Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

13
Esclavo de la Ira

Hacía cuatro horas que se había puesto el sol, reinaba una luna enorme y un cielo raso que permitía la perfecta visión de las estrellas. El elfo estaba bien despierto encima de una rama, vigilando una de las sendas más transitadas del Bosque del Sol. Miró enfrente, al otro lado del camino, y en un árbol estratégico situado a la par que el suyo propio, sobre una de sus ramas su compañero se agitaba nerviosamente. Eärmedil había notado muy tenso a Alderinel aquella noche, demasiado tenso para la tranquilidad interna que se supone que posee un elfo de la Comunidad oculta de Bernarith’lea. Pensó en ello unos instantes y llegó a la conclusión de que, en realidad, el estado de Alderinel no era ninguna novedad. Había visto, de un tiempo a esta parte, multitud de situaciones en las cuales el hijo del Líder Natural se había comportado de un modo bastante extraño. Su comportamiento era cada vez más distante con respecto al resto de la Comunidad; casi como lo hubiera hecho el Solitario Algoren’thel, pero era diferente. ¿O no?

Al evocar el recuerdo del Solitario cayó en la cuenta de que aquél no había dado señales de vida en todo el día; no lo había visto Eärmedil, ni nadie le supo decir nada sobre él. Aunque no era demasiado extraño en aquel elfo desaparecer de vez en cuando (pues solía pasar días enteros en otras zonas del Bosque), al final siempre se sabía de él por boca de uno o de otro. Éste no era el caso.

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Volvieron sus pensamientos hacia Alderinel. Había creído que con la marcha de Endegal, el hijo de Ghalador se habría calmado, porque sin duda, la presencia del medio elfo en la Comunidad de Bernarith’lea le había inquietado desde el primer día. No obstante, nada parecía haber cambiado en su cabeza. Continuaba de aquí para allá, enojándose por trivialidades. Quizás era porque temía que un día Endegal volviera y le arrebatara el trono de la ciudad de los elfos del Bosque. Era una triste posibilidad, un sentimiento más digno de las pugnas humanas, y más impropio de los tranquilos elfos. Triste, pero cierta.


§

Pasó una hora de forma rápida, sumido como estaba Eärmedil en aquellos lúgubres pensamientos, y sin embargo, a su compañero le debió parecer una eternidad porque no había estado quieto ni un solo instante.

Como un susurro de tambores lejanos, el viento trajo un sonido que ambos elfos conocían a la perfección. Se miraron mutuamente, y Eärmedil, en el lenguaje de los gestos, esbozó un vocablo muy usado y conocido por aquellos, que como ellos, habían pasado muchas horas en los puestos de vigilancia: orcos. Alderinel giró la vista hacia el camino, ignorando a su compañero. Eärmedil echó mano de su arco y se situó en posición de espera, siguiendo las estrictas pautas de los vigilantes, como si de un ritual se tratase. Por su parte, Alderinel desenfundó su espada con la mirada fijada en la dirección de donde provenían los sonidos de los orcos y sin poner el mínimo empeño en ocultar el sonido del desenvaine. Su compañero, al observarlo, se quedó contrariado, pues su táctica siempre era la misma: atacar con la sorpresa desde los árboles a base de flechas perforantes. Sólo en casos muy extremos se recurría al uso de la espada, pues aunque los orcos eran torpes comparados con ellos en cuanto a destreza en la lucha, estos eran mucho más corpulentos y fuertes que los elfos. Por lo tanto, el combate cuerpo a cuerpo debía evitarse a toda costa si había desventaja numérica. Desde los árboles no se corrían riesgos innecesarios.

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Le echó una mirada a Alderinel, como pidiéndole explicaciones, pero éste continuaba en sus trece, con la mirada en el camino, ignorándole, y aquella actitud le inquietó todavía más.

Se vislumbraba ya el polvo en el camino. Los pesados y sonoros pasos acompañaban a las fuertes respiraciones y gruñidos diversos. Aparecieron seis figuras oscuras, todas armadas. Dos de ellos llevaban arco. Eärmedil tensó el suyo y apuntó sobre uno de los arqueros. Continuó mirando a su compañero con la esperanza de ver si, por lo menos, se decidía a eliminar al otro arquero antes de bajar, o si el desenfundar su espada no era una señal de ansiedad por un combate cuerpo a cuerpo, sino nada más que una pesada broma. Pero nada. Sus miradas no se cruzaron, y el hijo de Ghalador, empuñaba su espada y la sostenía con fuerza, impaciente por que sus víctimas llegaran a sus dominios.

Eärmedil se estaba poniendo cada vez más nervioso; el combate que se avecinaba no tenía buen aspecto. Alderinel tenía un manejo de la espada algo mejor que Eärmedil, pero saliendo al descubierto podría estropearlo todo. Eärmedil siguió apuntando, esperando a que pasaran por debajo suyo, como era habitual.

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Pero de pronto, cuando aún estaban a unos diez pasos de distancia, Alderinel se bajó, mostrándose al descubierto, únicamente con su espada en mano, desafiando aquella horda de orcos. Eärmedil no dudó en disparar al arquero orco que se estaba ya preparando. El tiro fue preciso, y la flecha se hundió en el cráneo objetivo. El resto de orcos no dudaron en abalanzarse hacia el arrogante elfo. El otro arquero disparó su flecha buscando el cuerpo del osado elfo, pero no alcanzó su destino, pues Alderinel esquivó a tiempo el proyectil contra todo pronóstico, ladeando su cuerpo a una velocidad que asombró al propio Eärmedil. Alderinel no esperó a que sus enemigos llegaran hasta él, y se lanzó a la carrera.

El elfo que estaba en el árbol no se atrevió a disparar su flecha, pues Alderinel estaba moviéndose entre los orcos y temió darle a él en aquella confusión de cuerpos, así que decidió bajar y ayudarle espada en mano. El ahora heredero al trono de Ber’lea pasó como una exhalación entre la multitud de los orcos. Una lluvia de golpes de garrotes, cimitarras, espadas y demás le caían encima, pero Alderinel detenía todos los golpes que los cinco orcos descargaban sobre él.

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Una vez probada su superioridad, el elfo empezó a realizar sus mortales estocadas. Ahora detenía los golpes de sus enemigos al mismo tiempo que hundía su espada en el vientre de uno, en el costado y pecho del otro, cortaba la cabeza al cuarto, y clavó finalmente el acero entre los omoplatos del último.

Eärmedil sólo había tenido tiempo de bajar del árbol y presenciar el final de la escena.

Ahora Alderinel se estaba ensañando con los cuerpos caídos. Parecía que estaba descargando sobre aquellos orcos una ira contenida desde hacía mucho tiempo. A Eärmedil la visión le horrorizó. Se acercó al elfo poseído aún por el odio y le sujetó el brazo que sostenía la espada.

—¡Alderinel! —le gritó—. ¿Qué te ocurre?

El elfo le lanzó una mirada cínica y Eärmedil liberó su brazo rápidamente.

—¿Lo has visto, Eärmedil? —La expresión de su rostro esbozaba una sombría sonrisa—. ¡Les he vencido! ¡A los cinco! ¡Y hubiera vencido a los seis de no ser por tu flecha! —dijo mirándole con sus verdes ojos bien abiertos.

El elfo asustado pudo observar que sus ojos reflejaban una sombra pronunciada, que contrastaba con la clara piel de los elfos, como si llevara semanas sin dormir.

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—Pero no te lo reprocho —añadió el futuro Líder de la Comunidad—. ¿Te das cuenta? ¡Podría vencer a cualquiera! Ni siquiera el propio Fëledar se me resistiría... ¡Ni Endegal!

Pareció como si el nombre del semielfo le despertara aún más su furia dormida, y cogió a Eärmedil de sus ropas, le aproximó la cara a la suya y le miró fijamente.

—¡Endegal no merece el trono de Bernarith’lea! —estalló—. ¡Aunque sea el hijo de mi fallecido hermano, no es más que medio elfo!

Y de pronto calló, esperando la reacción del otro elfo.

—Pero Endegal se ha ido, Alderinel. ¡El heredero al trono eres tú! —intentó calmarlo Eärmedil.

Cuando estas palabras salieron de los labios de Eärmedil, Alderinel pareció tranquilizarse y soltó su presa. Aún así prosiguió:

—Pero Endegal volverá... lo sé —deliraba—. Y cuando vuelva, reclamará mi trono. Sin embargo yo soy el más fuerte de Bernarith’lea. ¡Y por mis venas corre la sangre pura de Ghalador! ¡Si vuelve ese desgraciado a arrebatarme el trono lo mataré con mis propias manos!

Eärmedil se quedó atónito ante el sonido lacerador de aquellas palabras. ¿Podría un elfo ser capaz de matar a otro perteneciente a su misma Comunidad? Es más, ¿podría siquiera planteárselo? Lo que estaba oyendo sólo podría ser debido a alguna extraña enfermedad, extrañísima mejor dicho, pues las enfermedades comunes no afectaban a los elfos. Tal vez se tratara de algún embrujo o maldición venida de no sabía dónde.

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—¿Estás seguro de lo que dices, Alderinel? —preguntó temeroso por la posible respuesta.
—¿Acaso no me crees capaz? —respondió éste con otra pregunta—. Claro... ya entiendo. Tu corazón es demasiado blando y compasivo. Hace mucho tiempo que no luchamos por lo que queremos. ¡La Comunidad de Ber’lea está acabada! Mi anciano padre no lo entiende. Debemos hacernos más fuertes y atacar a los humanos antes de que ellos nos destruyan. Peña Solitaria ha estado a punto de destruir nuestro hábitat. La profecía del Visionario pronto se cumplirá y la Comunidad será descubierta. La empalizada que ellos mismos construyeron, la derribarán para adentrarse en nuestros dominios y exterminarnos para siempre. Y no podremos resistir a sus ejércitos, pues miles y miles de fuertes humanos lo componen. No, hermano Eärmedil, no resistiremos aquí dentro, mirando cómo crecen las flores. Debemos prepararnos y hacer incursiones nocturnas a las aldeas circundantes. Si lo hacemos bien, pueden creer que es obra de los orcos.
—¡Estás loco! ¡Tus palabras no tienen ningún sentido, Alderinel! —exclamo el otro elfo.
—¿Loco? Puede que sí... —De pronto una idea le vino a la cabeza—: Un loco puede que hiciese esto, ¿no? —Cogió su daga y se rajó el antebrazo. Un río de sangre manó.
—¿Qué estás haciendo? —Sus ojos estaban desorbitados, aquella visión superaba en mucho los límites de su razón.
—Tengo que llegar herido a Bernarith’lea —respondió.
—No entiendo... —Eärmedil se echó hacia atrás.
—Nos hemos topado con una avanzadilla de orcos... Marchaban junto con humanos, al parecer aliados suyos... Yo intenté avisarte... Eran demasiados... —deliraba de nuevo Alderinel—. Pero tú insististe en atacarles para proteger a la Comunidad...

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Eärmedil temía el final de aquella historia inventada, finalmente oyó las temidas palabras de boca del enloquecido elfo.

—Sólo yo pude escapar con vida...

Se estaba acercando poco a poco a Eärmedil, y éste reculaba.

—¡Necesitas ayuda! —exclamó Eärmedil, que llevó su mano a la empuñadura de su espada.
—No... Tú necesitas ayuda —dijo Alderinel con una enorme y sarcástica sonrisa. Al ver que Eärmedil desenvainaba su espada, añadió—: Sí... Será mejor así. Deberá parecer que fue una lucha intensa...

Alderinel corrió a una velocidad inédita para un elfo y asestó un duro golpe a Eärmedil en la cara con la empuñadura. El otro elfo no tuvo tiempo ni de reaccionar; cayó al suelo y se levantó de inmediato. Se echó la mano a la boca y vio que sangraba. Confuso, fijó su mirada en quien fuera su compañero de vigilancia esa noche, sin entender absolutamente nada de todo aquello. No entendió cómo la simple presencia de Endegal en la Comunidad había provocado tanto odio en su interior, y menos aún entendía la inusitada destreza y velocidad en los golpes del otro elfo.

Lo que sí comprendió fue que no era rival para Alderinel y que no tenía posibilidad alguna de huir. Por alguna extraña razón, su desalmado compañero había adquirido unas facultades temibles. Imaginó entonces que pronto iba a morir. Por primera vez en su vida, supo lo que era el auténtico miedo paralizador; estaba ante la antítesis de lo que personificaba a un elfo.

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—¿Por qué? —preguntó. No quería morir con la duda.
—La respuesta es: ¿Por qué no? —Pasaba la mano izquierda por el filo de su espada ensangrentada—. Tengo que convencerles de que los humanos son nuestros enemigos. Mi pequeña historia servirá para que despierten de una vez. Tu muerte reforzará mi versión... Tomarán en serio mis palabras. Admítelo. Si te dejo con vida negarás la veracidad de mi relato.
—¡Por supuesto! —Su miedo se convirtió de pronto en osadía; en un espejismo de valor—. ¡Todo esto es una locura! ¡Debo detenerte como sea! —Aunque se sabía inferior, no quería dejarse matar, su orgullo le impedía no intentarlo por lo menos. —¿Cómo has conseguido tanto poder? —preguntó después.
—Te has dado cuenta, ¿eh? —Pasó su mano por el pecho y se la limpió contra sus ropas—. He mejorado mucho últimamente. Antes, incluso tú podrías vencerme, Eärmedil. Pero me he esforzado mucho desde entonces. Ahora, simplemente soy invencible. He descubierto la forma de aumentar mi destreza hasta límites que incluso yo desconozco. ¿Cómo? Eliminando los perjuicios que se nos ha inculcado desde niños en la Comunidad. Por ejemplo, el sentir odio hacia otro ser en el momento de la lucha, ha mejorado bastante mi capacidad de combate. El odio nos hace más agresivos, mortíferos y precisos. Incluso descubrí que el reflejo de Los Cuatro nos ablanda el alma y nos impide pensar con claridad. Por eso me deshice de mi émbeler tan pronto como me di cuenta de ello. ¿No has matado nunca un orco sintiendo el profundo odio mutuo que hay entre nuestras razas?

13. Esclavo de la Ira

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El otro elfo escuchaba horrorizado. Alderinel finalizó su discurso.

—Ahora que ya he resuelto tu duda, tienes que morir...

Eärmedil se preparó para la embestida del enloquecido elfo, pero este le apartó la espada hacia un lado con un movimiento rápido y le clavó la suya en el hombro. Giraba su espada clavada para provocar más dolor. Eärmedil emitió un grito y soltó la espada. Alderinel se quedó junto a él, disfrutando del dolor que atravesaba el cuerpo del otro elfo. Eärmedil aprovechó para sacar su daga del cinturón y contraatacar a corta distancia, pero Alderinel vio su movimiento e interceptó su muñeca con facilidad. Sacó su espada de la herida y le asestó un espadazo en la rodilla que le produjo un profundo tajo. Eärmedil cayó.

Alderinel lo miró fijamente, y apretando los dientes ensartó a su ex compañero. El elfo abatido sostuvo la mirada mientras sentía el agudo dolor del acero en su vientre, y le alcanzó el dulce abrazo de la muerte mientras ríos de sangre púrpura manaban a borbotones de su maltrecho cuerpo. Alderinel sacó la espada y el cuerpo cayó inerte al suelo. Lo miró con desprecio, y esbozó una malévola sonrisa. Empezó a mutilar el cuerpo, pues, pensó, debía parecer obra de los orcos.

13. Esclavo de la Ira

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Dejó el cuerpo allí, abandonado a su suerte, y fue camino de Bernarith’lea.
Mientras caminaba, su mente pensaba en la explicación que le había dado a Eärmedil sobre la fuente de su poder. Lo que le dijo era cierto... en cierto modo. Pensó en que la fuente de su poder era el mismo odio y desprecio que sentía hacia todo lo demás. Agarró el medallón que había suplantado a su émbeler. Todo ese odio le alimentaba, y él lo sabía. Se había convertido en un esclavo de ese extraño medallón; en un esclavo de la ira.

Y lo peor de todo era que le gustaba la idea.

13. Esclavo de la Ira

“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal