sin remedio ante su aplastante superioridad numérica, pero ante la incredulidad de la bardo, los minoritarios loddenarios continuaban luchando con tesón, con pasión, con furia. Ningún soldado de Loddenar intentó escapar, incluso en la situación tan desesperada en la que estaban. Era como si estuviesen seguros de su victoria final. Avanney extrañada alzó la vista al este por un instante, pues había una zona donde parecía que los loddenarios resistían más. Vio el estandarte del reino de Tharler ondear por encima del océano de cabezas y acero de la muchedumbre.

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Siguió observando y se quedó pasmada ante lo que tenía ante sus ojos. Un solo hombre de Tharler se abría pasillo ante los multitudinarios soldados de Fedenord. Muchos eran los que caían bajo su acero, y otros tantos los que se le alejaban de puro terror. Incluso a ella misma, a la distancia que estaba, sintió cómo una oleada de miedo le subía por los pies hasta llegar a su cabeza, apoderándose de todo su cuerpo, de tan sólo ver cómo aquel hombre se dirigía hacia ella. Una melena larga fundida de forma enmarañada con su barba le ondeaba al galope rítmico y furioso de su corcel. El pelo era extrañamente negro en la raíz y aparentemente cano en las puntas. Creaba un efecto de difuminación de negro a gris y de gris a blanco puro realmente inquietante. Sobre su cabeza desprovista de yelmo alguno, brillaba el oro de una corona. Avanney estaba confusa, pero llegó a creer que si no fuera por su juvenil aspecto, hubiera jurado que estaba frente al mismísimo Emerthed, Rey de Tharler.

Con la vista fija en aquel hombre, a la bardo se le secó de repente la garganta. Había algo fantasmagórico en él. Incluso su fiel y valeroso corcel Trotamundos relinchó y piafó con fiereza e hizo un amago de huir.

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—¡Gareyter! —gritó el tharleriano bajo su corona.

Su voz sonó atronadora. Retumbó en todo el campo de batalla. Era como la voz implacable y acusadora de un dios enojado. El supremo Capitán de Fedenord se giró y lo contempló. También él pareció sorprenderse, pero no pareció albergarle el terror que parecía infundir en todos los demás.
—¡Emerthed! —dijo Gareyter con una malévola sonrisa—. ¡Por fin!
Gareyter sabía perfectamente que tanto en el Shi’traz como en la vida real, la muerte de un Rey podía significar la derrota de todo su ejército y la pérdida de su Reino. Una oportunidad inmejorable.

Efectivamente, ante la sorpresa de Avanney, estaban frente al Rey de todo Tharler. No era muy habitual el ver a un Rey en mitad del fragor de una batalla, pero se oía decir que últimamente Emerthed capitaneaba algunas sus tropas personalmente. Ahora estaba allí, en Peña Solitaria, tan lejos de su refugio inexpugnable que era la ciudadela de Tharlagord. La bardo pudo ver con sus propios ojos lo que contaban algunas bocas que, en un principio, había calificado de exageradas. Se decía que Emerthed a sus noventa años era un anciano prácticamente desvalido, que necesitaba ayuda hasta para vestirse, y sin embargo ahora, debía de contar con unos ciento diez o ciento quince años, una edad que nadie podía soñar siquiera en alcanzar. Pero allí estaba él, comandando a su ejército como si tuviera veinticinco años. Parecía haber rejuvenecido con el paso del tiempo; su barba y melena blanquinegras así parecían atestiguarlo. Pronto llegó hasta Gareyter, el cual miró de reojo a la bardo y le dijo con un aire de suprema superioridad y confianza:

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—Prepárate para presenciar la muerte de un Rey, mujer.

En los lindes del encuentro nadie osó interferir en el duelo personal entre aquellos dos líderes natos. Emerthed levantó su espada en alto y su caballo se levantó igualmente brioso. En su mano relucía un guantelete de mithril puro y un rubí engastado de color rojo sangre. De pronto, pareció como si una oscura niebla ensombreciera la silueta del Rey, y una ola de terror empezó a agitar los corazones de los allí presentes; incluso el de Gareyter pareció consternarse. Ambos espolearon sus caballos, que galoparon al terrible encuentro. Las dos espadas se encontraron sonora y físicamente en el aire y Gareyter ladeó sensiblemente ante la fuerza de aquel ataque. El tañido de sus aceros volvió a sonar varias veces, hasta que se separaron de nuevo. Gareyter no podía creer lo que veían sus ojos: cómo un Rey centenario le estaba plantando cara de aquella manera. Los caballos se pusieron de nuevo a la carga, pero esta vez, Gareyter sacó su ballesta ya cargada que siempre tenía en su caballo y disparó un virote apuntando a la cabeza de Emerthed. El Rey de Tharler se agachó a tiempo y esquivó la saeta, pasando al mismo tiempo por debajo de la espada del Capitán fedenario que la había descargado con furia. Cuando acabaron de cruzarse, en el mismo momento que se encontraban de espaldas, Emerthed lanzó un espadazo hacia atrás que impactó en el hombro de Gareyter.

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Su capa rojiza quedó maltrecha del costado derecho. Gareyter optó por quitársela por completo.

Como en un torneo, los participantes volvían a prepararse para otra embestida. Gareyter, con el hombro dolido no daba crédito. Nadie hasta ahora le había derrotado. Sintió pánico por primera vez en una batalla, pero no estaba dispuesto a perder, ahora que la victoria de su ejército era más que evidente. Le aterraba la posibilidad de ser recordado en un futuro por las canciones de los bardos como el Capitán que murió sin ver la primera y gloriosa derrota que Fedenord le había infligido a Tharler en su propio terreno: el inicio de la conquista de Tharler. Así que apretó los dientes y se dispuso a embestir con todas sus energías a Emerthed.

Las monturas volvieron a correr veloces para enfrentarse. Gareyter, con el hombro derecho dolorido sólo tuvo tiempo de interponer su espada en la trayectoria de la del Rey de Tharler. Emerthed había lanzado un poderoso espadazo. El impacto emitió un fuerte crujido metálico y Gareyter cayó de espaldas al suelo. Un trozo de hoja de su propia espada cayó junto a él.

Estuvo unos instantes reflexionando sobre qué había pasado. Ciertamente lo sabía, pero su cabeza le decía que no era posible, que era irreal, tenía que haber otra explicación. Sus ojos estaban desorbitados y con respiración entrecortada intentaba coger aire desesperadamente. Su espada se había roto y su armadura estaba increíblemente deformada a causa del brutal impacto. Una hendidura como una zanja en un campo virgen, recorría una larga zona despedazada de su armadura desde el pecho, bajando en diagonal, hasta el abdomen. Eso sólo podía significar una cosa: de un único golpe, Emerthed le había roto la espada como si fuera de cristal, y le había hundido la armadura en el pecho como si estuviera forjada de hojalata barata.

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Ahora estaba en el suelo con varias costillas rotas y su propia armadura hiriéndole como mil cuchillos infernales cada vez que respiraba. Nadie allí daba crédito a sus ojos, excepto el propio Emerthed y sus soldados que seguían batallando ante los incrédulos fedenarios.

Emerthed bajó de su caballo y miró fijamente al Capitán de Fedenord. Se agachó y recogió la parte de la empuñadura de la espada rota de Gareyter, que aún tenía un trozo considerable de hoja —aproximadamente la mitad— y completamente roma. Levantó lo que quedaba de la espada y la hundió hasta el fondo en el pecho de Gareyter, atravesando de nuevo su armadura como si nada. La empuñadura quedó a ras de la armadura. El Capitán fedenario notó con intenso dolor cómo la irregular hoja de su propia espada le hacía añicos el esternón y le atravesaba el esófago y las vías respiratorias. Mientras notaba que se le escapaba la vida, la imagen de aquel guantelete se le quedó en la retina al tiempo que los destellos del rubí le cegaban, y un pensamiento inundó su mente: “En el Shi’traz el Rey no tiene tanto poder...”. Una sensación de encharcamiento interior y un sabor dulzón a sangre fueron los últimos recuerdos que se llevó al otro mundo.

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Emerthed subió de nuevo a su caballo y prosiguió con la batalla. Los soldados fedenarios que vieron el espectacular combate se quedaron paralizados ante el terrible poder al que se estaban enfrentando. Por su parte, los tharlerianos emitían gritos de victoria, ensalzaban a su todopoderoso Rey y exigían la muerte del enemigo.
La horrible noticia de la muerte de su, hasta ahora, invencible Capitán se extendió como la pólvora. Empezaron a dudar y los más próximos a Emerthed a huir. Pronto la ola de pánico se extendía más y más entre los corazones de los fedenarios, y los tharlerianos, exaltados por la imparable presencia de su imponente Rey, iban poniendo en fuga a los invasores, luchando con fervor y una bravura nunca vista en un ejército que contaba con muchos menos efectivos que el de su enemigo. Sólo la momentánea superioridad numérica de los de Fedenord, hizo que algunos fedenarios lograran darse a la fuga en diversas direcciones.

Avanney se asombró por el giro repentino que había dado la situación. Ahora resonaban en su cabeza las palabras que esa misma tarde el desafortunado Gareyter le había dicho: “¡Vas a tener material suficiente para mil canciones!”. Ni el Capitán fedenario ni ella misma habían imaginado entonces la gran verdad que aquellas premonitorias palabras encerraban. Cuando volvió sus pensamientos hacia sí misma, acertó en pensar en que su situación también había cambiado de forma repentina. Había pasado de ser la bardo del ejército vencedor a ser una mujer desarmada en medio de una batalla. Debía aprovechar la confusión reinante y conseguir sus dos preciadas espadas cortas, llegar hasta la prisión para poder liberar a Endegal y Algoren’thel.

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§

Entretanto, fuera del conflicto, dos sombras se afanaban en no ser descubiertos tras unos altos arbustos.

—¡Esto sí que es increíble! Los de Fedenord huyen como gallinas —dijo sorprendido el Sanguinario.
—Nunca lo hubiera creído. Gareyter lo tenía todo bien planeado. Había derrotado al ejército de Peña Solitaria y había conseguido una mayoría numérica aplastante sobre Loddenar. Y sin embargo...
—Lo estoy pasando bien viendo estas masacres, Dedos, pero aquí corremos demasiado peligro; pueden descubrirnos. Aún no hemos visto a la bardo ni al extranjero; tampoco al melena rubia.
—Llevamos poco tiempo observando, Wunreg, y hay demasiada gente como para distinguirlos. Lo que tenemos que hacer es no perder detalle.
—Puede que esos dos no hayan acabado aquí. Quizás se han decidido por marchar a otro lugar en el último momento —razonó el enorme humano.
—También puede que estén escondidos en los alrededores, como nosotros, esperando a que acabe todo esto.
—¡Un momento! —exclamó el Sanguinario visiblemente animado—. ¿No es la bardo aquella que galopa hacia la aldea?
—¡Súbeme! —exigió el mediano.
Wunreg lo cogió por las axilas y se lo subió a hombros. El pequeño cuerpo le impedía al mediano otear desde el suelo. Subido a hombros de aquel fornido hombre, se llevó la mano a la frente y aguzó su visión. El Sanguinario señaló con el dedo hacia la dirección donde creía que galopaba Avanney.
—Yo diría que sí que es ella —corroboró Dedos.
—¿A dónde irá?
— Ni idea. De momento al poblado.
—¿Qué hacemos?
—De momento esperar. Tenías razón, acercarse más sería peligroso.
—Podríamos escondernos un poco más allá —dijo Wunreg señalando hacia el poblado—. Puede que nuestros “amigos” huyan de aquí.
—¡No! ¡Fíjate! —exclamó Dedos—. Los tharlerianos persiguen a los fedenarios que huyen. El campo de batalla se está despejando, mientras que las zonas próximas a la aldea misma se están llenando demasiado de soldados de ambos reinos. ¡Es muy arriesgado! Vamos a esperar aquí un poco más.

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§

Avanney llegó al edificio carcelario. Desmontó de Trotamundos y entró al recinto. Una habitación con una mesa y un par de sillas hacían las funciones de despacho. Dos soldados de Fedenord custodiaban la estancia. Ellos la conocían, pero empuñaron sus armas recelosos de las intenciones de la bardo. Avanney se adelantó a ellos.

—¡Nuestro ejército está siendo derrotado! —dijo con voz jadeante y tanteando el conocimiento de los soldados acerca de la batalla y de Gareyter.
—¡Mientes! —dijo uno de ellos—. ¡No es posible!
—¡Asómate pues ahí fuera y dime lo que ves! —le inquirió. A lo cual el carcelero se acercó a la puerta y se asomó—. ¡Dime lo que ves! —insistió ella.
El carcelero se volvió, pero no articuló palabra.
—¡Yo te lo diré! —le dijo Avanney—. ¡Fedenord está huyendo!
—¿Y Gareyter? —preguntó el otro.
—Gareyter está luchando valientemente —mintió ella—, pero necesita de nuestra ayuda. Me ha mandado a mí para avisaros. Debemos incorporarnos todos de inmediato al frente. He venido también a por mis espadas; con un arpa no puedo ayudar demasiado en la batalla.
Ambos carceleros se quedaron parados y sin habla durante un momento. ¿Estaban cuestionando las palabras de la bardo? ¿O estaban dudando entre ayudar a su Capitán o escapar como el resto?

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—Quedaos aquí como cobardes si queréis —dijo resolutiva—. Yo voy a regresar al campo de batalla. ¿Dónde están mis espadas? —preguntó finalmente.
—En el armario... —dijo uno de ellos.
—Gareyter no se alegrará mucho al saber que le habéis desobedecido, no —dijo Avanney mientras se acercaba al armario—. Aunque, pensándolo bien, cuando entren aquí los tharlerianos... —Hizo una pausa para que sus palabras hicieran mella en sus corazones—... que será de un momento a otro, por cierto, ya no hará falta que respondáis ante Gareyter.

Cuando Avanney se giró, ambos soldados habían salido ya de allí apresuradamente. Contenta con el resultado de su engaño, abrió el armario. Allí estaban sus espadas y el resto de aperos personales que les habían sustraído; las bolsas de viaje, el bastón de Algoren’thel, y las armas de Endegal. Buscó con ahínco las llaves de las celdas. En el armario no estaban. En otros armarios y estantes tampoco las encontró. Finalmente miró en la mesa. Revolvió todos los papeles y nada. Miró en los cajones adosados y encontró un juego de grandes llaves.

Entró por el pasillo que llevaba a las celdas. Estaban llenas de gente, clamando por su libertad. En una de ellas, y bastante estrecha, estaban Endegal sentado en un rincón con la cabeza oculta bajo su verde manto y Algoren’thel todavía semi inconsciente y magullado.

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—¡Endegal, Algoren’thel! —gritó Avanney cargada con los objetos personales de cada uno—. ¡Arriba! Voy a sacaros de aquí.
Endegal se levantó y ayudó a su amigo a incorporarse.
—¿Endegal? —preguntó un hombre desde la celda de al lado al oír el nombre del medio elfo—. ¡Endegal! ¡No te había conocido, muchacho! ¡Estás vivo!

El semielfo reconoció aquella voz. Provenía de la celda de al lado, pero no podía verlo porque les separaba un muro de mampostería. Pero el sonido de aquella voz le recordó a un hombre grandullón. Era de alguien a quien recordaba amargamente.

—¡Debhal! ¿Qué haces tú aquí?
—Un malentendido con un superior... —y enseguida desvió el tema—: Oye, sácame de aquí y te compensaré.

Endegal le ignoró y se dirigió a la bardo.

—Avanney... —murmuró Endegal—. Creí que nos habías abandonado. Su rostro aún mostraba los síntomas de la desesperación y sus ojos enrojecidos delataban que había llorado durante horas.
—Pues de eso nada, amigo. Tomad vuestras cosas —dijo pasándolas entre las rejas. Probó varias llaves hasta que una de ellas abrió la celda.
—¡Endegal! ¡Ayúdame! —gritó Debhal.
—¡Endegal! —gritaron todos los encarcelados que de pronto parecieron reconocerle—. ¡Libéranos, por favor!
Endegal pasó por delante de Debhal, el cual llevaba el uniforme del ejército de Tharler, y le miró a los ojos. Los penetrantes ojos esmeralda del semielfo hicieron que Debhal retrocediera un paso.
—¡No sé cómo tienes la desfachatez de mirarme a la cara, maldito engendro de Ommerok! —le reprochó—. Sabes de sobra que mi exilio de esta aldea hace tres años fue por tu culpa. Y eres tan culpable de eso como de la muerte de mi madre. No mereces otra cosa que la muerte.

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Endegal se giró, dirigiéndose a todos los de Peña Solitaria que conoció y les acusó:
—¡Todos vosotros sois culpables de la muerte de mi madre! No soy quién para juzgaros de los delitos que habéis cometido para que os encarcelen, pero si estáis aquí, no seré yo quien os libere. —Clavó su penetrante mirada sobre Debhal—. Y en cuanto a ti, debería matarte aquí mismo, miserable. Dame las gracias por permitirte que sigas con tu ruin vida —le dijo, y salió del edificio.
—¡Es amigo del demonio blanco! —gritó el compañero de celda de Debhal al ver que el elfo iba con ellos.

Todos los presentes se atemorizaron ante su presencia y de pronto pareció que ya no tenían tantas ganas de salir de su celda.

—¡Te has aliado con un demonio blanco! ¡Yo supe desde el principio que eras un traidor! —gritó Debhal —. ¡Bastardo traidor! ¡Te faltan agallas para matarme! ¡Si salgo de aquí acabaré contigo! ¿Me oyes?

La bardo, ayudando al maltrecho Algoren’thel le acompañó afuera. Desde la calle oyeron los gritos de venganza de los que quedaron allí dentro, y por encima de todos ellos, el grave vozarrón de Debhal, lanzando maldiciones de todo tipo.
En la aldea, sin embargo, reinaba el caos; tharlerianos perseguían y mataban a fedenarios que huían sin dirección fija. Avanney subió a Algoren’thel sobre Trotamundos.

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—Niebla Oscura está en el establo de ahí detrás, Endegal, tenían a Trotamundos en el mismo lugar.
—Está bien, Avanney —dijo el semielfo—. Marchad hacia el Bosque del Sol. Ahora os alcanzo.


§

Wunreg, cansado de esperar, balanceaba a Desgarradora con inquietud.

—El campo de batalla está bastante despejado ya, Dedos. Es hora de acercarnos un poco más.
—Sí, la lucha se está esparciendo mucho. Puede que podamos pisar el terreno sin demasiadas dificultades, pero aún así corremos peligro. Tú aún estás herido —dijo refiriéndose más a la paliza que el elfo le había propinado al Sanguinario la noche anterior que a la flecha del muslo.
—Bah, tonterías. Estoy perfectamente. Además, no soporto ver tanta matanza y no intervenir. —Sus manos agarraban con fuerza ambos extremos de su terrible arma.

Dedos se puso un poco nervioso por aquellas palabras; iban a entrometerse en medio de una batalla y Wunreg tenía ganas de matar. La combinación de esos dos ingredientes no le hubiera preocupado si él mismo no tuviera la obligación de acompañar al Sanguinario allá donde fuera. Era su guardaespaldas personal y no debía alejarse mucho de él. Así que le siguió la corriente.

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—Si tú lo dices...


§

Endegal tardó un poco en llegar al establo; cada vez eran más los soldados de un reino y otro los que concurrían la aldea. Le salvaba momentáneamente el no llevar distintivos de uno u otro reino. Se había quitado el manto del viento, y lo llevaba enrollado bajo el brazo, para pasar como un aldeano más y ser de este modo ignorado momentáneamente por ambos bandos. Entró al establo y allí, entre otros caballos, estaba su brava montura Niebla Oscura. Pensó que a Algoren’thel le haría falta también una montura, así que escogió otro caballo al azar y salió en busca de sus amigos.


§

Un aturdido fedenario se levantó, herido a todas luces a juzgar por la sangre que manchaba su cabeza y por sus andares poco firmes. Pero estaba vivo. Sólo le obsesionaba la idea de salir de aquel infierno. Una bola de hierro impactó en su omóplato, llevándolo de nuevo al suelo. Levantó la vista aterrorizado. El enorme hombretón levantó una extraña arma. El fedenario interpuso sus manos a la mortal trayectoria, pero Wunreg logró incrustarle el filo de Desgarradora en las costillas. Luego tiró de él un par de veces. El desafortunado gritaba, y el Sanguinario parecía disfrutar de su dolor.

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—¿Qué diablos haces? —le preguntó el mediano.
—Tharler ha ganado esta batalla, renacuajo. ¿Tú de qué parte estás?
—De la tuya, por supuesto —dijo a regañadientes—. Pero creo que estamos llamando demasiado la atención.
—Bobadas. Estamos en el campo de batalla. ¿Hay algo más natural que esto? —dijo tironeando una vez más de la cadena.
—Puede que tengas razón, Wunreg, pero creo que no debemos perder de vista nuestro objetivo real.
—Bah, como quieras...

Wunreg rodó la bola de fundición y la estrelló contra la cabeza del fedenario, matándolo de un solo golpe. Liberó su afilada arma y reprendieron la marcha. Caminaban entre cadáveres, cuando de pronto Wunreg se alejó del camino preestablecido.

—¿Qué demonios haces, insensato? ¡Vuelve aquí!
—Espera un momento, Dedos. Me ha parecido ver a alguien conocido.
El mediano finalmente, murmurando maldiciones, decidió seguirle. Al cabo de unos pasos, Wunreg se detuvo sobre un cadáver.
—¿Lo conoces? —le preguntó a Dedos.
—¡Por las garras de Ommerok! —exclamó—. ¡Gareyter en persona y derrotado!
—Me gustaría haber presenciado la muerte de este perro fanfarrón. ¿Qué digo? Me gustaría haber sido yo quién le hubiera matado —rectificó el Sanguinario—. Bueno, yo ya no tendré el gusto de hacerlo, pero ¿qué le vamos a hacer? —Tras lo cual le escupió—. Fíjate —añadió—. Parece como si un terrible monstruo le hubiera dado un zarpazo. Tiene la armadura destrozada.
—Es cierto... —Dedos se agachó hacia el cadáver mientras lo tanteaba.
—¿Qué haces?
—¿Tú que crees? —contestó el mediano mientras cogía una bolsa de piel marrón atada al cinturón de Gareyter.
—Ya veo. Desvalijando a un muerto. Tú si que tienes la cabeza en tu sitio, ¿verdad?
—Por supuesto —admitió orgulloso—. Éste no es un muerto cualquiera. Si hay algún soldado muerto con posibilidades de tener algo de valor en plena batalla, es éste. —Abrió la bolsa y exclamó—: ¡Oh, grandiosa Vanhetta, Diosa de las Riquezas!

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Había varias monedas de plata, cuatro pepitas de oro, y una esfera de granito verde perfectamente pulimentado. La presencia de la esfera en la bolsa le atrajo y la cogió con dos dedos y la observó con detenimiento. La esfera era perfecta. Impecable.

—¿Qué es eso? —preguntó el Sanguinario.
—Una bola de mármol o de granito. No sé qué demonios hará esta obra de arte en manos de Gareyter y en el campo de batalla. Debe de ser alguna especie de recuerdo, o quizás la usara como amuleto, no sé...
—Bueno, quédate con la bola verde y las monedas de plata si quieres, pero dame las pepitas de oro.
—¡Hey! ¡Yo he encontrado la bolsa! —inquirió el mediano—. ¡Su contenido es mío!
—Oye, mequetrefe, si estás aquí es gracias a mí. Tú me pediste que te acompañara y aquí estoy. Aún no he recibido ninguna recompensa por el enorme favor que te he hecho. Me merezco el oro, mediano. Soy demasiado generoso dejando que te quedes tú con las monedas de plata.

Dedos bajó inmediatamente la vista y observó su pequeño gran tesoro que tenía entre manos, y aceptó con resignación la decisión del Sanguinario. Era mejor que nada.

—Está bien...


§

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Avanney y Algoren’thel llegaron hasta los lindes del Bosque del Sol, aunque pronto vieron que la rudimentaria empalizada les impedía el paso hacia el interior. Las personas podían trepar por las gruesas estacas o escabullirse por algún hueco, pero los caballos no cabían por ningún sitio y desde luego aquellos animales no eran muy duchos a la escalada.
—¿Y ahora qué? ¿Era éste el plan de Endegal? —preguntó Avanney.
—Tenemos que entrar —dijo farfullando el elfo.
—¿Cómo? No abandonaré a mi caballo.
—No podemos quedarnos aquí fuera, podrían descubrirnos.
—Buscaré algún modo para conseguir que Trotamundos cruce la empalizada. Si cuando llegue Endegal no he podido introducir al caballo, tomaremos otra ruta. Pero jamás abandonaré al caballo.
—Dirígete hacia allí —señaló el elfo—. Es donde existe el hueco entre troncos más grande —dijo con su voz agotada—. Si descabalgamos, quizás el caballo pueda entrar.
—¿Cómo sabes tú eso? —preguntó la bardo, a lo cual el elfo le respondió con una mueca cansina que pareció una leve sonrisa—. Mejor no preguntaré más, por el momento...


§

Wunreg y Dedos estaban indecisos. Adentrarse más en la aldea empezaba a ser arriesgado. Hasta ahora, nadie les había prestado demasiada atención, pero pensaron que no tendrían tanta suerte dentro de la propia Peña Solitaria. La situación se estaba estabilizando, y los soldados de Tharler empezaban a reorganizarse en la aldea.

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—Será mejor dirigirse hacia el sur, detrás de los campos y esperar —sugirió Dedos.
—¿Esperar a qué? Si no vamos a la aldea, no encontraremos nunca a ésos.
—Y si vamos ahora, repleto como está de soldados de Tharler, no llegaremos a ver el sol de mañana. Lo mejor será acampar y dejar pasar los días hasta que el ejército desaparezca de Peña Solitaria.
—Pero no tardará en anochecer, y acampar al descubierto puede ser peor.
—En eso tienes razón —reconoció el mediano—. Quizás debiéramos acampar en aquel bosque y quedarnos allí hasta que no veamos movimiento de tropas en Peña Solitaria. Por cierto, ¿no es ése el Bosque del Sol?
—Creo que sí. Debe ser el mismo bosque que cae más allá del Pantano Oscuro.
—Dicen que el Pantano está infestado de orcos... —dijo temeroso el mediano.
—Si el Pantano Oscuro está repleto de orcos, goblins y lobos, ten por seguro que ese bosque también lo estará. —Al ver la expresión del mediano añadió—: Pero no temas, amigo. Acamparemos en los lindes. ¡Y si aparece un asqueroso orco, mientras se entretiene comiéndote las entrañas, le aplastaré la cabeza con la bola de Desgarradora!

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Las palabras de Wunreg no le animaron demasiado, pero fueron de todos modos en dirección al Bosque del Sol. Al poco tiempo, divisaron una figura que cabalgaba sobre un caballo mientras conducía otro por las riendas. Era Endegal, que cabalgaba ya hacia el reencuentro con sus amigos, con su yegua Niebla Oscura y con otra montura para el maltrecho Algoren’thel.

—Mira, Wunreg —señaló Dedos—, creo que nuestro amigo tiene el mismo destino que nosotros.
—¿Es él? —preguntó ansioso, pues nunca había visto a Endegal de tan cerca. Hasta ahora sólo lo había observado a lo lejos de alguna extensa llanura cuando les perseguían, a Endegal y a Avanney, de camino a Ertanior.
—Sí, es él—afirmó Dedos—. No tengo la menor duda. Fíjate en sus ropas. Son similares a las de tu querido Algoren’thel.
—Cierto. Pero está sólo. ¿Y el resto? ¿Habrán muerto?
—No lo creo. Por lo menos hay alguno de ellos vivo. ¿Por qué si no llevaría dos caballos? —razonó el mediano.
—¡Matémoslo ahora mismo! —exclamó decidido el Sanguinario. Empuñó a su terrible arma y sus músculos se tensaron.
—¡Ni lo pienses! —le detuvo el mediano como pudo—. Nos llevará hasta el otro superviviente. Puede que sea Algoren’thel. Y los dos deben llevarnos hasta su aldea, o hasta donde obtuvieron el oro. Estamos aquí para eso. ¡No lo olvides!

26. El guantelete

Demonios blancos / Víctor M.M.


§

Endegal había llegado hasta la empalizada del bosque. Miró alrededor y vio a Avanney en un extremo haciéndole señales. Se acercó hasta allí. La bardo había atado su caballo a una estaca.

—Rápido —le dijo—. Atemos todos los caballos sobre la misma estaca y que tiren de ella al mismo tiempo. Si conseguimos echarla abajo, podremos entrar los caballos al bosque —sugirió Avanney.

Endegal ató a los caballos a la estaca que Avanney había señalado, y a la orden de la bardo, empezaron a tirar con fuerza. Tiraron una, dos y tres veces.
A la cuarta, la estaca cedió.

26. El guantelete

“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
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By Víctor Martínez Martí @endegal