Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

27
Ciervo viejo

Bernarith’lea estaba sumida en el caos. Sus moradores iban y venían, nerviosos e impotentes, sin saber como encarar aquella situación tan anómala y extraña para ellos. El alboroto de los elfos discutiendo entre ellos había subido de tono y volumen. La maldición de un, hasta ahora, desconocido Alderinel en forma de mancha de oscuridad, se extendía a una velocidad baja, pero constante, y lo más inquietante de todo era que no parecía que fuera a menguar. De ningún modo.

La zona afectada, a medida que pasaba el tiempo, iba empeorando de aspecto. La tierra se agrietaba y ennegrecía, la hierba se secaba y amarilleaba, las flores caían marchitas y los árboles perdían sus hojas. La Naturaleza se desmoronaba y perdía todo vestigio de vida. Era el mayor cataclismo que nunca hubieran podido imaginar los habitantes de la Comunidad de Ber’lea. Toda la belleza de esa aldea oculta durante tantos años empezaba a ser solamente un nostálgico recuerdo. Pero aquello no era lo peor. Para aquellas gentes, lo que más les afectaba era saber que un miembro de su propia raza y Comunidad, aún más, el propio heredero al trono, se había convertido en un ser vil y despreciable, y había sido capaz de echar tamaña y horrible maldición sobre ellos después de haber levantado con auténtico odio su espada contra uno de ellos, nada más ni nada menos, que contra el Maestro de Armas.

27. Ciervo viejo

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Esa misma mañana, tan pronto habían descubierto, o mejor dicho, asimilado, el alcance de aquellos hechos, Ghalador dio la orden de hacer sonar el Cuerno de la Guerra. Un cuerno que nunca había oído ni el elfo más antiguo de Bernarith’lea, pero que, sin embargo, todos lo reconocían desde muy lejos si lo oían. Todos los elfos que estaban realizando vigilancias en gran parte del Bosque del Sol lo habían oído y el profundo sonido fue interpretado por todos los ajenos a la desgracia como un ataque a la Comunidad. De ese modo, todos corrieron desesperados hacia ella, abandonando sus puestos y dejando aparte las precauciones típicas de los elfos para no ser vistos, pues de una emergencia sin precedentes se trataba. Ninguno de ellos vio a Alderinel —mayormente porque tampoco le buscaron a él expresamente—; el elfo renegado puso especial esmero en no ser localizado por sus congéneres mientras escapaba de la zona afectada.

Asimismo, ninguno de los componentes de un grupo de cinco elfos que venían de la zona sudeste del Bosque se percató tampoco de que un ciervo viejo les seguía. Venían de muy lejos, pues llevaban desde la mañana de regreso a Ber’lea.

—Hermano, estoy nervioso —dijo uno mientras caminaban con presteza hacia la Comunidad.
—¿Y quién no lo está? —le respondió el otro—. No sabemos a qué nos enfrentamos: si orcos o humanos, o ambos a la vez...
—O quizá ninguno de ellos.
—Y hay otra cosa que me inquieta el alma. Cerca estamos ya de Bernarith’lea y seguimos sin ver el resplandor de Los Cuatro.
—Tus palabras justifican tu inquietud. Un Mal enorme debe haberse apoderado de nuestra amada Comunidad si ha sido capaz de menguar el Resplandor.
—¡Si los humanos o los orcos han dañado al Arbgalen, yo...
—¡Ni lo pienses, siquiera, hermano! Ni lo pienses...

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Ante la proximidad a la aldea, desenvainaron sus espadas y cargaron sus arcos. Pronto llegaron a la propia aldea, y aunque estaba oscureciendo ya, sus ojos no daban crédito a lo que estaban presenciando. No había indicios de lucha, ni tan siquiera señales de heridos ni sangre, pero una oscuridad inusual, incluso en esas horas tardías, se apoderaba de Bernarith’lea. La luz mortecina de algunas antorchas contrastaba con la desolada negrura del paisaje. Alverim fue el encargado de explicarles a este grupo lo que había sucedido, y sus desoladoras palabras fueron recibidas con auténtico terror e impotencia.

En ese instante, el ciervo que les había estado siguiendo, se adentró en la aldea, y fue hasta la plaza central. No pasó inadvertido, y aunque siempre había animales cerca del entorno de la Comunidad, este ciervo se había adentrado hasta el mismo centro, y no parecía tener miedo del alboroto que había en aquel momento. Telgarien fue el primero en darse cuenta de que el ciervo tenía en el cuello colgada una extraña y pequeña bolsa de piel. Todos centraron de repente su atención hacia aquel animal, extrañados por su inusual comportamiento. ¿Qué significaba aquello? ¿Hasta qué punto había alterado aquella maldición el ecosistema de todo el Bosque?

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De pronto, el ciervo empezó a tener convulsiones y se tumbó en el suelo. La mayoría de los elfos retrocedieron temerosos de que algo peligroso pudiera suceder entonces. Sólo algunos hicieron un amago de intentar ayudar al animal, pues parecía enfermo. Pero se detuvieron al instante, pues aquellas convulsiones estaban provocando unos extraños cambios en el animal. Su hocico empezó a encogerse y el pelo realizaba la acción contraria a su crecimiento. Su cornamenta cayó como si fueran dos raíces, que luego se buscaron entre ellas y se unieron en una sola. Rápidamente la cornamenta-raíz tomó el aspecto de una única rama, encogiendo sus bifurcaciones y creciendo ligeramente en longitud. El ciervo ya no era un ciervo, sino un extraño engendro de animal cruzado con una especie de humano. Pero cuando la diabólica mutación pareció haber llegado a su fin, ésta continuó. Las pezuñas fueron tomando la forma de unos dedos con uñas y el pelaje de la base del cráneo le creció ahora más fino y más blanco. Los elfos continuaron expectantes a la par que horrorizados y desenfundaron sus armas, listos para enfrentarse a aquella criatura de Ommerok.

Finalmente se las convulsiones cesaron, y lo que había sido un ciervo, ahora había tomado la apariencia de un anciano de largos cabellos blancos, aunque calvo en la parte más alta de su cabeza que continuaba tumbado en el suelo. Los elfos se armaron, asustados por aquel acontecimiento y apuntaron con sus arcos hacia el encogido anciano. ¿Era aquello una continuación de la maldición de Alderinel? En cualquier caso, allí estaba ante ellos, un humano anciano y desnudo en medio de la Comunidad, y ellos no le habían invitado.

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El anciano levantó una mano, como pidiendo tranquilidad. Recogió su cornamenta, mejor dicho, su vara, y se la acercó al pecho. El contacto de la vara con la bolsa de piel que colgaba de su cuello hizo que ésta se desplegara y creciera rápidamente a la par que envolvía al anciano como una capa hambrienta de carne humana. Al momento, aquel humano estaba vestido con una túnica. Se levantó y realizó una reverencia.

—¿Quién eres? —gritó Hidelfalas en el lenguaje de los humanos.
—Mi nombre es Aristel, elfos del Bosque del Sol. Hace tiempo que os busco.

Aquella explicación no pareció ser del agrado de los elfos. No parecía otra cosa que una prolongación de la Visión de Hallednel. Si la muerte de Eärmedil, la rebelión de Alderinel y la mancha de muerte oscura y marchitante no fueran suficientes indicios de la Visión, ahora además, habían sido descubiertos después de haber estado durante muchos siglos olvidados por el Mundo Exterior.

—¿Y para qué nos buscas, humano? —inquirió Arakel.
—He oído hablar de vuestra sabiduría —dijo el druida en el tono más amable que pudo—, pueblo del Bosque, y aunque he venido en mal momento para hablar, sé que habéis sido maltratados por los de mi raza, y mal llamados demonios blancos.
—Sigues sin decirnos a qué has venido aquí, humano.
—Os busco para aprender de vosotros, aunque no sé qué clase de maldición puede ser tan fuerte como para que un pueblo tan sabio como el vuestro esté tan afligido.
—No eres bien recibido en nuestra aldea, humano —apuntó Ghalador, que acababa de llegar en aquel momento—. Hemos permanecido ocultos durante mucho tiempo a los ojos de los de tu especie, y no son ahora buenos tiempos para entablar relaciones. Serás nuestro prisionero por el momento, hasta que seas interrogado y realicemos un Consejo para determinar si debes morir o permanecer retenido aquí hasta el fin de tus días.

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Sus palabras fueron interpretadas como una orden para los elfos que amenazaban a Aristel con sus arcos y espadas. Aristel no ofreció resistencia alguna, y lo llevaron hasta una jaula hecha de barrotes de madera. Era una de las jaulas que tenían fabricadas desde hacía mucho tiempo, pero que nunca habían utilizado. El druida no hizo el menor intento de resistirse, confiando en el buen juicio de los elfos, y entró sin rechistar en aquella jaula. Los elfos la izaron a tres metros del suelo con una cuerda.


§

Pasada una hora se reunieron todos los elfos de Ber’lea debajo de él y rodeándolo. A la cabeza estaban los dos líderes de la Comunidad: Hallednel y Ghalador. Éste último habló en voz alta.

—¿Cómo nos has encontrado, humano?
—He recorrido todo el Bosque en forma de ciervo, Gran Elfo. Las bestias del Bosque me hablaron de esta Comunidad y me indicaron el camino. Ya más cerca de aquí, vi a cinco de tus hombres correr y los seguí. Les oí hablar sobre una desgracia o un ataque sobre vuestra aldea. Y ahora entiendo su preocupación, pues lejos de encontrar a un enemigo al que batir, habéis encontrado un oscuro mal que daña vuestro entorno sin que las armas sirvan de nada para detenerlo.
—Dices que oíste hablar a nuestros hombres. ¿Acaso entiendes nuestra lengua?
—Por supuesto, mi Señor. Llevo muchos años buscando el último reducto de vuestra oculta raza. En mi posesión tengo varios pergaminos e incluso un libro escrito en élfico. Mi maestro, cuyo espíritu reposa desde hace décadas junto al Alma del Mundo, me enseñó a hablarlo.

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—¿Cuál es tu interés en encontrarnos?
—Sé que hubo una época, remota para los de mi especie de corta vida, en la que elfos y hombres convivíamos juntos y en armonía. No sé qué desgracia pudo ocurrir en los Días Oscuros, mi Señor, pero quizás vosotros podáis decirme qué avatar provocó vuestro ocultamiento hasta conseguir que vuestra existencia fuese sólo una leyenda para muchos.
—Sólo sabemos que los de tu raza nos odiasteis, aunque intentamos ayudaros. Nada más sabemos de ese asunto. Ahora explícanos esa habilidad tuya para convertirte en ciervo y para hablar con los animales de este Bosque.
—Me extraña que me lo preguntéis, mi Señor. Es sabido que hoy en día pocos son los humanos que recurren a la magia, pero también tengo entendido que los elfos tienen mucho que enseñar en este campo a simples mortales como yo.
—¿Eres acaso un hechicero?
—No exactamente, mi Señor. Soy un druida, y amo a la Madre Naturaleza tanto como vosotros.
—Nosotros no manejamos hechizos, humano. La magia de mi pueblo se extinguió hace mucho tiempo atrás, y ya nadie recuerda nada de aquello.
—¿Estáis diciendo que no controláis a la Naturaleza? —preguntó el anciano extrañado—. El libro que tengo y que está sin duda escrito por los Elfos Antiguos me demuestra lo contrario. Vuestra magia no necesita de pergaminos mágicos ni de conjuros complicados. La magia de los elfos reside en su propio interior. ¡No puede ser olvidada!
—¡En eso tienes razón! —dijo Hallednel con convicción—. ¡Siempre lo he sentido así! Pero nunca hemos podido desarrollar nuestra Magia Natural por algún motivo que desconozco. En toda nuestra Comunidad sólo yo presiento los avatares de la Naturaleza y sus designios con cierta clarividencia, pero incluso así, mi poder no va más allá de la visión limitada de algunos acontecimientos.
—En el Libro de la Magia Natural —continuó Aristel—, que así se llama el libro que alguna vez los Elfos Antiguos escribieron para que permaneciera intacta su memoria, se habla de un obligado aprendizaje. Habla de maestros y discípulos. Puede que en vuestro exilio no quedara ningún maestro que enseñara ese arte. Aunque me parece extraño que, por lo menos, no quedaran aprendices con un mínimo de conocimientos que les permitiera ejercer de maestros en un futuro.
—Es en verdad extraño esto que dices, humano —dijo Ghalador—. Si es cierto que vienes en paz y conoces el arte de la magia, dime: ¿Serías capaz de ayudarnos con esta maldición que asola nuestra aldea?
—Ciertamente, no lo sé, mi Señor. Parece ser un poderoso y oscuro hechizo, y puede que sobrepase mi poder. Pero tened por seguro que me complacería intentarlo.

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Bajaron al anciano y lo soltaron, aunque los elfos, aún recelosos, le seguían apuntando con sus arcos. El druida examinó la zona con meticulosidad. Se agacho y cogió un pedazo de tierra oscura y la olió. Luego hizo lo propio con un manojo de hierba mustia. Sin que nadie le dijera dónde había escupido Alderinel su maldición, el anciano se dirigió directamente hasta allí y observó con detalle los efectos y dedujo su devastador alcance. De un bolsillo de su manto sacó una pequeña bolsa, puso en la palma de su mano un polvo dorado que extrajo de ella y lo amontonó sobre el centro de los orígenes de la mancha. En el mismo instante en el que el polvo áureo tocó el suelo, de éste empezó a manar un humo denso y blanquecino. Aristel cogió su vara con las dos manos y arrodillado como estaba, empezó a recitar algo en una lengua extraña. Clavó la vara en el suelo, sobre el polvo humeante y un estallido invisible de energía manó de allí. Los elfos allí presentes se asustaron. No sabían si la energía producida provenía de aquel druida o de la maldición, pero en todo caso parecía desencadenarse una lucha sin igual entre ellos. El anciano sujetaba con fuerza su vara mientras continuaba entonando los cánticos de aquel hechizo. Su cara reflejaba una tensión increíble para un humano de su avanzada edad, y los nudillos y dedos estaban blancos por la presión a la que eran sometidos. Acabó de recitar su hechizo y cayó de espaldas, soltando la vara. Todos lo miraron atónitos, pero nadie osó acercársele, solamente Telgarien lo hizo.

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—¿Está usted bien? —le preguntó mientras le ayudaba a incorporarse.
—No demasiado, joven —dijo Aristel tras levantarse lentamente y examinar sus manos. Sangraban.
—No me llame joven, Aristel. —El druida se dio cuenta que fue la primera vez que lo llamaron por su nombre y no como “humano”—. Estoy seguro de que tengo cincuenta años más que usted, por lo menos.
—Entonces te llamaré joven, porque sin duda un elfo de menos de ciento cincuenta años, es un elfo joven, ¿verdad? —jadeó Aristel que todavía luchaba por recobrar el aliento.
—Y también es un elfo imprudente —apuntó Ghalador, que al parecer aún recelaba del druida—. Dinos entonces qué acaba de ocurrir, Aristel. ¿Has logrado eliminar la maldición?
—Es una maldición poderosa, mi Señor —dijo mientras se aplicaba unas misteriosas hierbas sobre sus manos y se las vendaba—. He intentado detenerla, pero he agotado mis energías en el intento. Aunque por ventura mi esfuerzo no ha sido en vano; la maldición continúa expandiéndose, pero con más lentitud que antes, aunque no tardará mucho en revivir.
—De todos modos, humano, estamos sentenciados al exilio o a morir aquí —dijo resignado el Líder Natural.

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Volvieron a afligirse aquellos elfos que habían albergado alguna esperanza. Pero el druida no se había dado por vencido aún.

—Hay una opción —dijo Aristel. Todos enmudecieron—. Podemos rodear el perímetro de la mancha negra con runas de protección. Eso impedirá que la maldición avance, e incluso que empeore más de lo que está ahora mismo. Sin embargo, debo comunicaros que no será una solución definitiva.
—¿Qué clase de runas?
—Seguidme. No hay tiempo que perder. Tenemos que ir al perímetro, donde no haya llegado a extenderse aún. Yo empezaré a dibujar las runas de protección en el suelo y vosotros tenéis que repetirlas a lo largo del círculo hasta cerrarlo. Poned la máxima atención y cuidado a la hora de dibujarlas, pues cualquier imperfección o trazo dudoso supondrá una brecha, y entonces de nada servirá todo el trabajo hecho. ¿Lo habéis entendido?

Lo entendieron perfectamente y se pusieron en marcha. Cuando llegaron al punto escogido, lo suficientemente lejos de los lindes de la marchita oscuridad como para poder terminar la escritura que Aristel les había enseñado, se repartieron una docena de pergaminos con los dibujos de las runas mágicas entre los elfos, y entre todos ellos empezaron la ardua tarea de dibujarlas. La tarde empezaba a caer, y aún la buena visión de los elfos en la oscuridad, sabían que no sería suficiente.
Tenían que acabar su tarea antes del anochecer.

27. Ciervo viejo

“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal