El suyo era un corazón inquieto y necesitaba renovar de aires cada cierto tiempo. Si seguía al extranjero y a la bardo, seguramente le llevarían hasta una ciudad mucho más próspera que Vúldenhard; el paraíso que siempre había soñado. Sólo había un problema. ¿Cómo perseguir a aquellos dos montados a caballo? Los de su raza no acostumbraban a cabalgar, entre otras cosas porque debido a su corta estatura, la tarea se hacía bastante incómoda para alguien cuyos pies no llegan a los estribos. Pensó en adquirir un poney, ya que sería más apropiado para un mediano, pero el trote de un poney no podría jamás alcanzar a dos jinetes como aquellos. Corría el peligro de perderles el rastro, un peligro que no podía permitirse.
Por aquellas razones, se encontraba ahora encima de un brioso caballo marrón con patas blanquecinas. En los lomos del caballo, a Dedos lo acompañaba una gran figura, cubierta con un gran manto. El hombre que se escondía bajo aquellos ropajes le ayudaría a perseguir a aquellos dos misteriosos fugitivos. Ambos se disponían a salir de Vúldenhard. Estaban ya muy cerca de las puertas de la ciudad, abiertas pero vigiladas mientras hubiera luz diurna.
—¡Alto ahí! —ordenó Bherent.
Dos alabardas se cruzaron al paso de éstos y el caballo se detuvo. Dedos miró a Bherent y viceversa.
—¡Vaya! —dijo el cabecilla de la guardia—. ¿A quién tenemos aquí? El rufián número uno se dispone a abandonar la ciudad...
—Ya me he cansado de estar aquí —respondió el mediano—. Voy a Arpengard; esta ciudad se está alborotando demasiado para mi gusto.
—¿Quién lo hubiera dicho? ¿Y qué me dices de tu amigo? —dijo señalando al hombre del manto, que le estaba ignorando—. ¡Hey tú! ¿Por qué quieres abandonar Vúldenhard? —se dirigió a la enorme figura.
El hombre del manto bajó la vista, buscó algo entre sus ropajes y carraspeó. Empezó a hablar con una voz bastante floja.
—Abandono Vúldenhard, porque...
Bherent se aproximó para oírle mejor, actuando teatralmente con una mano en su oreja izquierda.
—...porque... —le instó el custodiador de la puerta a finalizar la frase.
—Porque estoy hasta las narices de tener que soportar todos los días la presencia de las ratas inmundas come carroña que sois todos vosotros —se oyó vagamente.
—¿Qué... —llegó a vocalizar Bherent, cuando vio salir de una manga del extraño una bola de fundición unida a una cadena y deslizarse hasta la altura de sus ojos. No tuvo tiempo de reaccionar. Sólo tuvo tiempo de cubrirse la cabeza, pero el impacto fue tremendo y cayó malherido al suelo.
Los porteadores que llevaban las alabardas encararon sus armas para frenar el avance del caballo e intentaron desmontar a sus jinetes. Dedos sacó una pequeña ballesta oculta bajo su manto y le acertó al soldado de la derecha en el pecho y su acompañante encapuchado rodó de nuevo su arma y se deshizo de éste con facilidad. El acompañante de Dedos se agachó por su costado izquierdo para enfrentarse al otro centinela y logró clavarle bajo el esternón el otro extremo de Desgarradora, la temible arma de Wunreg el Sanguinario. Espoleó a su caballo; éste corrió como el viento y atravesaron la portalada. A rastras llevaba al desafortunado soldado gritando por el angustioso dolor que le infligía la afilada cuchilla clavada por encima del vientre. Los dos arqueros apostillados sobre las almenas dispararon sobre los fugitivos, y aunque lograron herir a Wunreg en el muslo, nada pudieron hacer para evitar que escaparan.
Se dirigieron a las aguas del Earentis, siguiendo las huellas de los caballos de Endegal y Avanney.
—¡Van al norte! —exclamó Wunreg tras estudiar el rastro—. No van hacia la Sierpe, Dedos. ¿Qué demonios está ocurriendo aquí?
—No lo sé, Wunreg, pero tenemos que ir tras ellos. Puede que mintieran sobre su origen. Le he oído decir a la bardo que se dirigía a las Colinas Rojas de los Enanos. Pensé que era un engaño.
—¿Crees que pasarán por Tharler?
—Es posible. Pero si de algo estoy seguro, es que vayan donde vayan, debemos seguirles si queremos encontrar la fuente de sus riquezas...
—Puede que se encuentren con su amigo de cabellos claros...
—Estoy convencido de que más tarde o más temprano lo harán —dijo el mediano escrutando las facciones del gigantón—, y entonces podrás vengarte de él.
Wunreg bajó del caballo y liberó el cuerpo del ya desangrado soldado centinela. Limpió la sangre de Desgarradora con las ropas del muerto y se arrancó de cuajo la flecha del muslo. Si sintió dolor, Dedos no pudo asegurarlo, porque el alto y fornido Wunreg no dio la menor muestra de ello. Su fruncido rostro, más que de dolor, era de ciega ira. Sus ojos reflejaron el fuego cruel de la venganza.
—Vaya que si lo haré...