Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

16
Vúldenhard

Ya había anochecido y en aquellos momentos se encontraba a campo abierto sobre el ancho camino que con toda seguridad llegaba hasta alguna ciudad de Fedenord. Al vislumbrar aquellas luces al fondo, casi en el horizonte, que muy bien podían ser las de una ciudad amurallada, el corazón le palpitó fuertemente. Entraría por primera vez en una civilización humana. ¿Le aceptarían? ¿Podría pasar por humano? Caminó con decisión, hasta que distinguió perfectamente las murallas y la puerta.

Un sentimiento de temor le recorrió por todo el cuerpo. Por un momento pensó en pasar la noche al raso, pues no sería nada nuevo para él, tan acostumbrado como estaba a dormir bajo las estrellas, pero luego pensó en Endegal. Cabía la posibilidad de que el medio elfo se encontrara en aquella ciudadela, así que si quería despejar esa duda, tenía que entrar allí lo antes posible. No podría perdonarse en un futuro próximo, pensando que tuvo la oportunidad de encontrar a su compañero de viaje y que la había desaprovechado por un temor que quizás fuera infundado.

Se concentró en las palabras de Endegal: él podría pasar por humano. Un humano peculiar, pero un humano a fin de cuentas, porque, ¿qué humano no es peculiar en sí mismo? Repitiéndose esto continuamente se armó de valor y decidió intentarlo, ya no por Endegal, sino por él mismo, dejando atrás todos sus temores.

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Llegó hasta las enormes puertas. Estaban cerradas. En hierro fundido y moldeado, sobre éstas, estaba la silueta de un halcón con las alas extendidas. Dos espadas cruzadas bajo éste remataban la representación del escudo del Reino de Fedenord que, en esta ocasión, estaba realizado en dos piezas; cada mitad en cada hoja de la puerta. Y sobre los muros, estandartes y pendones rojinegros colgaban ondeantes bajo el gélido viento.
Tenía que demostrarse a sí mismo que era capaz de cumplir aquella misión. Allí en la entrada, cuando se detuvo ante las mismas puertas, dos guardias le gritaron desde las almenas.

—¡Alto ahí! —irrumpió una voz brusca en la fría atmósfera—. ¿Quién eres y qué buscas?
—Sólo soy un viajero que vengo de muy lejos —explicó él—. Sólo busco un lugar decente donde pasar la fría noche.
—¡Vete! ¡Las puertas de Vúldenhard se cierran al ocaso!
En ese instante el elfo dudó. Sería muy fácil aceptar aquellas órdenes y desistir. Pasar la noche al raso e intentarlo mañana. ¿Por qué no? Pero pronto se dio cuenta que todo eso era una excusa que se imponía a sí mismo para no entrar, que era el miedo quién le dictaba aquellos pensamientos. Así que borró de su mente tales ideas y se dispuso a entrar, armándose de valor, fuera como fuese.
—No sabía que habían horarios de entrada —inquirió el elfo—. Sólo ha pasado una hora desde el ocaso. ¿No podríais hacer conmigo una excepción? Además, si me dejáis pasar, sabría recompensároslo.
—¿Cómo?

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La curiosidad del guardia fue recibida con entusiasmo por Algoren’thel, que ya tenía una idea en mente, algo que los humanos no podrían rechazar.

—¡Bajad y os lo enseñaré! —les incitó el elfo.
—¡Te lo advierto, viajero! ¡Si intentas algo, los arqueros te ensartarán! —dijo el guardia que ya bajaba hacia la puerta.

El elfo miró hacia arriba y distinguió a dos hombres con arco apresurarse hasta el borde de los puestos de vigía y que le apuntaban. Algoren’thel esperó unos segundos. Un sonido de roce entre maderas le avisó de que el enorme pasador estaba siendo corrido. Se abrieron las puertas el espacio justo para salir dos personas. Lo primero que asomó por el hueco fueron dos alabardas de gran tamaño, cuya hoja centelleaba a la altura de los ojos del elfo. Detrás de ellas, aparecieron los dos enormes guardias que las sujetaban. Pronto apareció el otro guardia, que parecía estar al mando, espada en mano.

Algoren’thel los examinó rápidamente. Vestían con ropas carmín y negro sobre su cota de malla. El estandarte de Fedenord estaba bordado en amarillo sobre el negro; de nuevo el halcón con las alas desplegadas sobre dos espadas cruzadas. Los portadores de las alabardas eran fornidos y altos, y el sujeto de la izquierda portaba un bigote que al elfo le pareció ridículo. El que parecía ser el jefe de esa guardia se situó justo detrás de aquellos hombres; lucía una barba corta y bien arreglada.
—¿Qué tienes tú que ofrecernos, viajero? —le preguntó el barbudo guardia.
—Lo que tengo... —dijo el elfo escarbando en una bolsa atada al cinturón. Pronto sacó una pepita de oro—... es esto. Puede que os interese.
—¡Oro!... —exclamó por lo bajo el jefe de la guardia, como temeroso de que sus palabras fueran oídas por alguien ajeno a ellos tres.

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Algoren’thel sonrió al ver que los ojos del guardia se abrían y resplandecían más que la propia pepita. El guardia alargó la mano para averiguar la autenticidad del metal, pero Algoren’thel cerró su puño antes de que le arrebataran el preciado tesoro.

En efecto, Algoren’thel recordó las palabras de Endegal cuando el medio elfo le había dado aquellas pepitas y pudo comprobar la avaricia que existía detrás de aquellos ojos desorbitados. Ahora sólo le faltaría comprobar si era verdad que por aquel dinero aquellos humanos serían capaces de realizarle ciertos favores.

—¿Me dejáis entrar pues en vuestra ciudad? —preguntó el elfo.
—Eso depende —contestó intrigado el jefe de los guardianes.
Levantó rápido y amenazador su espada, la cual destelló a la luz de las antorchas frente al rostro del elfo. Luego, con el filo le cacheó el manto.
—¿No vas armado? —le preguntó un poco decepcionado.
—No. Sólo soy un viajero —contestó Algoren’thel.
—Ya —dijo el guardia poco convencido de las explicaciones del extranjero—. Eres muy valiente si has osado llegar hasta aquí sin armas... O un inconsciente. ¿Cuál de los dos eres?

El elfo se limitó a encogerse de hombros.

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—¿Cómo te haces llamar, viajero?
—Algoren’thel es mi nombre —respondió.
—Extraño nombre, forastero. ¿De dónde vienes?
—Del otro lado de la Sierpe Helada.
—Entiendo... ¿De dónde exactamente?
—De Darland.
—Ah... Darland —quedó pensativo—. Bonito lugar, sí. ¿Y has recorrido tú sólo el trayecto?
—Conmigo viajaba un amigo de Darland, pero le perdí en el Pantano Oscuro —le explicó—. No sé si logró salir de sus dominios o si pereció allí mismo. Si ha sobrevivido al Pantano, puede que esté en vuestra ciudad; de hecho hasta aquí he venido porque le estoy buscando.
—Puedo asegurarte que hoy no ha entrado nadie aquí proveniente de... Darland —le comunicó rápidamente.
—Entonces debo irme —les dijo tajante, tras darse cuenta que estaban indagando demasiado. Algo le decía que el brillo de la pepita había calado hondo en aquellos guardias, y decidió arriesgarse—. Os ruego, pues, que me indiquéis otra ciudad cercana al Pantano Oscuro, donde pudiera encontrarse mi compañero de viaje.

El guardia vio que su pequeña fortuna se le esfumaba por los aires por momentos, así que se apresuró a invitarle a pasar.

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—¡Por favor! —le dijo en un tono exageradamente abrumado—. La noche es fría y peligrosa en estos tiempos, viajero. Te aconsejo que pases la noche en nuestra humilde ciudad. Necesitarás reposo para reemprender mañana la búsqueda de tu compañero.

El elfo se pasó los dedos por el mentón, teatralmente, como si sopesara la invitación.

—Sí —dijo al fin—, creo que tenéis razón, señor. Pasaré la noche en vuestra acogedora ciudad.

Los guardias se apartaron para dejarle pasar. Algoren’thel preguntó finalmente:

—Por cierto, ¿podríais indicarme un buen lugar donde dormir?

Era necesario para hacerse pasar por humano, y con un poco de suerte, quizás encontrara allí a Endegal, porque el elfo intuyó que su compañero podría muy bien estar allí dentro aunque aquellos vigilantes lo ignoraran.

—La posada de Grooney —le aconsejaron—. Ve por la calle principal, hasta media altura, aproximadamente. La posada queda a mano derecha. Hay un gallo y una jarra pintados en la fachada.

Una posada, por supuesto. Sería el lugar donde Endegal pasaría la noche; era un buen comienzo. Al ver que Algoren’thel continuaba su camino y se adentraba ya demasiado en Vúldenhard sin dejar su peaje, el jefe de los guardias agregó:

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—¡Extranjero! ¿No tenías algo que ofrecerme?
—Ah, sí... —dijo el elfo con aire distraído—. Aquí tenéis. Lanzó la pepita al aire y el jefe de la guardia la cazó al vuelo.

Momentos después, cuando el extranjero desapareció de su vista, el jefe de la guardia dijo a los dos que portaban las alabardas:

—Sepok y Doward, mantened bien vigilado a ese extraño tipo...

Algoren’thel se adentró en la calle principal, en busca de la posada de Grooney. Cuando se vio libre de miradas ajenas, escarbó de nuevo en su bolsa y sacó las pepitas que le quedaban. Las miró unos instantes y murmuró en voz baja:

—Cuánta razón tenías, cabellos oscuros...

Ahora ya había conseguido entrar, había hablado cara a cara con aquellos soldados y no le habían reconocido como un demonio blanco. Había superado aquella prueba de fuego.


§

Algunos fanales iluminaban la calle. Poca era la gente que circulaba después del ocaso por las calles de Vúldenhard, y los pocos ciudadanos volvían sin duda a sus casas. Las calles adyacentes menos iluminadas estaban habitadas por mendigos, ladrones y contrabandistas, aunque Algoren’thel no podía saberlo. Caminó durante largo trecho, pues la calle principal era grande, hasta que vislumbró el gallo y la jarra de cerveza alumbrados por un fanal.

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Entró en la posada. La gente le miraba con extrañeza, y aquello le inquietó. Observó que había varias mesas de distintos tamaños repartidas en esa especie de gran salón, y al fondo, una de barra de taberna. A la izquierda, unas escaleras ascendían a la planta superior, y a la derecha de la barra había dos puertas, una estaba cerrada, y la otra, que estaba entreabierta, despedía un intenso olor a comida. Le repudió en principio al detectar en el ambiente un cargado aroma de animales cocinados.

Había varios grupos de gente en el salón. Ignorándolos —o haciendo como si los ignorara—, avanzó hasta la barra y se apoyó. Detrás de ella, se le acercó un hombre obeso con un sucio delantal sobre la camisa blanca, grandes bigotes y calvo.

—Dígame caballero... —le dijo al elfo—. ¿Desea cenar? ¿Una habitación quizás?
—Ambas cosas —respondió.
—¿Nuevo en la ciudad? —le preguntó.
—Así es.
—Es usted extranjero, ¿verdad? No se ven mucho por aquí las melenas rubias.
—Así es. Vengo de bastante lejos.
—Bueno, puesto que no le conozco, debo preguntarle si va a poder pagar, o si por el contrario ha venido usted a buscar problemas... —le insinuó.
—Entiendo... —asumió el elfo—. ¿Cuánto me va a costar cena y cama esta noche?
—Tres monedas de cobre, caballero. Una por la cena y dos por la cama. Así de fácil. —El posadero se afiló los bigotes, esperando respuesta.
—Creo que sí puedo pagarlo, pero... —dejó la frase intencionadamente a medias.
—Pero... —le instó a acabarla el bigotudo posadero.
—No tengo monedas —dijo escarbándose en su bolsa.
—Nada de trueques, amigo. Aquí sólo admitimos monedas de las que suenan.
—Sólo tengo esto. —Y le mostró una pepita de oro.
—¡Oh, por el sagrado cetro de Arkalath! —exclamó el posadero—. ¡No se preocupe por nada, caballero! ¡Tengo cambio!

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El elfo vio moverse al obeso posadero a una velocidad que le pareció increíble para un ser de su tamaño y condición. El posadero se sacó del bolsillo de su mugriento delantal un cargado llavero, uno de ésos que unen las llaves con un enorme aro de hierro. Seleccionó una de las llaves y abrió la puerta. Entró en aquella habitación y salió como una exhalación con una bolsa llena de monedas.

—Tome, caballero —dijo, y puso sobre la barra quince monedas de cobre y dos de plata. Algoren’thel le dio la pepita y recogió el resto—. Soy Grooney, el posadero, para lo que necesite.

El posadero cogió la pepita y la guardó en aquella habitación, que cerró con apremio.

—¿Y bien? —añadió Grooney una vez volvió a la barra—. ¿Qué desea cenar? —Y empezó a enumerar sus platos más pedidos—: Cerdo, cordero, pollo, conejo...
—Preferiría algo a base de verduras, si puede ser... —le interrumpió el elfo.
—Patatas, cebollas, tomates, acelgas... —añadió el posadero.
—Un poco de todo, ¿correcto? —concluyó Algoren’thel.
—Correcto, caballero. ¿Y para beber qué prefiere? ¿Vino o cerveza? —le preguntó.
—Agua, si es posible.
—¿Agua? —preguntó extrañado—. Bueno, está bien. Agua para el caballero. Siéntese donde prefiera. Enseguida le servimos. —Y entró en la cocina gritando—: ¡Farna!, ¡Farna!

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La cocinera se volvió con relativa tranquilidad. Estaba acostumbrada a los alborotos de su marido, el cual añadió:

—Haz una cena a base de verduras... ¡Lo que quieras! ¡Deja lo que estés haciendo ahora mismo!
—Claro, claro —le dijo, siguiéndole la corriente—. Y luego irás tú a explicarle a Weyler y sus amigos que su cordero no está listo todavía —agregó la mujer.
—Ha venido un extranjero —le explicó Grooney visiblemente excitado, ignorando por completo las palabras de su mujer—, con un atuendo bastante extraño, y una larga melena rubia como el oro.
—¿Y? —preguntó Farna sin inmutarse. Ni si quiera levantó la vista del cordero que estaba preparando.
—¡Me ha pagado con una pepita de oro!

Farna dejó el cordero.

—¡Qué me dices!


Algoren’thel se sentó en una mesa pequeña y solitaria en un rincón, y esperó su comida en aquella situación que para él era tan novedosa como incómoda. De momento, estaba pasando por un humano cualquiera, pero estaba realmente nervioso. El ambiente viciado de la estancia, la concentración de fuertes olores a animales cocinados, la multitud de gente que no conocía y que sin duda le observaban por su extraño aspecto, creaba una atmósfera de presión realmente agobiante para él, acostumbrado como estaba al aislamiento voluntario. Ahora estaba obligado a permanecer allí, ante tanta gente extraña.

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No tardó en sentarse a su lado un extraño individuo. Era bajito, muy bajito y algo rollizo. Por su estatura y movilidad parecía un niño, pero sus facciones marcaban que era bastante adulto. Algoren’thel nunca había visto a un mediano, pero por las historias que se contaban en la Comunidad de Ber’lea, creyó estar seguro de que uno de ellos se había acabado de sentar junto a él. El pequeño ser, puso una mano en el hombro del elfo.

—Bienvenido, forastero —le dijo el mediano—. Mi nombre es Dedos. La verdad es que mis amigos y yo nos preguntábamos cuáles son los motivos que te han hecho venir a esta ciudad.
—Simplemente soy un viajero —le respondió—. Mi único propósito en la vida es recorrer mundo.
—¿Y cuál es tu nombre, viajero? —dijo el mediano.
—Algoren’thel.
—Debes venir de muy lejos... ¿Estás enfermo o en tu tierra natal no sale el sol? ¡Hey! —gritó de pronto el mediano. Una joven humana le sujetaba en alto del brazo.

Algoren’thel observó la mano del mediano levantada por la acción de aquella mujer. Llevaba una bolsa de tela negra igual a la suya. ¡Idéntica!

—Maldito ladronzuelo... —murmuró la humana. Cogió la bolsa, la sopesó y se la devolvió al asombrado elfo—. ¡Lárgate de aquí! —le dijo al mediano tras soltarlo, y con un empujón lo apartó de la mesa. Seguidamente se sentó en el lugar del mediano, al lado de Algoren’thel—. Perdona a Dedos, extranjero —le dijo—. Le gusta demasiado meter sus zarpas donde no debe.
—Algoren’thel es mi nombre.
—Sí, lo he oído antes. El mío es Avanney —se presentó—. ¿Aceptas la compañía de una dama en tu mesa?
—Si mis ojos no me engañan, creo que ya te has sentado. De todos modos tu compañía será mejor que la de ese mediano. Aunque si te digo la verdad, prefiero comer solo... Avanney.
—No. No te engañan tus ojos, y puesto que no has rechazado abiertamente mi compañía, me quedaré.

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Avanney lucía una larga y morena trenza que contrastaba con una delgada cadena de plata colocada en su frente. En los pantalones, estaban atadas a sus muslos dos espadas muy cortas, de apenas palmo y medio de hoja, dentro de sus fundas correspondientes. En cada antebrazo llevaba un brazalete reforzado en acero, con una especie de gancho en la parte superior. Dos objetos enfundados en unas pieles atrajeron también la atención del elfo. Por su forma, dedujo que uno de los objetos era un cuerno de batalla. De la forma redondeada del otro objeto, no pudo discernir de qué se trataba.

La humana llevó hasta allí su cena. Pronto llegó la de Algoren’thel y empezaron a comer.

—Bueno, extranjero... —empezó ella—. ¿Vienes de muy lejos?
—Por lo visto es costumbre de estas tierras el fisgonear en los asuntos de los demás —dijo él, harto de tantas intromisiones—. El repetir siempre la misma historia empieza a cansarme.
—Es normal, compréndelo, Algoren’thel. Estamos en tiempos guerra, y la gente desconfía. No serás de Tharler, ¿verdad? —preguntó ella.
—No —respondió tajantemente el Solitario—. Soy de Darland. Es una pequeña aldea, situada al otro lado de la Sierpe Helada.

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El Solitario toqueteaba con el tenedor aquellas verduras. Un gesto de repugnancia asomaba en su rostro. Él no solía cocinarse las verduras que comía, simplemente las tomaba crudas. Y no es que le desagradaran cocidas, pero le resultaba evidente que de aquellas verduras emanaba cierto aroma a grasas animales. Avanney, que no perdía detalle de la escena añadió:

—¿Darland? No me suena.
—Es normal. Está muy apartada del resto de aldeas, y es muy pequeña.
—Yo soy en parte como tú —le dijo ella con ánimos de inspirarle confianza—. No tengo hogar fijo, y viajo bastante. Conozco bastantes reinos, y me gusta oír y recopilar las historias y canciones de cada uno de ellos. Por lo que veo, a ti no te gusta contar ninguna de tus historias personales, ¿verdad?
—Has comprendido bien.
—Sin embargo, una cabellera rubia como la tuya no la he encontrado cerca de aquí, ni tampoco cerca de la Sierpe. ¿Está tu poblado más al este o quizás mas hacia el oeste? —insistió ella.
—Mira —repuso Algoren’thel con cierto malestar—, agradezco tu interés, en serio. Pero estoy agotado, así que con tu permiso me iré a mi habitación.
—Que pases buenas noches —le dijo ella.
—Que las estrellas cuiden tu lecho.

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El elfo se levantó y le preguntó al dueño en cuál de las habitaciones iba a hospedarse. Tras coger la llave de las manos del posadero subió a la planta superior y entró en la habitación número ocho. Una cama, una mesita de noche, un pequeño escritorio, una silla y un pequeño armario era todo el contenido del habitáculo. Tras echar un vistazo general a los cajones, debajo de la mesa y demás rincones, se acostó. Tumbado sobre aquella blanda cama pensó que finalmente lo había logrado. Nadie le había reconocido como un elfo, sino como un humano peculiar, tal y como Endegal había predicho; simplemente debería de tener cuidado al hablar de su supuesta vida.

Ahora ya podía moverse entre los humanos sin problemas, y sin embargo su corazón latía aún con fuerza y sus nervios continuaban a flor de piel. Permanecía tan inquieto y acalorado como al principio. ¿A qué se debería aquel desagradable estado? Enseguida cayó en la cuenta. Él dormía siempre sobre algún árbol, allá en Ber’lea, pero, al contrario que sus hermanos elfos, no lo hacía nunca debajo de ningún techo, sino al aire libre. Aquel espacio cerrado le atormentaba. ¿Habría descubierto que era claustrofóbico?

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Intentó desviar sus pensamientos hacia otra dirección. ¿A qué se dedicaría mañana? ¿Saldría hacia Peña Solitaria? No lo sabía. Prefirió dejar la respuesta para el día siguiente.

16. Vúldenhard

“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal