Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

23
La mancha

Todos estaban esperando a que el Líder Natural de Bernarith’lea regresara pronto. Había ido a consultar una vez más con Hallednel el Visionario, Líder Espiritual de la misma Comunidad. La cuestión era de la máxima importancia, y la atmósfera creada, inquietante. Un miembro de la Comunidad había sido muerto por una hueste de orcos, aliados ahora con los humanos. Esta era la versión de Alderinel, que además reforzaba la catastrófica visión de Hallednel acerca de la futura pero próxima destrucción de Bernarith’lea.

Los elfos de la Comunidad de Ber’lea se habían mantenido ocultos desde mucho tiempo atrás, incluso corría por las aldeas humanas la leyenda de la existencia en el Bosque de unos malvados seres, mucho más letales y malvados que los propios orcos. Los demonios blancos no eran sino elfos en realidad, y por ello, el hecho de ser descubiertos por los humanos —que se habían aliado con los orcos para derrotar a otros humanos— suponía una más que posible búsqueda y destrucción masiva del Bosque y de la Comunidad.

Las medidas a tomar ante tal evento no eran nada claras. La posición de Alderinel, futuro Líder, era matar a todo ser, hombre u orco que pisase el territorio del bosque, es más, quería entrar en las aldeas humanas colindantes y destruirlas como “medida de precaución”. Sin embargo, la mayoría de los elfos sólo estaban dispuestos a realizar la primera parte del plan y eliminar a cualquiera que pudiese estar buscando la Comunidad oculta de los elfos. Pero todas estas medidas eran demasiado arriesgadas. La situación de Bernarith’lea estaba en el filo de una navaja; un paso en falso podría desencadenar la catástrofe.

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Por eso, Ghalador, que como Líder Natural tenía la última palabra, consultaba a menudo con Hallednel, en su aldabar del tronco del árbol, bastante aislado de la plaza del Arbgalen.

Esta vez, la Comunidad estaba muy alterada, y cada vez más ciertos elfos. Entre ellos, Hidelfalas y Alverim eran los que estaban más a favor de la postura de Alderinel. De pronto, su padre y Líder Natural Ghalador, volvió junto con Hallednel hasta el centro de la plaza.

—Querida Comunidad de Bernarith’lea... —empezó Ghalador en tono alto—. He de manifestaros que tanto Hallednel como yo estamos de acuerdo en que debemos seguir con una vigilancia extrema en todo el Bosque, en grupos de cinco componentes como hasta ahora. Y sólo se atacará a aquellos que, o bien sean orcos, o bien humanos con visibles intenciones de localizar Bernarith’lea.
—¡Entonces seguiremos igual que hasta ahora! —bramó Hidelfalas—. ¡Esperando que llegue el día en que nos encuentren y nos destruyan! —Sus palabras provocaron los aplausos del grupo de elfos más próximo a él.
—¿Qué propones tú, pues? —le preguntó Fëledar—. ¿Que salgamos al descubierto y nos destruyan antes? Mientras estamos aquí, estamos seguros. Si nos esparcimos, seremos víctimas más fáciles.
—Podríamos emigrar a otro lugar más seguro —sugirió Eliedhorel—. Si encontraran Bernarith’lea vacía puede que se marchasen y nos dejaran en paz.
—¿Y adónde iríamos? —dijo Alverim—. Dentro de poco el Bosque se llenará de un tránsito de tropas de guerreros de ambos bandos, quién sabe si de orcos también. La vida en este Bosque será inútil.
—Lo que yo digo... —dijo en voz bien alta Alderinel—... es que debemos salir ahora mismo, a Peña Solitaria y darles su merecido a esos humanos. Primero mataron a mi hermano Galendel, y ahora han matado a Eärmedil y se han aliado con los orcos. ¡Merecen morir y ahora! ¡Yo no voy a esperar más!
—¡Alto ahí! —dijo Fëledar—. No sabemos si los que mataron a Eärmedil son el ejército de Peña Solitaria. No vamos a hacer ninguna matanza así, sin más.
—¿Quién te crees tú que eres para darme órdenes? —dijo Alderinel—. ¿En verdad te crees el representante de los guerreros de esta Comunidad?
—Sólo digo lo que pensamos la mayoría. ¿A qué viene todo esto? —preguntó indignado.
—Esto viene a que acabo de proclamarme el Líder de la Guerra de la Comunidad. Creo que soy el más capacitado para ese papel.
—¡No necesitamos un Líder de la Guerra! —exclamó Fëledar.
—¡Claro que sí! —replicó—. La prueba es ésta. Nadie sabe qué hacer en este momento. Sólo yo tengo una visión clara del problema.
Hubo varios murmullos, la confusión ante aquella escena inesperada era inevitable.
—Entonces, hijo —dijo Ghalador—, si en verdad necesitamos a un Líder de la Guerra, creo que Fëledar es el más indicado para ocupar ese puesto. Tiene una visión más... experimentada.
—¡Lo que me faltaba por oír! —exclamó el hijo del Líder Natural—. ¡Hasta mi propio padre cree que este miserable es mejor que yo! —señaló al Maestro de Armas—. Pues yo, Alderinel, hijo de Ghalador, te reto a ti, Fëledar, Maestro de Armas, a un combate. El que salga vencedor será el nuevo Líder de la Guerra —dijo mientras desenvainó la espada.
—¡Eso es una estupidez, hijo mío! —le dijo su padre.
—¡Acepto el reto! —dijo el Maestro de Armas. Sería una buena forma de hacer callar a Alderinel. Luego se giró cara al Líder Natural—. Tenemos que acabar con esto de una vez por todas —dijo convencido de poder darle una lección al engreído elfo. Desenfundó él también su espada.
—¡Perfecto! —exclamó Alderinel—. Ahora todos verán tu incompetencia como Maestro de Armas.

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Todos los presentes se sobrecogieron, y la expectación era máxima. Nunca antes habían presenciado un combate entre elfos con el rencor y la envidia como protagonistas. En aquel combate había en juego mucho más que el honor o la humillación. El destino de la Comunidad estaba en juego., aunque a pesar del nerviosismo reinante, los allí congregados daban por segura una victoria del Maestro de Armas.

Ambos se pusieron en guardia. Alderinel se veía ansioso, sin embargo, Fëledar estaba tranquilo. Hacía tiempo que no había calibrado la destreza de Alderinel, pero supuso que no habría variado en demasía, por lo que no debía preocuparle. Más le preocupaba el hecho de que éste le hubiera provocado a propósito sabiéndose inferior ante el Maestro de Armas.
Alderinel se lanzó sobre él a la velocidad del rayo e hizo un barrido, primero a izquierdas entrechocando y apartando la espada de Fëledar y luego a derechas sobre el hombro opuesto. El Maestro de Armas hizo el intento de esquivar el ataque, pero aún así, recibió un corte en el hombro izquierdo. Se quedó mirando la herida, atónito, junto a la totalidad de espectadores que no salían de su asombro después de ver la celeridad con la que había sido ejecutado aquel movimiento.

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Alderinel continuó lanzando estocadas y Fëledar las paraba y esquivaba con dificultad. El Maestro de Armas supo en seguida que se estaba enfrentando a algo fuera de lo común. Vio que su técnica era tan burda como siempre, si es que puede calificarse de burda la destreza de cualquier elfo guerrero de la Comunidad, pero en todo caso, siempre muy inferior a la del Maestro de Armas. Simplemente la velocidad a la que realizaba los movimientos le daba esa clara ventaja, que no era poca. Así que se concentró al máximo. Intentó imaginar que aquel combate era como una confrontación contra cinco o seis elfos. El problema era que sólo visualizaba uno, con lo que podría cometer el error de confiarse demasiado.

Alderinel quiso lucirse delante de los espectadores y realizó rápidos movimientos a izquierda y derecha con la espada sin demasiado sentido, pero tantos en tan poco tiempo que incluso parecía que estuviera manejando dos o más espadas. El maestro de Armas seguía los movimientos con la mirada y vio que seguía una pauta. Esperó el momento oportuno y metió la hoja de su espada —que sujetaba con fuerza con ambas manos— entre las ráfagas del otro elfo. Las dos hojas colisionaron con fuerza, y la espada de Alderinel cayó al suelo.

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—Te he vencido —le dijo Fëledar.
—No me hagas reír. Sólo me has desarmado temporalmente.
—Es suficiente —argumentó.
—Bah, tonterías. No pienso sentirme derrotado hasta que no consigas matarme.
Aquello sobrecogió a todo el mundo.
—Esto no es un duelo a muerte —le reprochó el Maestro de Armas—. Te he desarmado, por lo que podemos considerar que te he vencido claramente. Además —añadió—, desarmado como estás no tendrías ninguna posibilidad.
—¿De verdad lo crees? ¿Por qué no intentas herirme al menos? —le desafió—. Sí... eso es, si consigues derramar una sola gota de mi sangre me daré por vencido... ¡Vamos!
—Está bien, como quieras.
Fëledar se lanzó contra él en un intento por provocarle un corte en el brazo de Alderinel, pero este lo apartó con rapidez.
—Inténtalo otra vez... —le provocó—. ¿Qué te pasa, Maestro? —dijo irónico—. Parece que te estás volviendo viejo... y lento como una tortuga.

El Maestro de Armas iba detrás de él realizando estocadas, todas ellas esquivadas con facilidad. En una de ellas, el hasta ahora heredero, consiguió ponerse frente a Fëledar y sujetarle ambas muñecas, evitando que realizara todo movimiento. Fëledar se quedó con los brazos inmovilizados, aunque ambos elfos forcejearon durante un rato.

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Con la proximidad de sus cuerpos y el forcejeo, Fëledar observó cómo una especie de oscuro moretón de gran tamaño se extendía por el cuello y garganta de Alderinel.

—¿Qué te ocurre en el cuello? —le preguntó.
La pregunta dejó en jaque a Alderinel. Había estado vistiendo camisas de cuello alto durante largo tiempo para ocultar la oscuridad que el medallón y su cadena le estaban provocando. Ahora había sido descubierto. Soltó las manos de Fëledar y se echó para atrás. Se subió el cuello de la camisa para ocultar su garganta de nuevo, pero muchos de los presentes lo habían visto ya. Recogió la espada de nuevo, y le dirigió una mirada furiosa al Maestro de Armas.
—¡Esta vez no voy a tener contemplaciones contigo! —le amenazó.

Recorrió a gran velocidad la distancia que le separaba de Fëledar y gritando bramidos de rabia iba asestando golpes rápidos a izquierda i derecha, arriba y abajo. El Maestro de Armas nada pudo hacer; uno de cada tres golpes le daba en algún brazo o pierna. Finalmente, empujado por la ira de estocadas de su contrincante cayó al suelo, herido. Alderinel atravesó con su espada el brazo del elfo tendido, el cual emitió un grito de dolor. Tras sacar su espada del brazo de su oponente, dirigió la punta bajo la barbilla de este. Fëledar notó cómo su propia sangre se quedaba adherida a su papada, que cálida contrastaba con el frío acero de la espada de Alderinel.

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Alderinel giró su cara para contemplar a los otros elfos, pues esperaba que lo apoyaran ahora que había demostrado su valía como guerrero, mucho mejor que Fëledar. Pero vio todo lo contrario. Todos los elfos estaban horrorizados ante aquel espectáculo. No entendían como podía salir tanto odio de un miembro de la Comunidad.

—¡Alderinel! ¿Qué has hecho, hijo mío? ¿Qué te hace actuar así? —preguntó el padre de éste.
—He derrotado a Fëledar en combate justo. ¿No merezco ser el Líder de la Guerra? —contestó él.
—¡Está loco! —dijo Telgarien.
—¡Sin duda! —dijo Eliedhorel.

Los comentarios de horror nadaban en el ambiente creando una turbulencia de sonidos atemorizados.
—¿Es que no me reconocéis como Líder de la Guerra? —gritó el afectado.
Murmullos.
—¿Quién se une a mí para atacar Peña Solitaria?
Más murmullos.
—¿Es que sois todos unos cobardes? —incitó una vez más.
Silencio.
—Alderinel —le llamó finalmente su padre—. A la vista de que no estás en las condiciones mentales óptimas, yo, Ghalador, Líder Natural de Bernarith’lea te desposeo del derecho a ser el próximo heredero al trono, hasta que recuperes tu sano juicio.

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Todos esperaron impacientes la reacción de Alderinel. Este estuvo mirando el suelo con la mirada perdida durante unos instantes. No había esperado aquello; había puesto su mayor empeño en lograr ser el Líder de la Guerra de Bernarith’lea y poder así liberar a su pueblo de los ruines humanos que tanto les odiaban. Pero no, al contrario de lo que había esperado, tras demostrar ser el mejor guerrero de la Comunidad, ahora todos estaban de su contra. Un nuevo odio nació de su interior y todas las fibras de su cuerpo recibieron la oleada. Soltó unas sonoras y descontroladas carcajadas. Levantó la mirada. Sus ojos recorrieron las miradas de todos los presentes; unos ojos que bullían con un fuego y un odio muy intenso. Apretó los dientes y luego dijo con auténtica malicia:

—Si esta Comunidad no me pertenece a mí, yo la maldigo. ¡Que nadie pues disfrute de ella jamás! —Y escupió allí mismo, sobre la base del Arbgalen. Su saliva era negra y densa. Dio media vuelta y se marchó corriendo.
Algunos intentaron detenerlo, pero cuando empezaron a correr tras él, ya le habían perdido de vista. Los ojos desorbitados de los presentes se asombraron por el escupitajo negro que estaba en el suelo, pues parecía estar expandiéndose. No era una expansión en sí de la saliva, sino que su contacto con la tierra la estaba volviendo oscura, estéril y agrietada, y esta oscuridad sí que se estaba expandiendo poco a poco de forma circular. La tierra se oscurecía y se agrietaba, y la vegetación se marchitaba irremediablemente. Su expansión parecía llevarse a cabo con relativa velocidad, hasta que alcanzó al Arbgalen.
El árbol central de Ber’lea era resistente y lleno de vida, pero todos notaron cómo su vitalidad se vio de pronto resentida por el contacto oscuro de aquella maldición. El brillo Natural de Los Cuatro Émbeler bajó de intensidad, y con él, el poco ánimo que quedaba en los corazones de la Comunidad. La oscura mancha siguió expandiéndose sin miramientos, y poco le faltaba ya para sobrepasar los límites de la plaza central de Bernarith’lea. No parecía dispuesta a detenerse jamás.
—¡No es posible! ¿Qué clase de mal nos ha invadido? —exclamó alarmado Ghalador.
—¡Ésta era mi Visión! —gritó Hallednel—. ¡Ésta es la oscura mancha de aceite que se expande sin fin! ¡Es el final de la Comunidad!

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“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal