Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

07
Bernarith’lea

Hasta que no caminaron un poco más, Endegal no pudo distinguir el origen de aquel extraño resplandor. Fue más adelante cuando descubrió que se trataba de un gigantesco disco plateado que de algún modo permanecía fijado muy arriba, en el tronco de un enorme árbol. En el disco, grabado, había un árbol que reposaba bajo una piedra de ámbar esférica engastada. Era una réplica enorme del colgante que le había dado su madre, un colgante que los dos elfos que le encontraron habían llamado émbeler. El enorme disco fue lo primero que le atrajo de Bernarith’lea, pero cuando el embrujo de tal bella visión lo abandonó, se dio cuenta de que el gigantesco árbol que lo contenía era bastante peculiar, y estaba situado en el centro de un enorme claro del Bosque.

Como si la Madre Naturaleza hubiera sido plenamente consciente en su construcción, el aspecto del claro era como una enorme plaza techada. Los árboles de los alrededores crecían altos, y las ramas más altas se enmarañaban entre ellas para formar un techo abovedado que dejaba pasar bastantes rayos de luz. La primera impresión del joven Endegal fue que este techo natural parecía sostenerse milagrosamente por un pilar central; el gran árbol.

07. Bernarith’lea

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Dos largas plataformas subían en espiral alrededor del árbol central —que, como Telgarien le informó, era llamado Arbgalen— a modo de hélice. Conectaban también estas rampas con los árboles circundantes, que servían como casas para los elfos más representativos de la Comunidad. Los elfos utilizaban estas plataformas para subir y bajar de sus hogares-árbol, que denominaban aldabar, como también lo hacían para visitar a sus vecinos. Estas casas estaban formadas por ramas y troncos amarrados mediante cuerdas entre sí y a las ramas del árbol que las contenían. A los ojos de Endegal, eran como los nidos de algún pájaro gigantesco. Observó que en ningún caso se herían a los árboles, puesto que no se usaban, por ejemplo, clavos, ni se realizaban hendiduras sobre sus troncos. Bordeando el perímetro circular de la plaza había un muro bajo de piedra, sobre el que algunos elfos aprovechaban para sentarse.

Por la plaza correteaban niños elfos —aunque pocos, comparado con la multitud adulta—, mientras otros de mayor edad paseaban, componían canciones o limpiaban sus espadas y ropas. Todos estaban más o menos atareados, pero dejaron sus faenas temporalmente para observar al humano. Endegal cayó en la cuenta de que él era el único que tenía los cabellos oscuros; los elfos que veía los tenían todos extrañamente plateados o del color del oro.

07. Bernarith’lea

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—Increíble... —murmuró Endegal, observando de nuevo la techumbre natural de la plaza—. No tengo palabras para describir tal maravilla.
—Arbgalen, el que contiene Los Cuatro Émbeler —empezó a explicarle Telgarien, cuando Endegal se percató de que realmente habían cuatro grandes émbeler, apuntando a norte, sur, este y oeste—, es el hogar del Señor de Bernarith’lea, la máxima autoridad aquí. —Luego señaló a los árboles que estaban alrededor—. Y estos de aquí conforman el resto de hogares de nuestros hermanos elfos.
—Hay algo que no entiendo, Telgarien —expuso Endegal—. Esos cuatro émbeler emiten un destello a gran distancia. Yo mismo lo vi mucho antes de llegar aquí. ¿Lo utilizáis para localizar Bernarith’lea, a modo de faro?
—Es tal y como supones —le confirmó—. Este Bosque es inmenso, Endegal. El reflejo de Los Cuatro nos orienta en nuestra aproximación final sin sendas, aunque algunos son los que saben orientarse sin su ayuda.
—Entonces, cualquier extranjero que siga el reflejo de los émbeler, puede encontrar Bernarith’lea —razonó él—. ¿No es eso una imprudencia para la ciudad secreta de los elfos?
—Tú tuviste la suerte de ver el reflejo de Los Cuatro porque en tu poder tienes el émbeler de Galendel, tu padre. Toda la Comunidad de Ber’lea posee el suyo propio. El Reflejo sólo puede verlo el poseedor de un émbeler.

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Al oír esto, Endegal se quitó su colgante del cuello y percibió que la luminosidad de Los Cuatro desaparecía. Aunque el brillo continuaba siendo el de la mismísima plata pulida, su luz no era ahora tan penetrante ni tampoco tan hermosa. Volvió a colocárselo y apareció de nuevo ese resplandor intenso, pero de ningún modo molesto para sus ojos. Se percató también, que la contemplación del Reflejo le subía el ánimo, le alegraba, y le daba esperanzas para afrontar el incierto futuro con garantías.

Tanta belleza había en aquella civilización que le parecía a Endegal casi obsceno que se guardara con tanto celo de la visión del resto del mundo, aunque pronto recordó cómo era ese “resto del mundo” y acabo convenciéndose que la obscenidad hubiera sido precisamente que se profanara aquella hermosura con la presencia de seres inmorales. La cordura y sabiduría que allí se respiraban parecía la panacea para curar los males del Reino de Tharler. Aquellos seres tenían tanto que enseñar...

Pero a pesar de que todo aquel entorno le tenía embelesado, había una cuestión que todavía no le encajaba. ¿Cómo era posible que aquella aldea de elfos nunca hubiera sido descubierta por los hombres? No, por muy escondida que estuviera la ciudad de los elfos, por muy inaccesible que pareciera, debía de cumplir un requisito básico; el suministro de agua. Darlya le había explicado a Endegal, cuando todavía era pequeño, que las aldeas siempre se formaban cerca de los ríos, arroyos o lagos. Era el principio básico. Si la hermosa aldea de Bernarith’lea tuviera un río cerca, entonces, habían muchas posibilidades de que alguien, siguiendo su curso, pudiera encontrarla.

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—¿Y de dónde sacáis el agua? —preguntó—. ¿Acaso pasa algún río cerca de aquí?
—Bueno, el Río Curvo atraviesa una buena parte del Bosque del Sol, aunque pasa más cerca del extremo sur —le explicó el elfo.
—¿Entonces?
—Ven —le dijo—. Te lo enseñaré.



§

Le llevó por una senda empedrada hasta un poco más allá de la plaza techada. Entraron en un jardín de hermosas plantas que se combinaban entre sí formando espectaculares mosaicos de color. No menos impresionantes eran los árboles tan extrañamente dispuestos y los finos conductos de piedra que se ramificaban de acá para allá. Orquídeas, amapolas, jazmín, y otras flores exóticas llenaban el ambiente de una fragancia embriagadora. Allí debía de haber mucha agua para mantener aquel espléndido jardín, pensó, pero Endegal no habría imaginado la verdad ni en sueños. Telgarien se acercó a una figura de piedra y metió la mano en su superficie. Era una especie de pileta, pues al sacar su mano de ella, mostró que contenía agua y bebió. Le explicó que los árboles y arbustos estaban así dispuestos por una razón lógica; sus hojas recogían y, de una manera que le pareció imposible, dirigían el agua de lluvia hacia unos pebeteros como aquella pileta tallados en roca donde se almacenaba. Estos pequeños depósitos, que solían tener formas naturales que se integraban totalmente en el diseño del jardín, tenían una pequeña abertura por la que el agua era liberada muy poco a poco, casi en un hilillo goteante que recorría los finos canales de piedra que distribuían racionalmente el agua por toda la extensión del jardín.

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—Increíble... —musitó el joven—. Entonces, ¿bebéis del agua de lluvia?
Telgarien sonrió, como si hubiera esperado que esa pregunta se formulase tarde o temprano para responder:
—No. De la lluvia se nutren los árboles y plantas del Bosque, y aunque nosotros bebemos de aquí no pocas veces, en las épocas de sequía incluso llenamos los bebederos nosotros mismos.
—¿Pero cómo?
—Míralo con tus propios ojos —dijo señalando otra obra de arte que parecía ser el centro de atención del jardín a juzgar porque varios caminos empedrados se cruzaban allí.

Era como un pequeño pórtico con cuatro columnas emulando cuatro troncos. Endegal subió los tres peldaños que le llevaron hasta el centro mismo. Allí, vio lo que no podía ser otra cosa que un pozo, pero de tal belleza y factura que, aunque estuviera seco, sería impensable privar a aquel jardín de su presencia. Representaba en piedra a dos mujeres elfo que, cogidas de la mano, sujetaban en alto una polea de plata.

Hubo un tiempo de silencio, mientras Endegal miraba hipnotizado el fondo del pozo, hasta que Telgarien decidió romper el hechizo:

—Vamos, Endegal. Acompáñame. Debes visitar al Señor de Bernarith’lea, nuestro Líder Natural. Estoy seguro que estará ansioso por conocerte —le dijo agarrándolo por el hombro.
—¿Ansioso? Pero si no sabe que... —no pudo terminar su frase.
—Sí que lo sabe... —le sonrió el elfo.
Se encaminaron hacia el Arbgalen —el totémico árbol propiedad del Líder Natural de los elfos— aunque sin ninguna prisa. Los presentes en la plaza le miraban fijamente, pero no con un aire de extrañeza, sino con gestos de bienvenida. Era el primer humano en mucho tiempo en entrar dentro del círculo de aquella aislada sociedad y, por lo visto, la mayoría estaban ansiosos por conocer a alguien del mundo exterior.

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Llegaron a la base del árbol central y subieron por una de las escaleras en forma de espira alrededor del tronco hasta el habitáculo en las alturas. Cuando alcanzaron la plataforma que hacía el papel de suelo se pudo distinguir el recinto del Líder Natural. Era como una especie de anillo que rodeaba al tronco central del Gran Árbol, pero a una altura más que considerable. Como el perímetro de aquel árbol era tan gigantesco, se habían construido varias estancias a su alrededor que seguramente estarían intercomunicadas.

Telgarien pidió permiso, y entró junto con Endegal en la estancia. A Endegal le asombró el hecho de que no hubiera guardias en la entrada que protegieran al jefe de aquella aldea. Era para él un hecho insólito, pues no imaginaba a los capitanes ni al portavoz del pueblo o alguaciles de Peña Solitaria sin la debida protección. Los elfos, sin embargo, tanta era la seguridad que ofrecía la estructura exterior de defensa que no había seguridad interna. ¿O acaso era que simplemente él no la veía?

La estancia era amplia, el techo alto, y al fondo un trono sobresalía del tronco central del Arbgalen, como si le hubiese nacido una mano al propio árbol que sujetaba delicadamente a una figura delgada y vieja de largos cabellos blancos que le caían lacios hacia delante, casi hasta los mismos pies. Una túnica blanca y gris con motivos florales en plata y oro envolvían el cuerpo del elfo más importante, y seguramente el más viejo, de toda Bernarith’lea. Tan absorto estaba en la contemplación del Señor de la Comunidad de Ber’lea, que Endegal no se fijó en la figura que de pie lo acompañaba, sino que lo hizo cuando estuvo más cerca. El elfo que estaba al lado del Líder Natural de la Comunidad, no era sino otro que Alderinel; el hermano de su padre.

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—¿Así que es este el hijo de Galendel? —preguntó el anciano elfo. Telgarien asintió con la cabeza.
—Padre, eso es lo que asegura este humano descarado —aventuró Alderinel. Endegal se sorprendió ante estas declaraciones. Alderinel había llamado “padre” al Líder Natural y eso cobraba una importancia notable para él, pues si el Señor de Bernarith’lea era el padre de Alderinel, Endegal debía ser el nieto de la máxima autoridad de los elfos.
—Pero no debéis de hacerle caso —continuó el hijo del Líder Natural—, pues por lo visto, de algún modo este humano consiguió apoderarse del émbeler de mi querido hermano, y quién sabe si no fue él mismo su asesino. Asimismo ha conseguido hechizar a Telgarien para hacerle creer que es el hijo de tu hijo Galendel.
—¿Habéis hablado ya con Hallednel? —inquirió el Soberano.
—Todavía no, Señor —contestó Telgarien—. He creído oportuno traerlo primero a sus aposentos. ¿No es el Señor de Ber’lea la primera autoridad que debería ver la llegada del hijo de su propio hijo?
—Así es, Telgarien —convino Ghalador—, y es de agradecer tu gesta y así te lo hago saber. Pero debes llevarle ahora a la estancia del Líder Espiritual, pues sólo él puede autentificar su identidad. Sólo él puede ver si es en verdad la sangre de mi hijo Galendel la que corre por sus venas.

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La profunda mirada del Líder Natural se clavó en Endegal, y le dijo:

—El Visionario de nuestra aldea supo de tu llegada desde hace tiempo. Hace tres lunas, el Visionario nos anunció que el espíritu de Galendel pronto nos visitaría. Entonces no supimos el significado de aquella visión, pero si hoy estás aquí y eres quién dices ser, entonces hoy mismo se cerrará el círculo y todo cobrará sentido; la profecía se habrá cumplido. Es por eso necesario que te presentes al Visionario.

Telgarien asintió en señal de aprobación e invitó a Endegal a seguirle. Pero el Líder Natural de Ber’lea añadió en el último momento:

—Aunque ahora, sólo quisiera preguntarte sobre cuál es tu versión de los hechos; cuál es tu nombre, cómo llegaste hasta aquí y qué te hace pensar que eres el hijo de Galendel.
—Señor... —empezó Endegal, sin saber muy bien cómo debía dirigirse al Líder Natural de Bernarith’lea—. Mi nombre es Endegal y vengo de la vecina aldea de Peña Solitaria. Hasta hace poco sólo sabía que Darlya era mi madre, pero nunca supe nada de mi progenitor. Cuando yo le preguntaba a mi madre acerca de mi padre, ella siempre me contestaba que él había sido un gran guerrero, y que murió poco antes de yo nacer. Nadie en Peña Solitaria sabía quién era él, y ahora entiendo el porqué. No se me reveló su nombre hasta que me vi obligado a escapar de mi aldea natal, cuando me acusaron de traidor. Eso fue ayer mismo. Mi madre me dio este colgante, y me dijo que escapara al Bosque del Sol, que aquí encontraría a los hombres de los bosques, la verdadera familia de mi padre, y que Galendel era su nombre.
—Eso que dices tiene sentido, pues Galendel fue hijo mío y tu nombre, Endegal, tiene significado élfico —le dijo—. Muy bien, joven Endegal, ya he escuchado tus palabras. Es una triste historia la que hasta aquí te ha traído, pero será feliz si en verdad eres el hijo de mi hijo. —Se dirigió ahora a Telgarien y le indicó—: Es hora de que marchéis hasta los aposentos de Hallednel. —Volvió de nuevo sus palabras hacia Endegal—. Recuerda que si no eres quién dices ser, si has intentado engañarnos, no podrás salir nunca más de Bernarith’lea; quedarás retenido en esta aldea para siempre. No es costumbre de nuestros semejantes hacer prisioneros, pero no tendríamos otra opción —aclaró el anciano Soberano—. Debes saber que llevamos muchos años ocultos a los ojos del mundo exterior y no podemos permitir la posibilidad de ser descubiertos. Si los humanos averiguan que existimos, entonces enviarán sus tropas para exterminarnos.
—Si por algún avatar vuestro Visionario asegura que soy un impostor, ¡que así sea! Mejor destino será éste que el que me espera en Peña Solitaria —dijo con valentía. Su mirada esmeralda se clavó en la del Líder Natural. Cuando acabó, lanzó una reverencia, giró sobre sus talones y salió fuera. Telgarien hizo lo propio y le siguió.

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Cuando se hubieron quedado solos Ghalador y su hijo Alderinel, éste último le dijo a su padre:

—¿No debería Telgarien llevar una escolta? Ten en cuenta, Padre, que si este humano no es el hijo de Galendel, intentará sin duda escapar, incluso matar a quien pudiera impedírselo.
—No hará ninguna falta esa escolta que pides, hijo mío. Estoy seguro de que Endegal es el hijo de tu hermano. —Miró a la lejanía de la puerta, como hipnotizado y añadió con frenesí—: ¡Lo he visto en sus ojos!

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“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal