Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

18
El Intruso

Un par de enormes bueyes tiraban, despacio pero incansables, del carro que él mismo conducía. Había pasado ya el mediodía y Jonel-Bakey empezaba a comer. Un trozo de pan, un poco de queso y algo de embutido conformaban su particular dieta que remojaba de tanto en tanto con largos tragos de su bota de vino. Casi había terminado de comer cuando un hoyo en el camino sacudió de forma súbita la totalidad del carro y su mercancía. El barbudo conductor detuvo los bueyes de inmediato al oír un sonido de rotura cerámica. Levantó la manta que cubría la mercancía y se echó las manos a la poblada melena negra de su cabeza.

—¡Mierda! —exclamó para sí.

Su mercancía estaba compuesta por embutidos variados, fruta, dos barriles de vino, unas figuras talladas en madera y piedra, y varios cacharros y figurillas de cerámica, todo proveniente de Arpengard.

—¡Mierda otra vez! —exclamó de nuevo al comprobar que, además de romperse una de sus jarras favoritas, un cuenco se había agrietado—. ¡Hoy no es mi día, está claro que no lo es, no!

Después de verificar el estado de todo el género, lo recolocó y lo volvió a cubrir con la enorme manta. Puso de nuevo en marcha el carro.

18. El Intruso

Demonios blancos / Víctor M.M.

Él era mercader; se ganaba la vida vendiendo productos elaborados en Arpengard por todo el territorio de Fedenord. Entre toda su mercancía, las piezas de cerámica las hacía su propia mujer y la familia de ésta en una especie de taller alfarero que poseían en Arpengard. Estas piezas eran muy preciadas y caras, pues eran de una calidad elevada y tanto el acabado como el diseño eran múltiples y variados. De las figurillas talladas en madera y piedra, se podría decir que él era el autor de casi todas ellas, pues tenía buena mano con la navaja, el cincel y el escalpelo. Jonel-Bakey elaboraba imágenes de animales, bustos del Monarca, e incluso por encargo, emblemas y escudos familiares, así como retratos de madera en bajorrelieve.

Estaba pensando en su mala suerte cuando de repente se percató de que un individuo se hallaba en medio del camino, obstaculizándole el paso. Tenía un manto verdoso con unas marcas extrañas bordadas en oro en la parte izquierda del pecho, que en ningún caso identificó como símbolo del reino de Tharler, pero tampoco de Fedenord. La capucha le cubría la cabeza y del hombro le colgaba una especie de saco grande. Jonel-Bakey detuvo de inmediato el carruaje, manteniéndolo a cierta distancia del extraño y sacó un enorme puñal.

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—¿Qué quieres? —gruñó—. ¡Te advierto que si lo que pretendes es saquearme, lo tienes crudo, rufián! He tenido un mal día y no estoy de humor para bromas.
—Tranquilo mercader... —dijo el extraño con una inquietante tranquilidad—. Necesito que me lleves a Vúldenhard, sólo eso.
—Ehh... —dudó el mercader, pero al ver que aparentemente el extraño estaba desarmado, dijo transcurridos unos instantes—: Está bien —accedió—. Sube ahí detrás. ¡Pero cuidado con mi mercancía! Si descubro que rompes o robas algo te arrancaré los ojos y te cortaré las manos.

Sin mediar palabra, el extraño se subió al carro. Durante el camino, Jonel-Bakey volvía la vista atrás, mirando por encima del hombro para vigilar los movimientos del extraño personaje, desconfiando de él. Pero siempre que se giraba, veía lo mismo: un enorme saco a un lado, y al extraño envuelto en su verde manto al otro, siempre con la capucha echada. No pudo determinar en ningún momento si estaba dormido o despierto siquiera.

En realidad no sabía por qué, pero a cada momento que pasaba, estaba cada vez más nervioso. No debería de haber aceptado llevar a aquel extraño, pues si se hubiera negado desde el principio hubiera descubierto enseguida sus verdaderas intenciones. Ahora sin embargo, su inquietud iba en aumento. No le hacía ninguna gracia tenerlo ahí detrás, totalmente callado, totalmente inmóvil. ¿Se habría dormido? No podía fiarse. Casi deseó que se tratara de un vulgar ladronzuelo, que le robase un par de piezas y que desapareciera sin más. Pero aquel extraño emanaba un halo de serenidad que ningún ladrón de tres al cuarto hubiera podido tener, ni siquiera fingir.

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Una hora más tarde, todo seguía igual. Pero a las dos horas, en la enésima vez que el mercader giró la vista para controlarlo, se sorprendió, pues el extraño ya no estaba. Detuvo el carro de inmediato y agudizó todos sus sentidos para ver si lo localizaba.

Silencio.

Se incorporó de su asiento y se volvió hacia su mercancía. Cogió con una mano la enorme manta y la destapó con rapidez mientras que con la otra sujetaba su puñal. No encontró nada extraño. El misterioso personaje no estaba allí. Hizo un rápido recuento de todo lo que llevaba en su carro. Su mercancía estaba completa. O quizás sólo lo parecía, maldita sea.

Esperó unos instantes, volvió a tapar con la manta aquel carro y reanudó la marcha con aire desconfiado. Volvió a detenerse y afinó su oído. No se oía nada. Ni siquiera se oían los trinos de los pájaros y aquello le desconcertó; Jonel-Bakey sólo podía oírse a sí mismo respirando aceleradamente y a su propio corazón bombeando cada vez más deprisa.

De pronto, un extraño sonido desde los árboles le hizo estremecerse. Oyó unas risas sarcásticas y agudas. Múltiples risas...

Y estuvo convencido de que ninguna de ellas era humana.

Salieron a su encuentro cinco homínidos ataviados con harapos y algunas piezas metálicas, ojos saltones amarillentos y la piel de un color verde pálido que parecía incluso viscosa. El mercader se sobresaltó al reconocerlos como goblins de piel clara, dos de ellos armados con arco y el resto con oxidadas cimitarras de acorde a su pequeño tamaño que se relamían los afilados dientes al ver a su inofensivo botín. Pero Jonel-Bakey no iba a dejarse prender por las buenas. Toparse con asaltadores de caminos era una experiencia desagradable, pero con los goblins era todavía peor; sabía que los goblins le veían a él mismo como parte de la mercancía, así que rendirse no era la mejor opción. Sacó su puñal y enseñó también los dientes. No se dejaría devorar por aquellos engendros.

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—¡Diablos! —gritó amenazador—. ¡Definitivamente hoy no es mi día! ¡Venga, monstruos, acercaros!

Uno de los goblins dijo algo en su ininteligible lengua en voz alta, y los cuatro restantes rieron fuertemente aquella supuesta gracia. Uno de los arqueros lanzó una flecha y se la clavó al mercader en el muslo. El orgulloso mercader, tras una mueca de dolor, rompió la flecha y dejó la punta incrustada. Los cinco goblins volvieron a carcajearse del desvalido carretero.

La risa desorbitada del arquero fue acallada por otra flecha, esta vez de mayor tamaño que la del goblin. El goblin cayó al suelo desplomado; la flecha le había atravesado el pecho por completo, asomando la punta por la espalda. Los cuatro goblins restantes y el mercader se quedaron helados por el giro inesperado de la situación.

Ante el breve instante de desconcierto, otra flecha hizo blanco en el otro goblin arquero, también alcanzado en el pecho. Luego, una sombra saltó por encima de uno de los árboles a una altura más que considerable. Un manto verde cayó desde el cielo, y un destello que era una espada, cayó como un rayo sobre otro de los goblins. Cuando aterrizó, Jonel-Bakey le reconoció: era el extraño del manto verde. Había saltado desde una altura cuya caída no la hubiera podido resistir ningún ser humano, y había ensartado al tercer goblin. Los dos goblins restantes se le abalanzaron, y el encapuchado saltó por encima de ellos, a una altura de nuevo imposible, situándose por detrás de ellos, y con dos movimientos rápidos de espada, los dos horripilantes goblins cayeron muertos, uno de ellos decapitado.

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El extraño del manto verde arrancó una de las vestiduras de los goblins caídos y limpió la sangre de su espada.
—¿Qu.. qu.. quién o qué demonios eres tú? —dijo el mercader, que estaba ahora más atemorizado incluso que con la presencia de los goblins.
—Eso no importa, mercader —dijo el encapuchado—. Debemos continuar el camino. Quisiera llegar a Vúldenhard antes del ocaso.
—Por supuesto, por supuesto...
El extraño le sacó la flecha del muslo, y el mercader se la vendó.
—Otra cosa, mercader...
—¿Sí? —dijo éste, vacilante.
—Ni palabra de mi presencia en la entrada de Vúldenhard —advirtió.
—De acuerdo...

¿Por qué tanto interés en entrar a Vúldenhard de incógnito?, se preguntaba por el camino Jonel-Bakey. ¿Sería alguna especie de espía del Reino enemigo de Tharler? ¿Le habría librado de los goblins sólo para ganarse su confianza y permitirle entrar a la ciudad amurallada? No lo sabía. Lo único que sabía era que debía acatar sus órdenes si no quería acabar ensartado o decapitado por la espada de aquel temible y mortífero guerrero.



§

Llegaron antes del crepúsculo, a la hora esperada. Las puertas estaban abiertas, pero los guardias vigilaban cada entrada y cada salida de personal.
—Alto ahí, Jonel-Bakey —dijo el cabecilla de los soldados encargados de custodiar las puertas de Vúldenhard, que al parecer le conocía—. ¿Qué nos traes esta vez de Arpengard?
—Lo de siempre, Bherent. Fruta, embutido, figuras y cerámica... Ya sabes —contestó algo nervioso el mercader.
—¿Me dejas que les eche un vistazo?
Sin esperar el permiso del mercader, empezó a levantar la pesada manta.
—Ve con cuidado, Bherent —le dijo, temiendo que descubriera al intruso—. Ya se me han roto dos o tres piezas de mucho valor.
—De acuerdo, Jonel-Bakey —dijo tras comprobar que no había nada extraño bajo la manta—. Espero que pases una buena estancia aquí. ¿Cuánto tiempo piensas estar?
—Como siempre, dos o tres noches, hasta que termine las ventas.
—Sabes que esos dos barriles de vino son tu aportación al ejército de Fedengard, para que ganemos esta guerra.
—Vaya si lo sé... —dijo con resignación mientras miraba como los descargaban dos guardias.

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Se adentró en la ciudad, y en un lugar no demasiado concurrido, el encapuchado salió de los bajos del carro. Le dio las gracias al mercader y le pagó con cuatro monedas de cobre. El intruso caminó hacia una de las calles, se quitó la capucha y dejó que el viento acariciara su rostro. Sus oscuros, largos y cuidados cabellos ondearon levemente. Sus verdes ojos miraron maravillados aquella ciudad. Endegal ya estaba dentro de Vúldenhard.

18. El Intruso

“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal