Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

04
Fugitivo

Endegal fue escondiéndose aprovechando al máximo las sombras y avanzando poco a poco a través de la aldea. Mientras tanto, la duda de no saber si estaba haciendo lo correcto abandonando su casa y a su madre le asaetaba el corazón. ¿Pero qué opciones tenía? Su madre tenía razón; era lo mejor para ambos. Si al menos ella hubiera podido acompañarle... Pero en la voz de su madre había estado la fuerza del que no puede ser contrariado. No la convencería jamás de que abandonara Peña Solitaria; la más mínima posibilidad de que su madre entorpeciera su huida era una razón de peso para ella. Y posibilidades de ser descubiertos habían bastantes, lo que, dado el caso, propiciaría un peligro para ambos que Endegal no estaba dispuesto a sufrir, no por él, si no por su madre. Encontrar al clan de su padre era una emoción demasiado fuerte; por fin hallaría las respuestas que durante tanto tiempo había ansiado.

Pensó que a la velocidad de sus pasos tardaría bastante en llegar al Bosque del Sol, pero también sabía que si conseguía llegar hasta allí oculto y en silencio, al menos, no sería descubierto en su exilio hasta la mañana siguiente, y esa era toda la ventaja que podía obtener. Le fue fácil eludir las guardias del interior del poblado. Las pocas carretas, y las construcciones de las casas colindantes le sirvieron de improvisados escondrijos. La ausencia de luna le ayudaba a ocultarse, y los sonidos de los insectos nocturnos silenciaban sus, ya de por sí, sigilosos pasos.

04. Fugitivo

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Al llegar a las afueras, observó una guardia de dos hombres oteando en dirección al Bosque del Sol, observando la extensión de los campos de cultivo que llegaban prácticamente hasta los límites de dicho bosque. Una lámpara de aceite les proporcionaba una pequeña luz. A lo lejos, bajo la arboleda del Bosque, se podían distinguir tres luces más, separadas a una distancia considerable. Cada luz pertenecía a otra guardia apostada. Esta intensa vigilancia se había impuesto con los últimos acontecimientos. Era una medida necesaria si un posible ataque de Fedenord pudiera derribar la bastamente acabada empalizada que lindaba el Bosque del Sol.

Aquellas luces conformaban al mismo tiempo un código simple pero eficaz. Si alguna luz de las lámparas se apagaba, la guardia más próxima a la aldea entendería aquello como una señal de peligro y avisarían con tiempo al resto del ejército que acampaba junto a los habitantes naturales de Peña Solitaria. Endegal comprendió que para llegar al Bosque debería atravesar una gran distancia a campo abierto. Aunque la noche era muy cerrada, la luz de la lámpara del primer puesto de guardia iluminaba tenuemente una zona lo suficientemente grande como para que se cuestionase la posibilidad de dar un gran rodeo.

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Y así lo hizo.

Eludir ese puesto era relativamente fácil, y al cabo de un buen rato llegó a las inmediaciones del bosque. El único acceso al bosque estaba vigilado por las tres luces que representaban a los tres puestos de vigilancia, pues la alta construcción que años atrás él mismo ayudó a levantar —la Gran Empalizada que llegaba hasta Loddenar— impedían la entrada y salida de cualquiera sin el permiso del ejército de Peña Solitaria. Pensó en bordear la Gran Empalizada, pero si después de ese largo trayecto era descubierto en territorio enemigo, su suerte podría ser peor. No conocía las defensas del reino de Fedenord y no le entusiasmaba la idea de descubrirlas con una flecha en el pecho, o con una jauría de perros persiguiéndolo a campo abierto. Recordó un dicho que su madre muchas veces le recitaba: “Come de los frutos conocidos aunque podridos, antes que de los sanos y desconocidos”. Así que se armó de resignación, y avanzó de pie hacia las tres luces mientras su instinto le indicó que estaba fuera del alcance de visión de los soldados. Luego se echó al suelo y fue arrastrándose, avanzando y buscando siempre el punto intermedio entre la primera y la segunda luz. Había calculado que eran estas dos luces las más separadas, y que, por tanto, el punto intermedio era el menos iluminado. Por esa regla de tres, llegaría al lugar de entrada al bosque más alejado de las vigilantes miradas.

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El camino que hizo arrastrándose se le hizo eterno y penoso, dado que ahora movía más los músculos de los brazos y la espalda que cuando iba de pie. Sus aún recientes heridas se encargaban de recordarle con insistente dolor el episodio ocurrido esa misma mañana con el Capitán del Ejército de Tharlagord.

Mientras se iba acercando, oyó a lo lejos unas voces que provenían de la primera luz. Por la posición de los hombres y los sonidos que le llegaban a su fino oído, descubrió que estaban jugando a los dados. Así que decidió desplazar su punto de destino un poco más hacia la izquierda, pues razonó que éstos estarían más distraídos que los otros y que tendría así más probabilidades de pasar inadvertido. Cuando estuvo muy cerca de ellos, permaneció más tiempo parado que en movimiento. Se movía sólo cuando les oía hablar, para que sus propias voces ensordecieran los movimientos de Endegal.

Fatigado y con las heridas escociéndole por el sudor, llegó a la recién plantada empalizada. Él no la había visto aún, y no sabía cómo estaba de acabada, pero pudo observar al fin la disposición de los troncos afilados; estaban entrecruzados y bastante separados. Razonó que los soldados de Tharlagord evitaban de este modo, con una construcción rápida, el paso de carretas y caballería, pero que difícilmente podrían evitar el paso de una única persona, y más aún, si la intención de esta persona era adentrarse en el bosque y no precisamente la de salir de él.

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Entró, pues, en el Bosque del Sol sin que aparentemente nadie le hubiera visto, y fue caminando durante largo rato dirección sur, o al menos eso creyó, porque una vez dentro guiarse a oscuras sin saber la posición del sol era realmente difícil. Una vez pasado el momento de tensión inicial, recordó lo cansado que estaba, comprendiendo al mismo tiempo lo absurdo que resultaba buscar a nadie en aquella total oscuridad. Reflexionó unos instantes y se dijo que ya se había alejado lo suficiente de la entrada del bosque. Además, en Peña Solitaria no se percatarían de su fuga hasta la mañana siguiente, por lo que podría descansar. Así que se dispuso a buscar una zona buena para dormir.
Encontró un árbol con las raíces bien altas que le serían útiles para resguardarse del frío viento y aquel suelo le pareció razonablemente blando por la vegetación como para echarse cómodamente sobre él. Usó la bolsa de viaje a modo de cojín y se acurrucó.

Le costó conciliar el sueño pensando en todo lo ocurrido en aquellos frenéticos días, pero sobre todo sus pensamientos giraron en torno a su padre. Galendel se llamaba, sí. El simple hecho de conocer su nombre, el tener en posesión aquel medallón y saber que había vivido allí en el bosque, eran suficientes razones para pensar en su difunto padre como una persona física, con rostro, cuerpo y alma, y no como alguien que existió, sin más, como lo había pensado hasta entonces. La diferencia era notable.

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Finalmente, el cansancio y sus heridas vencieron a su mente inquieta, y se sumió en sueños sobre aquellas raíces.

04. Fugitivo

“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal