Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

01
La Herencia

Darlya cortaba en rodajas unas zanahorias con la facilidad y maestría que toda madre sufrida adquiere solamente por su condición de madre. Echó las rodajas en un cuenco que contenía otras verduras preparadas, no con menos esmero, y limpió la tosca superficie de la mesa con un trapo húmedo. Inspeccionó el contenido de una especie de cazoleta alta en bastante mal estado y, tras comprobar el aspecto del conejo troceado, añadió las verduras junto con un poco más de agua. Aquel cocido era todo un lujo para cualquier casa de Peña Solitaria, pero Darlya siempre guardaba uno de sus mejores guisos para los días de yharunde. Siempre tenía esos detalles en los días festivos. La vida en la aldea de Peña Solitaria había pasado en pocos años de ser placentera a ser desesperante, pero ver la sonrisa hambrienta de su hijo Endegal cuando entraba a casa después de una mañana de juegos y carreras compensaba en mucho sus otras preocupaciones.

Mientras Darlya preparaba la comida, sumergida en aquel aroma cálido que le abría el apetito, recordó por un momento esos días en los que vivía en plena libertad. Recordó aquellos tiempos cuando todos los reinos colindantes vivían en plena paz y armonía, sin molestarse unos con otros, y que incluso comerciaban entre ellos en diversas ocasiones. Una paz que sólo era perturbada ocasionalmente por ciertas incursiones de orcos, sobre todo en los pueblos más fronterizos a los bosques y demás tierras salvajes. Peña Solitaria era uno de aquellos pueblos, y sin embargo, raramente eran atacados por huestes de orcos. Los habitantes de este pueblo se vanagloriaban de ello, pues aseguraban que eran los aldeanos que mejor sabían defenderse de aquellas bestias usando sus aperos de labranza y alguna que otra espada.

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Pocos eran los orcos que llegaban a Peña Solitaria, y a pesar de las fanfarronadas de los aldeanos, Darlya era la única persona del poblado que sabía cuál era la verdadera causa. Ella lo sabía muy bien. Contemplando a Endegal, su querido hijo, jugando con otros chicos de su edad, se acordaba perfectamente del motivo que tenía apartados a los orcos de aquella zona. Una lágrima cayó sobre aquella rústica mesa. En la agrietada madera apareció una mancha húmeda que fue desdibujándose gradualmente. Cayó otra lágrima más tras resbalar por el rostro de la mujer. La cebolla no podía ser la causa. Hacía demasiado tiempo que la había troceado.


§

Endegal salió disparado al ver que Debhal lo perseguía con verdadero ahínco. Si Debhal conseguía cogerlo, Endegal perdería en aquel juego. Los demás chicos habían conseguido eludir a Debhal y tocar la “Peña Protectora” antes de que éste los alcanzara. Así pues, sólo quedaba Endegal en juego, y Debhal puso toda su alma en atraparlo; como si le fuera la vida en ello. Debhal era arrogante y engreído, y no quería verse humillado al perder dos veces seguidas.
—Sabes que no me vas a coger —reía Endegal burlón.
—Soy Debhal, hijo de Antebhal, y juro que te cazaré, maldito Endegal —gruñó aquél, enfadado.
Entonces Endegal empezó a trepar por un árbol. Debhal, que era uno de los niños más atléticos de la aldea, lo siguió con rapidez, pero cuando sólo había llegado a las ramas inferiores, miró hacia arriba y observó que su contrincante estaba ya en la cima. Había trepado con la velocidad y agilidad de un felino, postrándose en las ramas más altas y delgadas de la copa; un lugar al que Debhal sabía que no llegaría nunca.
—Y yo soy Endegal, hijo de Darlya, y juro que no me cogerás. ¡Sube hasta aquí si te atreves! —le incitó desde lo alto.

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Debhal bajó del árbol momentáneamente, simulando abandonar la empresa de atrapar a su adversario. Se agachó como si estuviera abrochándose la bota y cogió con disimulo una piedra que escondió en uno de sus bolsillos.
—¿Qué clase de caballero tiene en su linaje como segundo nombre el nombre de su madre? —se burló Debhal mientras subía de nuevo con relativa tranquilidad por el tronco del árbol.
—Más caballero que tú soy, porque no puedes vencerme en nada.
El intercambio de palabras era de lo más ofensivo; Endegal no tenía padre conocido, por lo que a su madre se la trató de furcia y a él de hijo bastardo, y Debhal —que siempre se regodeaba de ser mejor que los demás— en pocas ocasiones había conseguido vencer a Endegal en una confrontación que no fuera meramente de fuerza bruta.
—¡Maldito bastardo! —masculló entre dientes Debhal. Movió un pie y el crujido de la rama que lo sostenía le indicó que no podía subir más arriba. Se afianzó en su puesto, sujetándose con la mano izquierda a una rama colindante. Con su mano derecha sacó la piedra del bolsillo y la lanzó con rabia hacia Endegal.

Endegal no se lo esperaba. La piedra fue directa a su cabeza y en un acto reflejo, ladeó la cara mientras giraba el cuerpo. Levantó al mismo tiempo una mano para cubrirse el rostro. El movimiento fue muy rápido, y aunque la piedra golpeó en la mejilla de Endegal, el golpe estuvo bastante bien amortiguado. Pero lo peor no fue aquel golpe. En su movimiento defensivo, Endegal perdió el equilibrio y se precipitó hacia el suelo desde aquella más que considerable altura. En su caída iba siendo golpeado sin pausa por las ramas y en uno de los golpes perdió el sentido, de tal modo que su cuerpo iba rebotando en las ramas como un pelele. Finalmente llegó al suelo sin mejor suerte, y se quedó allí tendido, como muerto.

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Darlya había contemplado la escena con horror. Había estado viendo la tortuosa caída de su hijo. De hecho, cuando Endegal llegó al suelo, ella ya estaba corriendo a medio camino entre su casa y el árbol.
Debhal se acercó al cuerpo inerte, pasó impasible por su lado, se agachó y tocó la espalda de Endegal y le dedicó unas palabras.
—Te dije que te cogería, hijo de orco sarnoso. —Si le importó o no que Endegal estuviera muerto, no lo demostró en absoluto. Debhal se dio la vuelta y echó una mirada cínica a sus compañeros. Estaba marcando su territorio. El resto lo contemplaron asustados y captaron el macabro mensaje: no debían enfurecer jamás a Debhal, pues los castigaría de igual modo que al pobre Endegal.

Debhal oyó algo moverse con velocidad detrás de él. Tuvo el tiempo suficiente para darse un cuarto de vuelta y ver por el rabillo del ojo acercarse una figura femenina adulta. Después le llegó el sonido ensordecedor y un intenso dolor en su mejilla tras el enérgico bofetón que Darlya le propinó en plena carrera. Luego notó la hierba sobre su rostro; Darlya lo había derribado con suma violencia. Estuvo cinco segundos asimilando qué demonios le había sucedido. Se puso de rodillas y cuando alzó la mirada pudo contemplar a Endegal en brazos de su madre que lloraba por él. Debhal se levantó y se fue a su casa, no antes sin pasar por delante de ellos dos y lanzarles una mirada de desprecio.

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§

Darlya, tras comprobar que su hijo todavía respiraba, había llevado a Endegal en brazos hasta su casa. Sabía que en otro tiempo, cualquier aldeano le hubiera llevado a caballo o en carreta hasta la ciudadela, donde algún sanador trataría de curar a su hijo. Pero ahora estaban en aviso inminente de guerra. Las cosechas escaseaban, y guardias de Tharlagord se aseguraban que los tributos alimenticios y monetarios llegaran semanalmente a la ciudadela. Se ocupaban de eso y de otros quehaceres de no menos importancia, como supervisar que los mayores de ocho años trabajaran incansablemente la tierra, o que llevaran un adiestramiento como soldados, convenientes para aquellos tiempos de incertidumbre bélica, por mencionar algunos. No sabía cómo, pero desde hacía una década, Darlya notó cómo el odio, incluso entre los propios aldeanos, iba creciendo cada vez más. Razonó que sólo el hecho tener al vecino Reino de Fedenord como enemigo común sostenía unidos a los aldeanos. Desde luego, ahora nadie le echaría una mano con su hijo. Cada cual procuraba ocuparse de sus propios asuntos e intereses. Las peleas en la taberna y en las calles iban en claro aumento, sólo mitigadas cuando a los soldados les venía en gana o tenían un arrebato de cordura. Y por lo que Darlya sabía, en el resto de poblados de Tharler sucedía lo mismo. ¿Cómo pudo un Rey tan bondadoso como Emerthed, llevar a su reino hasta ese estado de odio mutuo e intranquilidad?

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En realidad lo temía. Se rumoreaba que este Rey había hecho un pacto con el mismísimo Ommerok: que en su lecho de muerte, vendió su alma a cambio de la vida eterna. Y es que, a sus casi noventa años, lo que en su día había sido un Rey envejecido, que casi no podía valerse por sí mismo, se había convertido ahora en un Rey enérgico y fuerte, que incluso cabalgaba con sus tropas y participaba en las batallas contra los orcos. Pero aún así, su reino se había transformado en un reino inestable. Nadie se fiaba de nadie. Las aldeas estaban vigiladas de día y de noche, alerta a la espera de noticias que declarasen abiertamente que Fedenord era el enemigo a batir.
No, pensó Darlya, ya nada era como antes. Ya nunca podría volver a serlo.

Unos golpes en la puerta despertaron a Darlya de sus pensamientos.
—¡Abre de una vez! —bramó una voz ronca desde el otro lado de la puerta.
Darlya la reconoció rápidamente como la de Antebhal. Sabía de sobras que no estaba de humor. Había temido desde el principio las represalias del maleducado y bravucón padre de Debhal, pero en absoluto se sentía arrepentida de lo que había hecho. Incluso aquel bofetón le parecía poco castigo para aquel chaval de mente tan retorcida.
Sabiendo que el carácter insociable de Debhal había sido gestado desde la sangre de su padre, Darlya no dudó en asir un cuchillo de cocina como medida disuasoria. Antebhal era capaz de todo. Buscó rápidamente algo para atrancar la puerta, pero no tuvo tiempo. Después de dos intentos, Antebhal consiguió abrir por la fuerza la puerta, destrozando la cerradura a base de duros golpes con su robusto hombro. Varias astillas cayeron al suelo.
—¡Fuera de mi casa! —dijo Darlya armada con el cuchillo—. ¡Tu hijo casi ha matado al mío! ¡Es el castigo mínimo que se merece!
—¡Cállate! —gritó él, enfurecido—. ¿Qué derecho tienes tú para juzgarle? Por lo menos mi hijo tiene un linaje limpio. ¡Cosa que no puedo decir del tuyo, que tiene a una furcia por madre! No sabes ni quién es su padre porque te acostaste con todo el mundo, ¿no es así?
—¡Claro que sé quién es su padre, cerdo estúpido! —le replicó enfurecida y con el cuchillo bien en alto.
—¿Ah, sí? ¿Quién es pues? —preguntó en tono burlón mientras se acercaba poco a poco.
—Está muerto —respondió—. Y jamás revelaré su nombre como le prometí. ¡Ahora fuera de mi casa! —le amenazó.
—No me iré hasta que no zanje este asunto. ¡Vas a pagar ahora mismo lo que le has hecho a mi hijo, zorra!
Anthebal apretó los puños y se abalanzó sobre ella.

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Ella blandió el cuchillo y consiguió rasgarle una manga de la camisa. Era como una leona defendiendo su camada. Un hilillo de sangre brotó del brazo de Antebhal, y éste comprendió que no era prudente acercarse a aquella mujer mientras estuviera en condiciones de manejar aquella arma doméstica. Así que se echó atrás, cogió una silla y se la lanzó con violencia. La silla impactó en Darlya y la derribó. Con las manos apoyadas en el suelo, no pudo levantar la que contenía el cuchillo, puesto que Antebhal se la pisaba con firmeza. Horrorizada, vio como Antebhal la cogía por la muñeca y la levantaba. Ella reaccionó rápidamente con un soberbio rodillazo en la entrepierna que dejó sin aliento a Antebhal, pero el bruto no la soltó en ningún momento. Aquello lo encolerizó todavía más y le dio un puñetazo en la cara que casi le hizo perder el sentido. Se la echó al hombro y la introdujo en el dormitorio. Mientras la llevaba, de la nariz de Darlya goteaba sangre, trazando en una triste línea discontinua el trayecto hacia su calvario.

—Te lo hiciste con todos para tener a ese bastardillo tuyo, ¿no? —llegó a oír Darlya—. Con todos menos conmigo, por lo que veo. Así que vamos a enmendar ese error tuyo.
Endegal, en su lecho, oía gritar a su madre pero estaba demasiado magullado, sus músculos no le obedecían. Sólo pudo llorar en silencio la suerte de su progenitora.

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§

Al cabo de dos días, Endegal se recuperó milagrosamente de casi todas sus heridas. Muchos habían dudado el que pudiera salir con vida de aquel incidente. De hecho, en sus condiciones, cualquier niño de Peña Solitaria habría tenido muy difícil salvarse del frío abrazo de la muerte, y de hacerlo así, hubiera tardado varias semanas en recuperarse. Los rumores acerca de brujería se extendieron por las tabernas. Y los aldeanos empezaron a recelar de Darlya.

Tres días después, al anochecer, cuando hubo finalizado la jornada en el campo, Endegal hizo a su madre la pregunta que ella esperaba con tanto temor desde hacía mucho tiempo.
—Madre, ¿dónde está mi padre? —preguntó sin levantar la vista del plato. Sabía que la pregunta era seria, y la respuesta, como mínimo, incómoda para su madre.
—Ya te lo he dicho un montón de veces, hijo. Tu padre murió antes de nacer tú —respondió en un intento de evadir la respuesta como siempre había hecho.
—¿Y cómo murió? ¿Cayó enfermo? ¿Tuvo un accidente? ¿O quizás lo mataron?
Darlya había hecho frente a la curiosidad de su hijo en diversas ocasiones, pero esta vez se le antojaba que Endegal no se daría por vencido hasta saber la verdad. Darlya apretó los labios, meditó bien su respuesta y suspiró. Finalmente dijo, midiendo con cuidado sus palabras:
—A tu padre lo mataron en batalla. Él fue un gran guerrero, ¿sabes? —le sonrió en un intento de parecer despreocupada.
—¿Y cómo se llamaba? —le preguntó él. Su curiosidad iba en aumento; sus verdes ojos brillaban con intensidad.
—Eso no importa, hijo mío. Es mejor para todos que no sepas su nombre. Sólo nos traería más problemas.
Darlya entendió que la discusión estaba llegando a un territorio complicado. Esperaba que su hijo se diera por satisfecho.
—Cuando pregunten por mi nombre, ¿cómo tendré que responder? “¿Soy Endegal hijo de un guerrero sin nombre?”.
—¡Por Arkalath, Endegal! ¡Eres Endegal hijo de Darlya! ¿No te basta con eso? —respondió su madre enfurecida—. Créeme si te digo que es mejor para todos que no sepas el nombre de tu padre. Los habitantes de estas tierras ya tenemos demasiados problemas sobre nuestras cabezas como para acarrearnos todavía más complicaciones. —Luego bajó el tono, más amable—. Es mejor dejar las cosas como están, hijo mío. Eres ya mayor. Sabes que el próximo año deberás trabajar las tierras como el resto de los hombres. Eso sólo ya es un trabajo duro, Endegal, no lo pongas más difícil.
—¿Trabajaré contigo, madre?
—No... A las mujeres nos toca recolectar y sembrar cuando es la temporada, o dedicarnos al pastoreo si tenemos suerte —respondió aliviada, pues la conversación había tomado otro curso. Había conseguido evadir las preguntas sobre el padre de Endegal—. Tú transportarás capazos de tierra y piedras, y cuando seas más mayor, tendrás que arar las tierras o limpiar el terreno de las zonas salvajes.
—¿Eso incluye la tala de los árboles, madre? —preguntó preocupado.
—Exacto. La tala de árboles permite despejar el terreno para poder cultivarlo. Además, la madera obtenida la usamos para construir empalizadas y atalayas en las zonas fronterizas.
—No me gusta que corten los árboles. Los árboles son centenarios, han estado ahí mucho tiempo y no es justo que los matemos. —Darlya cayó en la cuenta de que hablaba de los árboles como si tuvieran vida propia, vida en el sentido más humano de la palabra—. Además, a mí me encanta subirme a ellos y esconderme.
—Lo sé, hijo mío, es una injusticia, pero ha de ser así. —Se notaba en la voz de ella una comprensión infinita hacia los pensamientos de su hijo—. Tenemos que estar preparados para defendernos en el caso de que se produzca una posible guerra. El Reino de Fedenord se está preparando también contra nosotros. Sus movimientos son difuminados y poco claros, pero de cualquier modo, hostiles.
—¿Por qué se ha de producir una guerra, madre? —le preguntó—. ¿Son mala gente los fedenarios?
—No menos malvados que los tharlerianos.
—Entonces, no lo entiendo.
—La tierra no da tantos frutos como antes, y el Rey pide cada vez más tributos. Los ríos se están secando, y las lluvias son cada vez más escasas. Tenemos que expandir nuestras fronteras para tener más pastos y alimentos, ¿entiendes? Al reino de Fedenord supongo que debe ocurrirle lo mismo. Nuestros límites se están aproximando alarmantemente a los suyos, lo que crea una sensación de guerra. Ni el Reino de Fedenord ni el Reino de Tharler están dispuestos a ceder un solo palmo de su territorio. El temor de la guerra provoca una necesidad de levantar las defensas, así como aprovisionarnos de alimentos, por lo que necesitamos que nuestros campos produzcan más todavía.
—Entonces esto no acabará nunca, madre. Cuantas más tierras tenemos, más cerca está la guerra. Y cuanto más cerca la guerra, más tierras necesitamos.
Endegal había asimilado rápido el macabro sentido de todo aquello. Se echó las manos a la cabeza y apretó los dedos enmarañados en su oscura melena.
—Y cuando la guerra sea declarada abiertamente, ten por seguro que todo será peor aún —le advirtió su madre. Y reflexionando sobre el posible final de todo aquello, añadió—: Y esto sólo puede acabar de una forma: uno de los dos reinos vencerá sobre el otro y todo terminará. Sólo nos queda rezar a Arkalath para que salvemos nuestras vidas.
Endegal quedó aterrorizado ante las palabras de su madre. Ella tenía razón, el nombre y la historia de su padre no tenían ya la menor importancia frente a los acontecimientos que se estaban gestando. Le repudió la idea de que su obligado trabajo fuera en favor de una guerra que ni él ni su madre deseaban. No entendía por qué no podían marcharse de allí, muy lejos, y olvidarse de la guerra.

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Le costó conciliar el sueño esa noche pensando en todo aquello. Y a su madre también le costó hacerlo, pero ella tenía otros motivos. Pensó en su hijo, en las cosas que le estaban sucediendo. Pensó en su rápida recuperación de dos días, en su destreza y agilidad, en su amor por la naturaleza —sobre todo hacia los árboles—, en su gracilidad de movimientos, en su buena visión incluso en la noche más oscura, en sus facciones del rostro tan angulosas y marcadas, en sus largas horas de reflexión profunda, en su tendencia a soñar despierto, y comprendió que todo aquello era inevitable.
Todo aquello formaba parte de la herencia de Endegal.

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“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal