Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

28
Leyendas y verdades

Endegal y el malherido Algoren’thel, nada más entrar, buscaron inevitablemente con la mirada los puestos de vigilancia que los elfos solían instaurar en la entrada al Bosque. Ninguno de los dos consiguió ver a nadie. Pensaron que quizás habían cambiado su emplazamiento y que por eso no los habían visto aún. No se preocuparon demasiado por el asunto, y tampoco pudieron hablar de ello, pues Avanney estaba con ellos y no era conveniente relatarle la existencia de una Comunidad de elfos oculta en el Bosque. Las palabras del Visionario relatando la Visión continuaban sonando en las cabezas de ambos como un repicar de campanas multiplicadas por un eco infinito.

—Tenemos que buscar un lugar para acampar —dijo Avanney—. Está anocheciendo.
—Sí, pero un poco más adelante —fue la respuesta de Endegal—. Ahora tenemos que alejarnos del camino.
—Pero los caballos no podrán galopar en condiciones por la espesura del bosque... —empezó a decir la bardo, pero el semielfo, que esperaba aquel razonamiento, le replicó rápidamente:
—Entonces descabalgaremos, a excepción de Algoren’thel, que será mejor que siga descansando.
—Iremos a una marcha muy lenta —repuso la bardo.
—Será... lo mejor —aseveró Algoren’thel con su voz todavía cansina—. El camino... está demasiado... transitado.
—Algoren’thel reafirma mi teoría, Avanney. No queremos que nadie nos encuentre. ¿De acuerdo? Ni goblins ni orcos ni humanos... En estos momentos son todos enemigos, y lo más apropiado es alejarse lo más posible de las sendas.
—Está bien, cómo queráis. Me rindo —dijo ella con aire de resignación.

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Avanney llevaba de las riendas a Trotamundos, en cuyos lomos reposaba Algoren’thel. De éste, estaba atada Niebla Oscura y de ésta, otra cuerda ataba al tercer caballo, de modo que todos ellos circulaban en hilera. Endegal llevaba de las riendas al último caballo y se preocupaba de cubrir el rastro, sobre todo del provocado por el pesado andar de los equinos sobre el suelo.


§

Estuvieron un buen rato caminando en dirección opuesta a Bernarith’lea. En la mente de Endegal aún se debatía la posibilidad de ir hasta allí, la aldea oculta de los elfos, o seguir su camino hasta quién sabía dónde. La verdad es que no se le ocurría otro sitio adonde ir, pero no podía ir allí por un razón obvia; Avanney no debería de saber nada acerca de la Comunidad de Ber’lea. El hecho de que un humano entrara a la Comunidad de manos de Endegal podría ser catastrófico. Aquello podría ser el desencadenante de la famosa y catastrófica Visión, y él no quería ser el responsable de ningún modo, y aunque no lo fuera, no faltaría quien le recriminase aquél acto. Ghalador se lo había advertido: no debería llevar allí bajo ningún pretexto a su madre. ¿Cómo reaccionaría el Líder Natural de los elfos de Bernarith’lea si Endegal llevaba hasta allí a otra humana desconocida?

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Pero había otra poderosa razón que impedía la posibilidad de llegar hasta Ber’lea: Algoren’thel había huido de la influencia de la Comunidad, y lo había hecho con el fin de no regresar jamás. Eso lo convertía en un fugitivo. A Endegal no le hacía mucha gracia separarse otra vez de su nuevo amigo, y regresar a Ber’lea sólo podía acarrearle problemas al solitario elfo y a él mismo; Ghalador lo designaría heredero al trono, y eso no le agradaba en demasía. Era una responsabilidad muy grande para alguien que, como él, era sólo medio elfo y había residido únicamente tres años allí.

Si él mismo era poco partidario de regresar, menos aún lo sería Alderinel; el retorno de Endegal a la Comunidad le arrebataría el trono por segunda y definitiva vez al hermano de su padre, y lo último que quería Endegal era sembrar la discordia en la tranquila Bernarith’lea. Razonó que lo mejor que podía hacer era alejarse lo máximo posible, pensando que al día siguiente, cuando el elfo se recuperara, decidirían qué dirección tomar. Así que mejor se mantendrían alejados de Ber’lea por el momento.

Pronto oscureció.

—Tenemos que buscar un claro. Ya no se distingue nada ni a dos pasos de distancia —dijo Avanney.
—Es verdad —reconoció Endegal, aunque sabía que su visión medio élfica le permitiría avanzar un poco más—. Pero será mejor acampar aquí mismo. Un claro resulta demasiado peligroso.
—¿Aquí? —preguntó incrédula.
—Sí. Aquí mismo —aseveró el medio elfo.
—Aquí apenas podemos sentarnos. Además podría picarnos alguna culebra u otro bicho.
—Será suficiente —dijo Endegal en tono autoritario—. En un claro pueden encontrarnos otros “bichos” más grandes y asquerosos. Son sucios, gruñen y babean, ¿te suenan?
—Orcos... —dedujo ella.
Endegal asintió con la cabeza, aunque en el fondo lo que no quería era ser encontrado por los elfos, o por lo menos, si les veían, mejor que fuera bien lejos de Ber’lea y con intenciones claras de alejarse de la aldea.
Ataron los caballos a un árbol y se sentaron. Avanney lo hizo sobre una piedra, Endegal en el suelo, y Algoren’thel se tumbó sobre la maleza y cerró los ojos, aún agotado por la tremenda paliza que había sufrido.
—Supongo que no haremos tampoco ningún fuego —dijo Avanney enseñando el pedernal.
—Tú lo has dicho. No nos hemos tomado tantas precauciones hasta ahora como para echarlo todo a perder por una simple hoguera —le razonó Endegal.
—Una hoguera que nos calentaría en esta fría noche... —replicó Avanney.
—A ver si lo entiendes de una vez —le dijo, esta vez con severidad—. En este bosque hay demasiados peligros. Y de noche es peor, ¿vale? Una simple llama podría alertar a nuestros enemigos y atraerlos hasta nosotros.
—Me da la impresión que tanto tú como Algoren’thel sabéis más sobre este Bosque y de Peña Solitaria que de la Sierpe Helada. —Apoyó sus manos sobre sus rodillas y se inclinó hacia delante con un gesto de enfado—. Creo que ha llegado el momento de que me expliquéis todo este misterio sobre vuestros orígenes y de los motivos por los que habéis emprendido este extraño viaje.
Endegal hizo un gesto de indiferencia, indicándole a la bardo que no tenía intención de aclararle nada.
—Esto es increíble... —murmuró Avanney indignada—. Te ayudé a salir de Vúldenhard, nos hemos metido de pleno en mitad de una batalla entre reinos y por poco nos matan. Y también te recuerdo que os he sacado de la prisión. Creo que por lo menos merezco una explicación —dijo ella con evidente enfado.
—Y yo te agradezco tu ayuda, pero lo siento, no puedo decirte nada.
—Ah, muy bien... —aceptó con indiferencia—. Entonces os diré yo lo que he deducido hasta ahora. —Y empezó su particular relato—: Tú naciste en Peña Solitaria. Tuviste que dejar la aldea por algún malentendido con los propios aldeanos o el ejército de Tharler. Huiste a este bosque, porque sin duda lo conoces muy bien. Aquí conociste a Algoren’thel, que también conoce bien esta zona y que los aldeanos de aquí lo reconocen como un demonio blanco. Luego fuiste a no sé qué lugar y permaneciste allí un tiempo que desconozco. Más tarde quieres regresar junto con Algoren’thel a Peña Solitaria en busca de tu madre, pero por el camino, según vosotros, os separáis en el Pantano Oscuro. —Mientras relataba aquello, la bardo no perdía detalle de las expresiones faciales de aquellos dos, intentando averiguar la mella que hacía en ellos cada una de sus palabras— Llegáis a Vúldenhard por separado, con un día de diferencia, pero los dos os encamináis descaradamente a Peña Solitaria aunque afirmabais no tener un destino prefijado. Llegamos aquí, y lo primero que haces, Endegal, es preguntar por tu madre, y nos enteramos de que murió el día siguiente de tu huida. ¿Voy bien?

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Endegal se quedó pasmado. Sabía que había ido dando pistas involuntariamente y que Avanney había presenciado muchas escenas comprometedoras, pero al oír la conclusión de todas ellas juntas se dio cuenta de que a la bardo le faltaba bien poco para conocer la totalidad de la historia.
—Veo que eres muy perspicaz recopilando e inventando historias, bardo —replicó—. ¿Entonces por qué preguntas lo que ya sabes? —dijo con un intento de despistarla, haciéndole entender que no había nada más que contar.
—Soy mejor recopilando historias de lo que crees, Endegal. Tengo Conocimiento sobre muchas ramas del saber. ¿Quieres que continúe con mi versión de la historia?
—¿Es que aún hay más? —preguntó visiblemente molesto el medio elfo—. Compláceme, pues —le retó, aunque ahora tenía verdadero temor acerca de lo que aquella muchacha de oscuro y trenzado cabello pudiese desvelar.
—También sé qué son los demonios blancos. He oído múltiples leyendas sobre ellos. —Esperó a ver la reacción de sus compañeros. Endegal no pudo disimular su sorpresa y Algoren’thel, tumbado como estaba abrió los ojos y levantó la cabeza para oírlo.
—¿Qué leyendas has oído? —preguntó intrigado el semielfo.
—Hay leyendas que cuentan que los demonios blancos provienen del submundo. Más allá del Abismo de Fuego, donde habitan los demonios, Ommerok, Señor del Abismo, extrajo de su oscura morada a una clase de peligrosos y astutos demonios. Les dotó de una apariencia y rasgos casi humanos para que pasaran inadvertidos a los ojos de los hombres, pero no lo logró del todo. Su piel era demasiado clara, sus cuerpos raquíticos y sus ojos brillaban en la oscuridad. Se dice que en principio consiguió engañar a los hombres de la superficie y esos demonios blancos convivieron durante largos años entre nosotros, aparentando cordialidad.
»Hasta que un fatídico día, cuando más confiaban los humanos en ellos, por medio de la hechicería crearon cientos de plagas de insectos, provocaron tormentas destructoras, envenenaron las aguas, y extendieron también enfermedades mortales que iban acabando con las vidas de la gente. Ellos, por supuesto, eran inmunes a todo ello porque eran inmortales, y disfrutaban viendo el sufrimiento que causaban. Cuando la gente se dio cuenta de que la gente de piel y cabellos claros no sufrían los devastadores efectos ni perecían, les descubrieron. Fue el inicio de los Días Oscuros, donde estos demonios blancos, junto con los orcos, goblins, trasgos, dragones y toda clase hombres y bestias bajo el dominio de Ommerok se enfrentaron en guerra abierta contra los humanos de estas regiones.
»Finalmente, y tras un largo período de guerra y sufrimiento, los humanos vencieron a las tropas del mal. Los demonios blancos quisieron regresar al Abismo, pero Ommerok los castigó, a ellos y al resto de especies malignas, por haber caído vencidos por las tropas humanas, y los dejó atrapados en este mundo para siempre, para que cayeran en manos de los humanos. Así que se ocultaron, al igual que el resto de engendros supervivientes, en bosques y montañas, y cuando pueden, hacen incursiones en las aldeas y realizan todo tipo de atrocidades.
Avanney hizo una pausa y continuó con su relato:
—De todas las criaturas de Ommerok, se dice que los demonios blancos son los más temidos por los humanos, porque son tan sanguinarios como cualquier otro engendro de las tinieblas y sin embargo son tan inteligentes y hábiles que son muy difíciles de ver y oír. Son silenciosos como una sombra, invisibles y rápidos como el viento, y letales como la hoja de una daga envenenada. Hay quienes les culpan de todos los males acaecidos del pasado y del presente y que no tienen explicación lógica.
—¿Es cierto que existen esas leyendas? —preguntó Endegal sorprendido—. ¿Fueron ésos los verdaderos acontecimientos de los Días Oscuros?
—Yo no me invento las cosas, muchacho. Simplemente relato lo que oigo, y las leyendas, leyendas son. Y ahora yo te pregunto —y se dirigió hacia Algoren’thel—: ¿Eres tú un demonio blanco?

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El elfo estaba petrificado y no sabía qué contestar. Cuando salió de Bernarith’lea junto con Endegal, tenía la esperanza de que se le aceptara en el Mundo Exterior como si fuera un humano. La esperanza se volvió realidad en Vúldenhard, y ahora, esa realidad se había tornado en un sueño de un sólo día y él ya se había despertado. Le pareció que esa mala reputación le iba a perseguir allá donde fuera y le iría corroyendo las entrañas. No quería renegar de los de su raza, pero no podía admitir aquello. Decir que era un demonio blanco, sería mentir, porque a los demonios blancos se les habían atribuido una serie de fechorías que los elfos que él conocía, y a los cuales pertenecía, nunca habían cometido.
—No soy un demonio blanco —dijo fríamente.

La bardo le miró con reproche, como si su respuesta fuera la esperada por ella, y le dijo:

—Ya. Entiendo. No eres un demonio blanco, eres un elfo, ¿no es cierto?
—S.. Sí —reconoció extrañado Algoren’thel.

El término “elfo” sólo se aplicaba entre elfos. Algoren’thel supuso que esta nomenclatura la usarían los pocos humanos que confiaban o sabían del buen hacer de los de su raza. Avanney bajó la vista unos instantes; parecía aceptar aquella afirmación con una leve risita dibujada en su cara. Dejó pasar unos segundos y añadió:

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—Hay otra historia que relata que los demonios blancos se autonombraron “elfos”, pues era un nombre que ocultaba aún más su odio por la raza humana. ¿Qué me dices a eso, elfo?
—¡Todo lo que dices son patrañas! ¡Mentiras! ¡Engaños! ¡No hay ni un ápice de verdad en tus palabras, humana! —dijo el elfo bastante excitado.
—¡Hey, hey, cálmate! —dijo ella efectuando con las manos gestos de tranquilidad—. Os he dicho que yo sólo cuento lo que oigo, y que las leyendas, leyendas son. Mis juicios de valor no tienen por qué coincidir con lo que las leyendas relatan. Sólo trato de averiguar la verdad.
—¿Y cuáles son tus juicios, bardo? —le preguntó Endegal.
—Una de tantas historias que he oído es que los elfos —puso énfasis en la nomenclatura mirando a Algoren’thel— son seres sin maldad alguna, que convivieron con los humanos antes de los Días Oscuros. Su sabiduría era mayor que la de los hombres, pues vivían durante varios cientos de años. Eran amantes de la Naturaleza y adoraban la luz de las Estrellas. Lo que en esta versión no se explica es por qué han desaparecido. Quizás tu amigo elfo tenga todas las respuestas.
—La verdad es que no sé nada —replicó el elfo un poco más tranquilo, pero todavía molesto por la situación—. Lo único que sé es que permanecemos ocultos por el recelo que los humanos nos tienen.
—¿Y no os parece extraño? —comentó ella.
—¿El qué? —inquirió Algoren’thel.
—Que nadie sepa nada de nada de todo esto. Ni elfos ni hombres.
—Sí que es extraño... —reconoció el elfo después de un rato.
—Pero no sólo en el asunto concreto de por qué los elfos están ocultos. ¿No os habéis dado cuenta qué poco sabemos sobre los acontecimientos de los Días Oscuros? ¿Cómo es posible que un hecho de tanta trascendencia haya caído en el olvido con tanta facilidad?
Hubo unos instantes de silencio; instantes de reflexión e incomprensión. Era una pregunta que siempre había estado ahí, en el aire, pero que por alguna razón nunca se la habían hecho. Nunca habían sentido interés por aquellos años, y nunca nadie hablaba de ellos. ¿Cómo era posible? ¿Se denominaban Días Oscuros por los ataques de las hordas de la oscuridad, o quizás porque su historia no estaba nada clara? Ante el asombro y el interés que empezaban a tener los dos compañeros, Avanney decidió que era el momento de “echar más leña al fuego”.
—Hay más —dijo ella—. Creo profundamente que los males de Tharler y Fedenord han sido provocados por los supervivientes de los Días Oscuros.
—Los supervivientes del Abismo, te referirás —apuntó Endegal.
—Bien, si la primera leyenda fuese totalmente cierta, el propio Ommerok sería el responsable.
—Pero todos sabemos que Ommerok no existe —afirmó Endegal—. Simplemente representa la maldad del mundo. Una especie de Dios del Mal. Puro mito.
—En eso estoy de acuerdo contigo, pero hay que tener mucho cuidado con los mitos, Endegal. Te voy a poner un ejemplo. ¿Son para ti los dragones y las sierpes pura leyenda?
—Por supuesto que lo son. Cuentos para aterrorizar a los niños. ¿Quién iba a creer que la Sierpe Helada fuese en su día una sierpe gigantesca que fue hechizada hasta quedar como una inmensa cadena montañosa? —respondió el medio elfo.

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Ante tal afirmación, Avanney le dirigió una sonrisa y desenfundó sus dos espadas cortas. Una de ellas la puso sobre sus propias piernas y tendió la otra a Endegal para que la observara. Algoren’thel se incorporó penosamente hacia Endegal para observar también aquella espada. Tuvieron que acercársela bastante a sus ojos y buscar el tenue reflejo que la luna filtraba entre los árboles. Ambos contemplaron sus grabados en la hoja: un dragón arrasaba bosques, ciudades, una torre, y hombres con su aliento de fuego. La escena transmitía auténtico terror.

—Muy bonita. Unos grabados dignos de un maestro orfebre —dijo Endegal.
—Como podréis ver —dijo ella—, hay un dragón. Está incendiando multitud de campos, bosques y una hermosa torre —explicó.
—Eso no demuestra nada —dijo Algoren’thel ingiriendo una lemba completa que le había ofrecido Endegal—. Un grabado sobre dragones no demuestra que existiesen los dragones.
—Cierto —admitió Avanney—. Ahora, mirad la segunda espada. —Y se la entregó. Endegal observó que la empuñadura y guarnición eran iguales, y se fijó en los grabados y vio que eran similares, aunque reflejaban otra escena muy distinta. Sin duda habían sido forjadas y grabadas por la misma persona.
—Un dragón tendido en el suelo con una espada clavada en su cabeza —describía el medio elfo—. Un guerrero posa junto al dragón muerto, y una multitud, llena de júbilo, celebra la victoria.
—Exacto. Sólo te ha faltado decir que ese dragón es el mismo que el de la otra espada. Son dos imágenes de una misma historia. Un antes y un después.
—La historia sigue sin ser creíble, mujer —le dijo el elfo.

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Avanney cogió las dos espadas, se acercó más a ellos y las puso en el suelo, en paralelo. Se puso ella de cuclillas y continuó con voz más baja.

—Escuchadme bien ahora —dijo—. Estas espadas no han sido forjadas desde una leyenda. Se empezaron a forjar el mismo día de la derrota del dragón; fue el principio del final de los Días Oscuros. Y estoy segura de ello. Estas espadas, llamadas Las Hermanas de Hyragmathar me las dio mi maestro, otro bardo como yo. Hyragmathar es una ciudad de la Sierpe Helada. Mi maestro era de allí, al igual que las espadas, y a él se las dio su padre, que le juró y perjuró por la gloria de Arkalath que la historia de Las Dos Hermanas era cierta.
—Sin ánimo de ofender, Avanney, pero puede que alguien forjara esas espadas y luego inventara esa leyenda. Puede que tú, tu maestro, o incluso el padre de tu maestro fueseis engañados. Siguen sin haber pruebas fehacientes —concluyó Endegal.
—¡Pero es que las hay! —aseguró ella—. ¿Os habéis fijado en la torre de la primera hermana? Yo he ido a Hyragmathar y allí están sus ruinas. —Y antes de que le replicaran continuó—: Y vosotros pensaréis que tampoco tienen el porqué ser las ruinas provocadas por un dragón, y yo os diré que no puede ser de otro modo. Yo he visto con mis propios ojos las enormes piedras rectangulares. Algunas presentan largas hendiduras, como enormes arañazos, y otras están claramente fundidas, derretidas, a causa de lo que sólo puede ser el terrible calor ígneo de un dragón. ¿Y veis esto? —Enseñó un oscuro cuerno de batalla—. Es un diente de aquel dragón. También ha pasado por varias generaciones.

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Lo inspeccionaron con detalle. Tenía grabados similares a las mismas escenas que Las Dos Hermanas representaban, pero el estilo de los dibujos era distinto. Sin duda, el autor de los grabados no era el mismo. Los tres se escrutaron los rostros mutuamente después de aquellas revelaciones. A lo que Algoren’thel añadió:
—Está bien, quizá aceptemos que hubo una época, en los Días Oscuros, en que había por lo menos un dragón y que atacó Hyragmathar. ¿Y qué quieres decirnos con eso?
—Pues que hay que sopesar las leyendas, y que es evidente que hay alguien que dirigió en su día tropas y tropas de orcos, goblins, dragones y demás oscuras criaturas.
—¿Ommerok? —preguntó Endegal.
—No lo sé. Pero una cosa es cierta: hay una conexión clara con parte de la leyenda acerca de los elfos que os he contado antes. Se sabe de lo poco sociables que son todas esas razas inmundas, por lo que parece imposible, por ejemplo, reunir a más de cincuenta orcos y evitar que se maten entre ellos. ¿Quién tiene el poder suficiente como para poner de acuerdo a tribus y clanes de todo tipo, incluso dragones, y llevarlos a la lucha conjunta y organizada contra nosotros y luego borrar sus huellas logrando que la gente olvide su pasado y pierda el interés por aquellos años de guerra?
—Yo personalmente no conozco a nadie... —dijo Endegal con cierto aire burlesco.
—Pues yo lo veo claro —dijo ella en tono resolutivo—. Lo he visto hoy mismo.
—¿Quién? —preguntaron ambos al unísono.
—En el campo de batalla, mientras los soldados del ejército de Gareyter eran claramente superiores en número, yo veía como los tharlerianos luchaban con una pasión incontrolada, seguros todos ellos de que la victoria final sería suya. Hubiera dado igual que los luchadores fueran hombres, mujeres, o niños, o incluso orcos o goblins. Todos ellos hubieran luchado bajo la misma causa e igualmente fieros.
—Yo también lo sentí con los fedenarios —dijo Algoren’thel—. Buscaban ciegamente la victoria sin calcular los prejuicios. Poco parecía importarles su muerte, es más, yo diría que ninguno consideraba esa posibilidad.
—Yo sin embargo, con los tharlerianos lo percibí enseguida —continuó Avanney—. Apareció el mismísimo Rey Emerthed de Tharler. —Hizo una breve parada y observó cómo el rostro de los dos reflejaban cierta perplejidad—. Estaba rejuvenecido y lucía una gran barba y cabellos con los extremos canos y raíces negras como el carbón.
»Yo había oído la leyenda de que Emerthed había realizado un pacto con Ommerok; que le serviría ciegamente a cambio de recobrar su tan añorada juventud. Yo no la creí en un principio, aunque había oído también que Emerthed realizaba salidas a caballo a pesar de su avanzada edad. Pero así lo vieron mis ojos, allí estaba él, comandando sus tropas, y creedme que estaba luchando como si fuera un auténtico huracán. Sus enemigos no podían contenerle de ningún modo, hasta que llegó a enfrentarse a Gareyter.
—¿Y Gareyter mató al Rey Emerthed? —dijo Algoren’thel, que sabía de la fama del Capitán de Fedenord, y que de hecho la había probado en sus propias carnes.
—No. El Rey Emerthed mató a Gareyter.
Ambos se quedaron estupefactos, tanto Algoren’thel como Endegal, pues Aristel le había hablado también de Gareyter al semielfo. No creían que nadie pudiera derrotar al Capitán fedenario, y menos aún un rey de más de cien años.
—¿Insinúas que Emerthed es el organizador de todo esto? —preguntó Endegal—. ¿Cómo pudo, si él no estuvo en los Días Oscuros? ¿Cómo pudo, si no cuenta con orcos ni goblins en sus filas? ¿O insinúas que el propio Ommerok en realidad existe y que se sirve del Rey Emerthed para llevar a cabo sus designios?
—No sabría explicarlo. Hay muchas cosas que no sé, pero le he visto luchar contra Gareyter y creedme si os digo que había en él algo maligno; un poder oscuro capaz de convencer a sus soldados de que eran invencibles y capaz de aterrorizar a todos los fedenarios hasta el punto de hacer huir a todo el ejército enemigo que doblaba al suyo en número. Un poder oscuro capaz de partir con un solo golpe la poderosa espada de Gareyter y abrir en canal su resistente armadura al mismo tiempo. Un poder oscuro y terrible.

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Con estas palabras y poco más, comieron y se acostaron un poco inquietos por aquellas revelaciones. Avanney intentó aclarar qué harían al día siguiente; a dónde irían. Algoren’thel votó por salir del Bosque lo antes posible, que en principio le daba igual hacia qué dirección; sólo quería salir de allí. Endegal por su parte, no mostró interés en el asunto, pues según él, si su madre estaba muerta, su viaje y su vida habían perdido sentido. Le daba absolutamente igual ir a un sitio u otro, incluso dio muestras de querer seguir el camino en solitario; de abandonarles. Y en realidad así lo deseaba, porque en su corazón latía el deseo de estar completamente solo. Solo y recordando a su madre. Solo por el resto de sus días. Al final acordaron hablarlo al amanecer. Endegal hizo la primera guardia, y Avanney la segunda. Al elfo le recomendaron descansar toda la noche de tirón. Tenía que recuperar fuerzas.

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“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal