Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

12
El Pantano Oscuro

No parece un lugar muy agradable, aunque ciertamente no se ve demasiado desde aquí. Esa especie de niebla cubre una gran parte de la zona —dijo Endegal entrecerrando los ojos y agudizando su vista.

—Aunque no lo veamos todavía, te aseguro que cuando nos adentremos un poco más descubriremos que realmente no es de ningún modo agradable.
—Nunca has estado aquí ¿verdad? ¿Cómo puedes saberlo con tanta seguridad? ¿Lo dices por el mal olor?
—¿Acaso desconoces la canción del Pantano Oscuro? —dijo el elfo, que tras ver la cara de incredulidad de su compañero empezó a recitar:

No son cristalinas sus aguas
Más bien opacas y densas
De ellas se alimentan las tinieblas
Embotarán tus pensamientos
Ahí empezará tu tormento
En el Pantano Oscuro el viento no corre
En el Pantano Oscuro los pájaros no silban
Los árboles apenas crecen
La luz apenas brilla
A no más de cinco pasos la visión alcanza
En sus dominios no entres, viajero
Pues quien al Pantano desafía
No vuelve a ver la luz del día

Hordas de orcos en él habitan
Manadas de goblins en él acechan
Lobos enormes rondan sus aguas
Bestias inmundas, su alimento del día
Y aún otros peligros en él acechan
Ocultos tras las aguas brumas
Un antiguo dolor que espera.

12. El Pantano Oscuro

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—Como ves —añadió el elfo de cabellos dorados—, las historias que se cuentan de este lugar son aterradoras, medio humano. Bien es sabido por la Comunidad que hay muchos orcos y goblins en esta zona —le explicó—. Se cuenta que muchos son los que moran en el propio Pantano, y que acampan por aquí antes de sus incursiones al Bosque del Sol.
—Pues les va como espada en vaina. ¿Será natural el maloliente aroma de los orcos o es que se les queda impregnado por vivir aquí? —bromeó el medio elfo, mas la respuesta del Solitario le sobrecogió.
—Hay quien dice que son los orcos, los que infectan el pantano y no al revés —dijo aquél, tan escueto y serio como siempre. Endegal no supo si tomar la respuesta como doblemente jocosa o como una afirmación tan seria y rotunda como lo habían aparentado las contundentes palabras del elfo.
Desestimaron inmediatamente la posibilidad de cruzar el pantano, ya que la ausencia de embarcación alguna hacía imposible plantear aquella posibilidad, y en el caso de haberla habido, seguramente no la hubieran utilizado, pues espeluznantes eran las historias que se contaban sobre el contenido de aquellas oscuras y embarradas aguas, donde encallar y ser engullido por un monstruo solía ser el final favorito de aquéllas. Decidieron bordearlo por la zona norte, pues aquella ruta era la más corta y cercana al reino de Tharler.

12. El Pantano Oscuro

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Contemplaron el cielo con preocupación, calculando en qué fase del día estaban. Sin duda la noche les alcanzaría en pleno trayecto, pero ambos estuvieron de acuerdo en que mejor era cruzarlo en plena noche antes que dormir esperando un posible ataque orco en pleno sueño. Aunque ciertamente la razón era otra, pues cabía la posibilidad de dormir por turnos mientras el otro vigilaba, pero ninguno quería admitir su cansancio. Así que optaron por bordearlo sin descansar, aunque ello les llevara toda la noche y parte de la jornada siguiente.

No sería el cansancio su único enemigo en aquel viaje. Sabían que no dispondrían de agua potable para reponer sus cantimploras hasta salir del influjo del pantano. Aquel medio lago, medio cenagal, no era más que una acumulación del agua de lluvia que quedaba estancada; cuando se producían lluvias torrenciales, entonces se formaban ríos y canalizaciones de las tierras altas que alimentaban al pantano, pero los ríos, como tales, perdían rápidamente su caudal, y por tanto desaparecían. Esto significaba que el pantano no tenía renovación continua de su agua: ningún río ni manantial de entrada, ningún río de salida. Este razonamiento reforzó su primera decisión de sortear aquel obstáculo cenagoso cuanto antes y sin descanso.

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Viéndolo de cerca el pantano no parecía demasiado profundo, aunque no se sabía de nadie con vida que lo hubiera comprobado. Los límites de éste variaban ostensiblemente según la estación del año, o de si había llovido con frecuencia o no últimamente.


§

A medida que iban avanzando, y adentrándose de lleno en la oscura neblina, el suelo se iba tornando más esponjoso. Con varias horas de camino sobre sus piernas, el peso del barro adherido a sus botas hacía más penosa la ruta. Estaban bastante cerca de la orilla y Endegal pudo apreciar con horror el origen del nombre del pantano; su agua era muy oscura, aun en los lindes, y desprendía lentamente una especie de vapor grisáceo y pesado. Fijó su vista en aquellas aguas unos segundos, asombrado.

—También tú lo ves, ¿verdad? —le preguntó Algoren’thel—. ¿Pueden tus ojos percibir el calor del pantano? ¿Como un elfo... puro?
—Bueno, sí... Más o menos. Por la experiencia que he tenido con vosotros, puedo decirte que veo el calor del mundo, pero mis ojos son menos sensibles que los vuestros. Para que te hagas una idea, mi visión no me permite seguir rastros de calor. Pero de todos modos, me sobran capacidades para ver que este pantano no puede albergar ningún tipo de vida con tan elevada temperatura.
—Ningún tipo de vida corriente... —dijo Algoren’thel.
—¿Qué insinúas? —preguntó preocupado.
—Algo me dice que este pantano es algo más que un oscuro cenagal, cabellos oscuros. Hay una maldad oculta en estas aguas, estoy seguro.

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Endegal tragó saliva. Por su experiencia con los elfos, sabía que éstos parecían estar dotados de un sexto sentido que les permitía percibir cosas que no estaban al alcance de los sentidos de los mortales. No era algo definido, pues ni siquiera ellos podían dar una explicación lógica a lo que percibían, ni todos ellos eran capaces de percibir con la misma intensidad una misma cosa. Pero era evidente que tenían un instinto especial. De hecho, el elfo que demostraba tener una mayor sensibilidad hacia este tipo de habilidades, era elegido como Líder Espiritual. Por ello, Endegal sabía que cuando estos seres tenían un presentimiento, aunque no lo pareciera, nunca era infundado.

—Para llegar a la conclusión de que el pantano está caliente no necesitas de ningún tipo de visión —dijo el Solitario cambiando de tema—. Estamos casi en la parte más cruda del invierno, el sol acaba de ocultarse y, sin embargo, el sudor empieza a aparecer en nosotros.
—Es como si esta neblina oscura impidiera que el viento circulase con normalidad, a modo de barrera.
—Aquí se estanca todo: el agua impura y el viento cálido, los sucios orcos y los viajeros imprudentes.

La vegetación era prácticamente nula. Únicamente había árboles aislados y hierbajos mustios y embarrados. Pronto, el oscuro manto de la noche cayó sobre ellos a una velocidad pasmosa. Decidieron comer, mientras andaban, la fruta que les quedaba para evitar consumir el agua de sus cantimploras.

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Tan espesa era ahora la niebla, que en aquella noche de luna llena era imposible distinguir el suelo a más de siete pasos. Se oían sonidos que Endegal no había oído nunca; una especie de gemidos y gritos lejanos que les hicieron estremecerse a ambos. El fétido olor, el peso del fango, el cansancio acumulado por la batalla de esa misma mañana y las horas de caminata que estaban soportando sus cuerpos menguaron notablemente sus fuerzas. Ninguno de los dos orgullosos luchadores pertenecientes a la Comunidad de elfos de Bernarith’lea quería mostrarse más débil que su compañero, y acortaban camino a paso largo y sin rechistar, pero a medida que iban avanzando, sus pasos eran inevitablemente más pesados y lentos que los anteriores.

En uno de sus desacostumbrados y cansinos pasos, Algoren’thel, buscando apoyo para su bastón miró el suelo y vio algo que le alertó. Detuvo en seco a Endegal y le miró con el dedo índice pegado a sus labios. Silencio. Cuando Endegal estuvo preparado para recibir la información, el elfo le hizo una seña con las manos. La señal del lobo. Y luego otra seña. Cantidad, interpretable en este caso como manada. Endegal observó el suelo y verificó las sospechas de su compañero, mas su semblante se contrajo al ver que las huellas eran de un tamaño considerable. Eran de lobo, de eso no había duda, pero nunca Endegal había visto un lobo lo suficientemente grande como para que pudiera dejar tamañas pisadas. Había muchas huellas recientes hundidas en el lodazal y se dirigían hacia delante, lo cual significaba que si seguían caminando, se irían acercando a la manada, a no ser que ésta cambiara el rumbo más adelante, o que fuera a una velocidad muy superior a la de ellos.

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—¿Qué clase de lobos habitan por estos parajes? —preguntó el semielfo en voz baja.
—No lo sé con seguridad. Hay leyendas sobre lobos monstruosos que se alimentan de los orcos del pantano, aunque ni siquiera yo he llegado a verlos. No hay noticia de que entrara ninguno en el Bosque del Sol en muchos años, pero quien tuvo ocasión de verlos mencionó su enorme tamaño.

Algoren’thel pareció percibir algo y se giró de repente.

“Es peligroso continuar en esta dirección”, añadió Algoren’thel en el lenguaje de los gestos.
“No podemos retroceder. Cambiar de dirección es alargar demasiado la ruta y podemos encontrar otros problemas por el camino”, le razonó Endegal en el mismo silencioso lenguaje.
“Tampoco podemos dormir aquí. Deberemos continuar”
“Si caminamos en silencio, puede que el mal olor del pantano despiste a los lobos”
“No”, negó rotundamente el elfo, “Estos lobos viven aquí. Están acostumbrados a vivir con este olor. Nos detectarán si nos acercamos a ellos”
“¿Cuántos son?”
“Cuatro mínimo”
“Entonces nos arriesgaremos”, le indicó Endegal finalmente y Algoren’thel asintió satisfecho con la cabeza.

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Se aproximaron un poco más a la orilla del pantano para alejarse el máximo posible de los lobos. Pronto, las huellas de la manada desaparecieron por su derecha. No obstante, la humedad del suelo había aumentado y hacía todavía más penosa la marcha. A cada paso que daban les parecía como si el suelo se transformara en múltiples manos que les cogían de las botas con el afán de retenerlos, y en ocasiones, tan cerca estaban de la orilla que cuando levantaban un pie se oía un sonido de absorción, y en su propia huella aparecía agua.

De pronto oyeron unos chapoteos detrás de ellos, y se detuvieron. Ambos agudizaron su vista y oído. Gracias a su visión calorífica, percibieron que una masa deforme se dirigía hacia ellos de forma lenta y cautelosa. La amorfa visión parecía arrastrarse por el suelo como una babosa gigante. A ojos de la visión calorífica, el monstruo se estiraba y encogía, y a veces se disgregaba en dos masas de calor distintas. Endegal empezó a sentir el duro palpitar de su corazón como si de un tambor de guerra se tratara. Un leve gruñido sonó a través de la neblina, y tranquilizó momentáneamente al semielfo. Miró a Algoren’thel, y se dio cuenta que también el elfo parecía relativamente aliviado por la señal. El signo del lobo aparecía en sus manos. En principio, por aquella primera percepción, podría haberse tratado de un monstruo inimaginable, pero ahora sabían que eran lobos. La confusa percepción era dada porque la niebla, densa y caliente, confundía y dispersaba el calor de aquellos animales incluso con el ambiente, formando una sola figura ante sus ojos.
De todos modos, aquella información les alivió realmente poco, pues la manada de lobos era también un peligro más que temible, sobre todo imaginando el tamaño de sus integrantes basándose en las huellas de sus pezuñas. Algoren’thel asió con fuerza el bastón con las dos manos y Endegal cogió el arco y apuntó hacia las masas de calor que los observaban.

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—Caminaremos hacia atrás, vigilándolos, Endegal —dijo en voz alta Algoren’thel. Endegal lo miró extrañado por el tono y volumen de su voz, pero éste añadió—: No hace falta que usemos ya el lenguaje silencioso, pues ellos ya saben que estamos aquí. Estarán tanteándonos por si somos una presa fácil o no y mejor será no mostrarnos temerosos. Avancemos en nuestro camino hasta que se decidan o no a atacar.
—Podríamos atacar nosotros primero —sugirió Endegal—. Con un poco de suerte podré clavar tres flechas en tres lobos antes de que nos alcancen. Si atacan ellos primero sólo podré parar a uno.
—¡Nada de eso! —exclamó el Solitario—. No matarás a ningún lobo si él no te ataca primero —amenazó.
—¿Estás loco? —le dijo—. Más tarde o más temprano nos atacarán. Están hambrientos, y por lo que parece, por aquí no hay mucho alimento aparte de nosotros mismos.

Continuaban discutiendo mientras seguían su camino, pero lo hacían andando de espaldas, viendo como aquellas amenazantes sombras de calor se iban acercando. Ya oían algún que otro gruñido y el sonido de sus narices olfateando fuertemente el ambiente.

—¡Alimento! —dijo de pronto el elfo como si un rayo de luna le hubiera iluminado el cerebro—. ¿No te ha sobrado media liebre este mediodía? ¿La has guardado? —le preguntó.
—Como sabía que sería difícil cazar en el pantano, en efecto, la guardé. ¡Ya se me había olvidado! Pero no creo que media liebre detenga a esa jauría —advirtió Endegal que imaginaba lo que el elfo tenía en mente.
—¡Sácala! —le ordenó aquél—. Puede que nos libre de un lobo cuando ataquen.

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Endegal se la ofreció al elfo.
—Mejor será que seas tú quien la sostenga. Yo necesito las dos manos para apuntar. Ponte detrás de mí —le aconsejó.
Continuaron andando hacia atrás con pasos cautelosos. Cada vez había menos distancia entre ellos y los lobos.
—Algoren’thel, voy a disparar —le advirtió Endegal—. Les veo perfectamente. Son cinco enormes lobos. Lánzales la liebre ahora. Mientras estén entretenidos olfateándola les dispararé.
—¡No hasta que no ataquen! —gritó Algoren’thel, inflexible en su postura.
—¡Cuando ataquen no se detendrán a olfatear la liebre! —le recriminó el semielfo—. ¿Es que no te das cuenta? Voy a lanzar la primera flecha, ¡quieras o no! —amenazó.
—No dispararás —le dijo Algoren’thel colocándose delante de Endegal, interponiéndose a la trayectoria de la flecha.
En ese instante de duda, Endegal vio a un lobo que ya se había lanzado a la carrera. Los otros cuatro le siguieron. El primero estaba a punto de lanzarse sobre Algoren’thel.
—¡Cuidado! —le gritó Endegal.
Pero el lobo estaba ya demasiado cerca y saltó irremediablemente sobre el elfo.

Algoren’thel intentó apartarse, pero el lobo se le había tirado ya en busca de su cuello. Sólo el movimiento instintivo le salvó de una muerte segura, pues el enorme lobo no llegó a alcanzarle la garganta aunque sí hincó sus dientes en el hombro del Solitario. Ambos, elfo y lobo, cayeron al suelo y dieron varias vueltas por el fango. Endegal, que estaba levantado, dudó un instante entre intentar acertar a este lobo bajo riesgo de errar el tiro y darle al Solitario, o confiar en la habilidad de su compañero e intentar detener a los dos lobos que ya corrían en su busca. Confió en el buen hacer de Algoren’thel y disparó la primera flecha contra sus atacantes, acertándole a uno en el muslo. Este lobo se dejó caer al suelo y abandonó temporalmente su ataque.

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Endegal cargó la segunda flecha, pero el tercer lobo ya se le había echado encima. El lobo del pantano le mordió en el brazo y lo amarró, esperando a que algún otro lobo le ayudara. Y así fue. De los dos lobos que quedaban solitarios se repartieron el trabajo. Uno atacó a Endegal, y el otro a Algoren’thel. Endegal aguantó estoicamente el dolor que le producían los azotes del lobo. Decidió sabiamente dejar el brazo apresado como si estuviera muerto. Sabía que resistirse a los tirones del lobo no haría otra cosa que ayudarlo a desgarrar su propia carne. Sacó rápidamente su daga con la mano libre y degolló a la bestia. Justo en ese momento, el otro lobo se le echó encima y lo tiró al suelo. Endegal, sin dudarlo se deshizo también de éste incrustándole la daga en el vientre. Rápidamente se levantó para ver cómo se las había arreglado Algoren’thel.

El elfo había conseguido levantarse y mantenía a raya a sus dos lobos con Galanturil. Les asestaba golpes relativamente flojos. Algoren’thel estaba sangrando del hombro derecho y del brazo izquierdo, y aunque mantenía a los lobos a una distancia prudencial, estos parecían estar ganándole terreno poco a poco. Endegal no lo dudó un instante, recogió su arco y lo cargó. Apuntó a uno de los lobos y se dispuso a disparar para salvar la vida a su compañero. Justo cuando soltó la flecha para lanzarla escuchó un grito del elfo, indicándole que no lo hiciera. La flecha surcó el aire e impactó precisa en el cuello del lobo, y éste cayó al suelo mientras agonizaba. El lobo que quedaba en pie aún tenía hambre, pero no tanta como para perder la vida ante dos guerreros armados, así que huyó.

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Sólo quedaba uno de los lobos, el primero que había herido Endegal en el muslo de un flechazo, que aún intentaba levantarse y escapar, pero no podía, pues la flecha élfica estaba muy incrustada.

—¿Se puede saber qué has hecho? —le preguntó Algoren’thel airado.
—No sé... Dímelo tú. ¿Salvarte la vida? —respondió Endegal con sarcasmo, empezando a entrever a qué venía aquel tono de enfado.
—Ya los tenía controlados. Estaban ya tan magullados que iban a abandonar su ataque —le explicó.
—Mira, amigo, el único que empezaba a debilitarse eras tú, y en vez de romperles la cabeza o una pata, te estabas dedicando simplemente a sacártelos de encima. Míralo de este modo, al matar a uno de ellos, el otro ha huido y ha salvado su pellejo. ¿No es lo que querías? —le razonó Endegal.
—Hubiera preferido que ... —hablaba el elfo intentando darle sentido a todo aquello.
—Hubieras preferido que la manada hubiera salido ilesa —le interrumpió Endegal—. ¡Y yo también! Pero no debieron atacarnos; eran ellos o nosotros. Además, mira cómo nos han dejado. Yo tengo el brazo izquierdo desgarrado, y tú no tienes mejor aspecto, Algoren’thel. Y espero que no me hagas recordarte que te interpusiste entre mi flecha y el lobo que después te atacó.

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Algoren’thel, perceptiblemente afectado, se limpió la cara de sangre y vio al lobo herido, tendido en el barro, y no dudó; anduvo hacia el lobo, sin su cayado. El pelaje de éste, aunque embarrado, era claramente gris plateado. El lobo, sintiéndose amenazado por la proximidad del elfo, consiguió ponerse en pie no sin dificultades, y le enseñó los enormes y blancos colmillos mientras sonaban sus gruñidos amenazadores.

—Algoren’thel, te lo advierto, ese lobo puede ser más peligroso de lo que puede parecer a simple vista. ¿Qué pretendes?
—Voy a necesitar tu ayuda, Endegal —fue la escueta respuesta. Avanzaba con el brazo derecho por delante, protegiendo su cuerpo e incitando al lobo a morderlo.

Algoren’thel se le acercó en demasía y el lobo atacó, pero éste fue sorprendido por el elfo, que logró esquivarle y le rodeó el cuello con su brazo, quedando atrapado bajo el sobaco del Solitario. La única pata ilesa trasera del lobo tiraba hacia atrás con una fuerza enorme, y la bestia se retorcía para liberarse. Algoren’thel se esforzaba por mantener aquella presa bien sujeta, pero el enorme lobo lo arrastraba y casi le volteó en un par de ocasiones, así que el elfo con sus pies decidió estorbar tanto como pudo los apoyos de las patas para evitar ser arrastrado. Endegal observó algo aterrado las infames dentelladas que aquel enorme lobo lanzaba sin, de momento, alcanzar al elfo.

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—¡Rápido, cabellos oscuros, ayúdame! ¡Deprisa! —le gritó.
Endegal se acercó con la espada empuñada. Quedó boquiabierto al oír las palabras que siguieron.
—¡Quítale la flecha!
—Definitivamente no estás bien de la cabeza... —le dijo mientras clavaba la espada en el blando suelo y se agachaba para ayudarle. Endegal inspeccionó rápidamente el estado de la herida y la flecha—. Está muy profunda —dijo en una primera observación—. Tiene la pierna bloqueada por el propio astil de la flecha —suspiró, y luego añadió—: Esto nos dolerá a los tres...

Hizo un ligero movimiento hacia adentro y medio giro para desencarnizar la flecha lo máximo posible, tiró después hacia fuera rápidamente en una trayectoria lo más recta posible, y la flecha salió sin más.

Tal fue el dolor del lobo, que del espasmo consiguió liberarse de Algoren’thel. Dio un salto y se apartó de ellos. Sus colmillos continuaban amenazándoles.

—Has tenido suerte de que los elfos de Ber’lea usen flechas con punta perforante —le habló Endegal al lobo como si aquel pudiera entenderle—. De haber sido una punta de guerra humana, no hubiera salido con tanta facilidad.

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Al parecer el lobo no tenía ni idea de la lengua de los elfos, ni tampoco de la lengua común, pero parecía indeciso, confundido. No sabía si atacar o huir, porque aunque seguramente la pata aún le hacía daño, ahora por lo menos ya podía moverla. Algoren’thel sacó la media liebre y se la tiró. La reacción primera del lobo fue apartarse, pensando que estaba siendo atacado, pero cuando olfateó la liebre muerta, prevaleció el hambre sobre el miedo. La cogió y se apartó más todavía de ellos. Se echó al suelo y se la comió sin perder de vista al elfo y al semielfo. Estos esperaron a que el lobo acabara de comer —apenas dos dentelladas— y se fuera.
—Yo no se tú... —dijo Endegal al elfo tras ver desaparecer al lobo entre la niebla—... pero yo estoy exhausto. No sé cuánto más voy a aguantar en pie.
—No estoy mejor que tú —reconoció por fin Algoren’thel—, pero no podemos dormir y lo sabes.
—¿Qué te parece si hacemos una parada un poco más adelante y repostamos energías? —sugirió—. Además necesitamos beber ya, o cuando salga el sol caeremos.
—De acuerdo —convino su compañero—, caminaremos una hora más y descansaremos. Así tendremos hambre para compartir una de esas lembas que Elareth te dio.
—¿Y tú cómo sabes eso? —preguntó Endegal con cierto mosqueo—. No estabas allí.
—Oh, sí que estaba, aunque no me vieras. Además, llevo todo el viaje oliéndolas, tez morena.
—Pero no debemos tomarlas. Elareth me advirtió que el alimento que aporta equivale a un día entero de comida. Eso sin contar que comimos hace sólo tres horas. Por ello, y porque ocupan poco espacio en la mochila, debemos reservarlas para casos de emergencia.
—Así es. Hace tres horas comimos fruta. La fruta es demasiado digestiva. Mi estómago empieza a rugir, y dentro de una hora, cuando paremos, ¡no quiero ni pensarlo! Podríamos comer media lemba cada uno, para no empacharnos. —Y haciendo como si le viniera la memoria, agregó—: Y no sé si a Elareth se le olvidó mencionarte otra propiedad importante. Comernos aunque sea media lemba, conseguirá reponer parte de nuestras fuerzas —le explicó el elfo—. ¿Y no te parece que ésta es una situación de emergencia?

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A Endegal le pareció bien, y así lo hicieron. Comieron media lemba cada uno, sentados en una gran roca. Cuando acabaron, descansaron media hora, y continuaron su marcha más dormidos que despiertos. Recobraron, como dijo el elfo, parte de sus fuerzas, pero el día había sido especialmente duro. Amaneció cuando descubrieron que habían recorrido la mitad del camino para salir de la nefasta influencia del Pantano Oscuro. Pasaron la mañana y la tarde siguientes parando únicamente para desayunar y comer —comidas a base de lembas, por cierto—; el agua se les había agotado ya y empezaban a estar sedientos. Sedientos y cansados. El sol se estaba ocultando de nuevo, cuando Endegal reconoció varias pisadas de orcos sobre el fango.

—Son de ayer —dijo—. Si tenías pensado echarte un sueñecito vete olvidando del asunto.
—Ya acordamos que no dormiríamos hasta salir de aquí —le recordó Algoren’thel.
—Lo sé. Sólo era un comentario —dijo Endegal con voz cansada—. Además, no sé si te has fijado que tenemos una amenaza más palpable que los orcos ahora mismo: los mosquitos.
—Ciertamente, nos comerían vivos si nos quedáramos a dormir aquí.
Había algún que otro insecto chupasangre molestándoles hacía rato, pero cada vez eran más, pero lo peor estaba por venir. A pesar de la niebla, se distinguía no muy lejos una concentración exhaustiva de mosquitos, y esta acumulación de insectos se encontraba en medio de su camino.
—Pues tenemos que continuar caminando hacia esa nube de insectos, así que nos aguijonearán de todos modos —dijo Endegal.
—Así lo haremos, medio elfo. De todos modos, puede que sea nuestro último obstáculo antes del descanso, pues a partir de ahora, nuestra ruta nos aleja poco a poco de la orilla del pantano —le informó el elfo.

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Se colocaron sus mantos de viaje y capucha bien ceñidos y con la cabeza gacha empezaron a adentrarse en aquella nube de mosquitos. Mientras avanzaban oían a la multitud de insectos chocar fuertemente contra sus ropas, y algunos contra sus rostros. Eran enormes. Algoren’thel fue el primero en darse cuenta de que cuanto más avanzaban, más concentración de mosquitos había, y parecían cada vez más furiosos y más sedientos de sangre. Era como si todos los mosquitos del pantano, advertidos por su presencia se afanaran por extraerles la máxima cantidad de sangre posible.

Llevaban un rato caminando y la tortura iba cada vez a peor.; era imposible ver a más de un paso de distancia ante la inmensidad de mosquitos. Los bebedores de sangre encontraban todos los huecos de sus ropas para introducirse hasta la mismísima piel. Casi al mismo tiempo, los dos echaron a correr contra la marea de insectos con una idea fija en su mente: debían atravesarla cuanto antes, pero el adherente suelo del pantano no ayudó a su empresa, cansándolos todavía más a cada zancada que daban. El zumbido global del enjambre era ensordecedor, el golpeteo contra los cuerpos los frenaba en su avance, y las continuas picaduras en el rostro y manos eran la culminación de la desesperación que empezaba a poseerles. Al borde de la locura, en la frenética y ciega carrera, Endegal tropezó con algo que no supo distinguir; quizás fuese consigo mismo. Cayó y rodó por el suelo, aplastando sin duda a muchos mosquitos que morían picando; bajas insignificantes en aquel ejército de aguijones.

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—¡Algoren’thel! —gritó Endegal desesperado desde el suelo—. ¿Dónde estás?

Endegal levantó la vista, pero no vio nada distinto de un sinfín de mosquitos intentando picarle la cara. Se levantó y corrió de nuevo, pero cayó a las tres zancadas. Intentó levantarse otra vez y continuar corriendo, pero el cansancio y la desesperación pudieron con él. Se colocó boca abajo intentando tapar todos los resquicios, y apoyó la cara contra el fango. Éste apestaba, pero eso ya no le importaba en absoluto. Ahora sólo existía el dolor de los aguijones, y el ligero frescor del lodo le aliviaba las picaduras de su cara.
Sólo un pequeño descanso, pensó para sí, pero a la tercera respiración, se quedó profundamente dormido.

Algoren’thel no podía ver ni oír a su compañero. De hecho, ya no podía verse ni oírse a sí mismo. Cayó también un par de veces, pero se levantó con ayuda de su cayado, lo que le costó muchas picaduras más en las manos y en el rostro. No sabía nada de Endegal. Lo único que podía hacer era intentar salir de allí como fuera si no quería perecer en aquel inmundo pantano. Sabía eso, y también que se mantenía la orilla a su derecha. Calculó que ya había avanzado lo suficiente por la orilla y decidió separarse de ella, intuyendo que habían bordeado ya la parte del pantano que les tocaba.

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—¡Endegal! ¿Me oyes? —gritó el elfo. Pero lo único que oyó fue el zumbido incesante de la mole amorfa de mosquitos—. ¡Sepárate de la orilla! —le aconsejó, y rezó para que su compañero le hubiera oído.

A medida que se separaba de la orilla, los mosquitos parecían cesar en número. Cuando creyó que la concentración de mosquitos era mucho más soportable, se quitó la capucha y miró confuso y exhausto a su alrededor. Había dejado atrás la nube y aunque era de noche pudo orientarse, y creyó que estaba en el camino correcto, pero no había ni rastro del semielfo por ninguna parte. ¿Habría salido de la nube en otro punto? Aunque, ciertamente, la pregunta era otra. ¿Habría salido realmente de la nube, o habría perecido? ¿Debería volver a buscarlo? Las preguntas bailaron por su cabeza unos instantes, antes de que cayese rendido sobre la corta y sucia vegetación embarrada.

12. El Pantano Oscuro

“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal