Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

20
Ligero como la Brisa

Lo primero era intentar averiguar dónde podría encontrarse Algoren’thel. Aristel le había informado bien acerca de los lugares más significativos de Vúldenhard, y la posada de Grooney era el único lugar, aparte de las frías y oscuras calles, donde un extranjero podía pasar la noche. Así que paró a una mujer por la calle y le preguntó por la situación de la posada. Aunque la mujer receló al principio de él, le dijo que ya se encontraba en la calle principal y le indicó que la posada se hallaba un poco más hacia el fondo de la calle.

Al poco rato de andar en la dirección que le habían indicado, vio el distintivo de la posada y entró. Echó un vistazo rápido a la estancia y fue directo a la barra. Se apoyó en ella y observó al grueso individuo que estaba sirviendo una copa de licor a otro bastante delgaducho y de rostro lampiño. Al ver al camarero con su prominente calva y sus gruesos y largos bigotes, supo de inmediato que estaba delante del dueño del establecimiento, según las informaciones del druida.

—Como te cuento, Weyler —explicaba Grooney—. Fue algo increíble...
—Perdone... —interrumpió Endegal. Esperó a que el posadero le dirigiese la palabra.
—¿Qué desea, caballero? ¿Una copa? ¿Algo de comer? ¿O quizás una habitación? —le preguntó.
—Bueno, la cena y la habitación para más tarde. Estoy buscando a un amigo mío que puede que pasara por aquí. —El posadero seguía atento, esperando a que continuara con la descripción o el nombre mientras secaba con un paño diversos vasos y jarras—. Está un poco paliducho de piel, y tiene una larga melena rubia y...
—¡Claro! —le interrumpió—. ¡El hombre del bastón! Un gran tipo, vaya que sí. ¡Pagó con una pepita de oro! ¿Es amigo suyo, dice?

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Grooney se frotaba las manos sólo con pensar que Endegal llegara a pagarle del mismo modo. En aquellos tiempos de sequía, malas cosechas y aumentos de impuestos, el oro tendía a revalorizarse día tras día.
—Sí, verá; viajábamos juntos desde muy lejos, ¿sabe? El caso es que tuvimos problemas y nos separamos en el Pantano Oscuro. Me han informado que esta posada es el único lugar donde un forastero puede alojarse con ciertas garantías de comodidad. ¿Lo hizo mi compañero?
—Sí, exacto. Anoche se alojó aquí, sí Señor. Por cierto, su cena fue una comida de sólo verduras, y luego pasó la noche, un poco agitada, pero la pasó aquí, desde luego.
—¿Agitada? ¿Ha tenido algún percance? —preguntó Endegal algo inquieto.
—Bueno... Hablando de alguien que ha cruzado el Pantano Oscuro, supongo que quizá fue un pasatiempo, pero para mí... —Hizo una pausa y meneó la cabeza—. ¡Le digo que es lo mejor que he visto en muchos años, joven!
—¿Qué ocurrió?
—Puso en ridículo al mismísimo Wunreg —murmuró acercándose más a Endegal. Supuso que el extranjero no conocía a Wunreg, así que empezó a explicarle—: Le cuento. Aquí en Vúldenhard, Wunreg es uno de los jefes las bandas de ladrones más importante, y terriblemente fuerte, amigo.
—Ya... El Sanguinario... —dijo Endegal. Toda la información que Aristel le había dado la noche anterior le estaba siendo útil de momento.
—¿Le conoce acaso?
—He oído hablar de él —resolvió—. ¿Se enfrentaron?
—¡Oh, vaya que si se enfrentaron! Wunreg entró a mi posada por la noche, cuando sólo yo estaba en pie, limpiando. Subió a la habitación de su amigo. Yo estaba aquí abajo, con una daga en el cuello, amenazado por uno de sus esbirros... Pero yo no tenía ningún miedo. Su amigo saltó por la ventana y aterrizó en el suelo. Wunreg salió a su encuentro, pero su amigo, en vez de huir, como hubiera hecho cualquier ser humano con dos dedos de frente, le esperó allí abajo, ¿me entiende? El combate fue espectacular, pero su amigo le propinó un solo golpe en la cabeza y el Sanguinario cayó desplomado.
—¿Y él? ¿Está bien?
—Oh, yo sólo pude apreciar un serio corte en su pierna, aunque debió vendársela debajo del pantalón, porque esta mañana sólo pude ver una mancha de sangre seca.
—¿Sabe si volverá aquí esta noche?
—Oh, me temo que no, caballero —le informó—. Hubiera cometido una insensatez. Lamento decirle que ya no se encuentra en esta ciudad. Esta mañana partió hacia Ertanior, junto con la compañía de Bertien.
—¿La compañía de Bertien?
—Oh, sí. Forma parte del ejército de Fedengard. Han ido hacia Ertanior para reunirse con otras compañías. Se dice que el mismísimo Gareyter los capitaneará. Un soldado de la compañía observó las diabluras de su amigo con el bastón y lo alistaron en su batallón.
—¿Y no se resistió? —preguntó extrañado.
—La verdad es que no —le respondió mientras continuaba secando unas enormes jarras—. Y no me extrañó en absoluto, porque esta mañana le estaban esperando los doce miembros de la compañía. No hizo intento alguno por resistirse y se fue con ellos. Y créame que es mejor así, porque de lo contrario, Wunreg hubiera venido esta noche aquí con todos sus matones para hacerle pagar a su amigo la humillación sufrida.
—Entiendo... ¿Queda muy lejos Ertanior?
—A unas seis horas a caballo, siguiendo el río dirección norte —respondió el bigotudo posadero.
—Pasaré aquí esta noche, Grooney. Voy a darme un paseo por la ciudad.
—Le recomiendo que vuelva antes de que anochezca, señor —le advirtió—. Las calles oscuras son peligrosas.
—Lo sé...

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Endegal giró sobre sus talones y marchó afuera. De sobras sabía de los peligros de Vúldenhard, aunque no por su propia experiencia, sino por la información que la noche anterior había obtenido.

Por un pelo, pensó tras traspasar el umbral de la puerta; si Aristel no le hubiera retenido, seguramente habría alcanzado al Solitario al amanecer. En ese caso, tal vez él hubiera tenido que alistarse también en la compañía de Bertien. Ahora ya no estaba tan seguro de lo que debía hacer, si ir directamente a Peña Solitaria en busca de su madre, o intentar encontrarse con Algoren’thel en Ertanior. Endegal sabía que Ertanior era la ciudad fedenaria más próxima a Peña Solitaria, así que le venía de paso.

Sin embargo, muchos fueron los que no le quitaron ojo en la posada; aquel lujoso manto verde y aquel misterioso saco eran un reclamo más para los avariciosos ojos de los presentes, si es que la mera presencia de un forastero en la ciudad no era suficiente excusa como para intentar averiguar cuál era su poder económico. Y un individuo delgado, nariz corva, ojos saltones y barba de cuatro días, que no era otro que Weyler, al que había estado sirviendo Grooney anteriormente, lo siguió también con su mirada. Weyler no había perdido detalle de la conversación mantenida entre Endegal y el posadero; era una tentación demasiado fuerte para uno de los jefes más importantes al cargo de varias calles. Hizo una señal casi imperceptible, pero dos de los presentes en el comedor de la posada la advirtieron. Se levantaron con disimulo y salieron a continuación del semielfo. Weyler no tardó en hacer lo propio.

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§

Endegal se dirigió a una plaza central. Sacó su cantimplora y la llenó con el agua que manaba de una fuente. Dio un par de vueltas por las tiendas de comestibles y se aprovisionó de algo de comida para el resto de los días de viaje. Reflexionó sobre cómo iba a salir de aquella ciudad, porque era un gran problema el que se le planteaba. Tenía básicamente dos opciones: salir de día por la puerta con el inconveniente de tener que dar explicaciones a los guardias o salir de noche, saltando la muralla. Otra opción que desechó inmediatamente fue la posibilidad de alistarse en el ejército, tal y como lo había hecho Algoren’thel esa misma mañana, porque intuyó que tardaría mucho tiempo en salir de la ciudad otra patrulla. No. Sería mejor seguir pasando lo más desapercibido posible, con su espada, arco, carcaj, bolsa de viaje con alimentos y útiles varios ocultos dentro de aquel bolsón grande que Aristel le había prestado.

Ahora que ya le había sacado la información al posadero sobre el paradero de Algoren’thel, era mejor salir de allí del mismo modo que había entrado, de incógnito, y hacer de su estancia en Vúldenhard una simple tarde turística, sin que nadie notase en él nada extraño. En cuanto consiguiera salvar de nuevo la muralla, sería como si él nunca hubiera estado allí.

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Se encontraba realmente extraño entre aquella gente. Viendo a los ciudadanos de Vúldenhard atareados en sus quehaceres, se sintió casi como en su aldea natal. Hacía tiempo que no convivía junto con humanos, y aquellos humanos fedenarios no parecían tan horribles ni tan despiadados como le habían inculcado desde pequeño. Eran gente tan normal como los propios aldeanos de Peña Solitaria, con los mismos problemas, las mismas penas y las mismas alegrías. El mismo modo de vida, a fin de cuentas, tan distante del de los elfos, pero en ningún modo tan reprochable como para desencadenar una guerra. Si ahora le vieran sus antiguos vecinos de la aldea, seguro que le dirían que estaba caminando entre sus enemigos.

Volvieron sus pensamientos al problema de salir de la ciudad. Por la noche lo haría a pie, y a pie, el grupo de Algoren’thel, que marchaba a caballo, le sacaría mucha ventaja. Si el camino hacia Ertanior a caballo suponía seis horas, a pie supondría más del doble. No podía permitirse esa pérdida de tiempo y, sin embargo, necesitaba descansar por lo menos esa noche. Tenía que tomar una decisión y pronto. El elfo le sacaba un día de ventaja, y al parecer, esta distancia cada vez iría en aumento. Sólo mantenía la esperanza de que por lo menos el Solitario no cambiara de posición una vez llegado a Ertanior para poder darle alcance. ¿O iría luego a Peña Solitaria, desentendiéndose de sus nuevas obligaciones? Las dudas le atormentaban. ¿Por qué diablos tuvo que alistarse el Solitario en el ejército?
Una cosa estaba clara: no había sido por miedo.

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Observó que ya anochecía y que las gentes iban a refugiarse a sus casas; así que fue de regreso a la posada de Grooney. Finalmente decidió pasar allí la noche —tal y como le había dicho al posadero— y esperar a que amaneciera para encontrar una solución. Mientras le daba vueltas al asunto, no observó a los tres individuos que le seguían el paso a cierta distancia. Fue al entrar en un callejón sombrío y solitario, cuando percibió que al fondo había dos personas apoyadas en muros opuestos. Giró levemente la cabeza y vio a tres personas más detrás suyo. Le habían cerrado el paso, y ahora estaba acorralado. No parecían tener buenas intenciones, y Endegal no quería enfrentarse a ellos; no quería darse a conocer en aquella ciudad como un buen espadachín o guerrero. ¿O debería sacar su espada y enfrentarse a ellos? Vio unas cajas en la oscuridad, frente a él. Le quedaba otra salida.

—Ligero como la brisa... —susurró para sí mismo.

Los dos hombres del fondo del callejón estaban aún demasiado lejos, pero a los ojos de los tres que estaban detrás de él, Weyler entre ellos, el verde manto de Endegal pareció ondularse por unos instantes, como si una ráfaga de viento hubiera atravesado el callejón, pero este no era el caso.

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Endegal corrió hacia la zona más sombría del callejón y desapareció entre las sombras.

—¡No podrás escapar! —exclamó uno de los asaltantes.
—¡Te vamos a destripar, extranjero! —dijo otro—. ¡Tu oro será nuestro!

Los cinco asesinos continuaban caminando mientras se acercaban a la zona oscura donde Endegal se había ocultado, cerrando el cerco poco a poco. De sus manos se desprendían los destellos y reflejos de sus mortíferas dagas y puñales que, sin duda, habían quitado varias vidas a pobres ciudadanos. Weyler y los dos asaltadores que le acompañaban llegaron primero a un montón de cajas apiladas sobre una de las paredes. Se colocaron estratégicamente para enfrentarse al extraño que sin duda se había ocultado detrás de las cajas y esperaron a que los otros dos estuvieran más cerca, asegurándose así de que no tuviera escapatoria posible. Cuando estuvieron todos frente a las cajas apiladas, cercando y cubriendo cualquier posibilidad de escape, las apartaron a patadas hasta dejar al descubierto a... nadie. Estuvieron unos momentos pasmados, sin decir nada, asimilando lo ocurrido.

—¡Imbéciles! —gritó Weyler a los otros dos recién llegados—. ¡Le habéis dejado escapar!
—Weyler... —intentó excusarse uno de ellos—... es imposible. El callejón no es tan ancho como para que una tercera persona haya podido pasar entre nosotros dos... ¡Aunque no lo viéramos! Hubiera tropezado con nosotros dos.
—¿Me estás diciendo que es más probable que haya podido escapar entre nosotros tres? —replicó Weyler.
—No estoy diciendo nada de eso. Sólo digo que no ha pasado entre nosotros dos.
—Entonces, se ha esfumado...
—Quizás se subió a las cajas y llegó al tejado —señaló otro de ellos.
—¡Desde las cajas al tejado no se puede llegar, inútil! —estalló Weyler—. Además te recuerdo que iba cargado con un pesado saco...

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Mientras tanto, ignorando ya las disputas de sus atacantes, Endegal corría a toda prisa y con una agilidad impropia de un ser humano, saltando por los tejados de Vúldenhard, hasta que llegó a la calle principal y se dejó caer sobre el empedrado. El salto y aterrizaje lo realizó con la misma facilidad con la que un niño hubiera bajado un escalón.

Mientras iba hacia la posada de Grooney pensaba en la maravilla de manto que le había obsequiado Aristel esa misma mañana antes de partir de su cueva, situada en las proximidades del Pantano Oscuro. Su antiguo manto quedó demasiado maltrecho al intentar cruzar la barrera de espinas, así que Aristel, en agradecimiento por las historias y las lembas que Endegal le había regalado, y viendo de las buenas intenciones del semielfo, le había ofrecido un manto mágico: el manto del viento. Cuando el portador del manto pronunciaba las palabras “ligero como la brisa”, se activaba un hechizo que disminuía en buena proporción el peso total de la persona que lo llevaba puesto. Con la fuerza de los músculos intacta, arrastrando mucho menos peso corporal, Endegal podía entonces realizar saltos impensables y correr con menos esfuerzo.

Ahora, caminando, estaba todavía bajo los efectos del hechizo, y le costaba andar con normalidad, pues aún tenía la sensación de ir “flotando” por encima del suelo. Le supo mal haberle mentido a Aristel acerca de su procedencia y de su relación con los elfos, pero sabía que era lo mejor para él, el druida y la Comunidad de Ber’lea. Pero el druida le había creído, y por eso le había regalado el manto del viento. Había sido un regalo muy valioso.

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§

Llegó a la posada sin más incidentes. Entró y pidió la cena. La mujer de Grooney, Farna, le sirvió la comida que había pedido: estofado de buey junto una jarra de cerveza y una hogaza de pan. Pronto, una joven mujer con una larga y negra trenza dejó su propia comida sobre la misma mesa, sentándose frente a él. Endegal la miró brevemente y bajó repentinamente la vista al plato. Le pareció bastante atractiva —incluso comparándola con las mujeres elfo— y se preguntó qué hacía una mujer sola en aquella posada. Quizás la posada tuviera un servicio de mujeres., mujeres de esas que se entregan a un hombre según el volumen de su bolsa. Pero pronto dedujo que no era de ésas, pues su vestimenta era más de viaje que de escaparate. Unos instantes después volvió a levantar la mirada y vio que ella comía de su cena con la vista fija en él, como escrutándole cada rasgo de su cara, cada poro de sus manos.

—¿Ocurre algo? —preguntó Endegal finalmente, un poco molesto por la situación.
—Nada —contestó la desconocida—. Sólo me preguntaba...
—¿El qué? —quiso saber, irritado.
—Sólo me preguntaba si por alguna casualidad conocías a Algoren’thel —dijo, esperando ver su reacción.
—Pues sí —respondió él, extrañado—. Es mi amigo. Ambos somos viajeros. Las circunstancias nos separaron y trato de encontrarle. ¿Acaso le conoces tú?
La mujer asintió con la cabeza.
—Bueno, a estas alturas ya sabrás que se ha marchado de esta ciudad. Hicimos buenas migas tu amigo y yo. ¿También tú eres de Darland?
—Veo que estás bien informada...
—Mi nombre es Avanney. ¿Cuál es el tuyo?
—Endegal.
—Si en verdad queréis encontraros, Endegal, ¿cómo es que él no te espera? —preguntó la mujer.
—Él no sabe si voy por delante o por detrás de él. —le dijo—. Es más, él no sabe siquiera que estoy vivo. Pensaba que habíais entablado una fuerte amistad. Deberías haberlo sabido...
—Bueno, en realidad una noche de charla no da para mucho... —se excusó aquélla.

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Endegal sonrió, imaginando que aquella mujer estaría repitiendo el mismo procedimiento de interrogación al que le habría sometido a su amigo elfo. Porque estaba seguro de que no habría sido el elfo precisamente quien habría buscado compañía para charlar. Apuró la jarra de cerveza de un sorbo y pidió otra enseñando el recipiente vacío al atareado Grooney, que no daba abasto aquella noche. La noticia de lo que allí había ocurrido la noche anterior había hecho de aquella posada un lugar mucho más concurrido de curiosos, chismosos y aventureros varios. Avanney le seguía observando con intensidad. Cuando dejó la jarra sobre la mesa, la mujer le preguntó:
—Entonces, viajero, ¿hacia dónde os dirigís tú y tu compañero?
—A ningún lugar en particular. Simplemente recorremos mundo.
Avanney dejó escapar una leve sonrisa de sus finos labios. Aquella respuesta pareció hacerle cierta gracia.
—No obstante, antes has dicho que Algoren’thel no sabía si tú ibas por delante o por detrás de él. Por lo tanto, existe una ruta, un camino trazado, un destino —razonó ella.

A Endegal le pilló desprevenido la capacidad de lógica de esta mujer, así como su especial interés por su vida y la de Algoren’thel. ¿Tendría algo que ver con que el elfo pagara la noche anterior con una pepita de oro? Sopesó la posibilidad de que aquella mujer quisiera engatusarle y robarle su dinero. Aristel le había advertido acerca de malhechores, ladrones y asesinos varios que le apuñalarían por la espalda antes de preguntarle si llevaba algo de valor encima. Pero nada le dijo acerca de mujeres sacadineros tan astutas como aquella.

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—Bueno, en cierto modo, sí lo hay —respondió Endegal inventando una excusa—. Como bien sabes, venimos del sur, por lo tanto nuestro camino va hacia el norte, pero sin un destino concreto.

De pronto se vio en la misma situación que el día anterior inventando sobre la marcha respuestas para Aristel. Mojó un trozo de pan en el sabroso caldo y se lo echó a la boca. Después de tragarlo añadió:

—Por lo que tengo entendido, Ertanior es la población más cercana yendo hacia el norte. Siguiendo el río me parece. Por eso Algoren’thel se dejó llevar por la compañía de Bertien.
—¿Se dejó llevar? ¿Crees que tu amigo podría haberse negado? —preguntó ella con cierto asombro—. Estaba solo frente a toda la compañía. Yo le vi. Una negativa por su parte le hubiera costado la vida. ¿O acaso crees que hubiera podido derrotarlos a todos con su bastón?
—No —dijo fingiendo una certeza que no tenía—. Pero creo que hubiera podido esquivarlos, salir a escondidas antes de que entraran a por él. Es un magnífico explorador y sabe anticiparse a los movimientos de sus presas o de sus captores.
—Y además es un gran luchador... —añadió Avanney con aire enfático—. Todo Vúldenhard comenta la paliza que le propinó a Wunreg con su bastón. Realmente no me creo que seáis simples viajeros. Tú aparentas ir desarmado, pero algo me dice que eres tan buen luchador como tu amigo Algoren’thel. Quizás en ese enorme saco lleves oculta una espada. ¿Me equivoco?
Señaló el saco que Endegal tenía a su lado, a buen recaudo.
—Piensa lo que quieras; no pienso sacarte de dudas al respecto.
—Ya lo has hecho con tu respuesta, Endegal —dijo. Escrutó la expresión de Endegal, y la reacción facial de éste reforzó su teoría. Otra sonrisa curvó los labios de Avanney—. Otra cosa —añadió—: Después de Ertanior, más hacia el norte está el Reino de Tharler. Supongo que ya sabes que está en guerra con Fedenord. ¿Sois espías o un refuerzo importante? ¿O quizás vuestro objetivo es algo más, digamos, personal?
—Ya te lo he dicho —respondió él, visiblemente molesto—. Somos simples viajeros. Además, en estos tiempos, no se pueden recorrer largos trayectos sin correr peligro. Algoren’thel me defiende bien de esas situaciones. Nada más.
—Ya... —dijo ella bajando la voz—. Por eso tu amigo decidió tomar parte en el ataque de mañana a Tharler.
—¿Cómo? —preguntó consternado—. ¿Van a atacar mañana mismo Peña Solitaria?
Avanney levantó la mano, indicándole que aquella parte de la conversación era peligrosa. Con el mismo tono, contestó a la pregunta:
—Oficialmente sólo son rumores, pero tengo ciertas amistades en el ejército y te puedo asegurar que así es. Esta noche Gareyter ha convocado una gran multitud de batallones y compañías para lo que el llama “el asalto final”.
—¿Atacarán Peña Solitaria? —insistió Endegal.
—Sí. Es lo que tengo entendido. ¿Acaso no lo sabías?
—No.
—Entonces, ¿por qué se alistó Algoren’thel?
—¿Quién ha dicho que se alistó voluntariamente?
—Tú me lo has dicho. Hace un instante me dijiste que de haberlo querido, tu amigo hubiera evitado la patrulla. No negarás, pues, que ambos sabíais que Peña Solitaria iba a ser atacada y que era vuestro destino prefijado. Esta información no la sabe cualquiera, amigo.
—Te repito que todo eso es falso.

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Hubo unos instantes de tensión. Ella le miraba dándole a entender que no le creía lo más mínimo. Endegal terminó la más de media jarra de cerveza que le quedaba de un único y largo trago. Ella desvió la mirada al fondo, y luego volvió a centrar sus negros ojos en los verdes del semielfo.

—¿Has acabado tu cena? —le preguntó ella.
—No. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque creo que te buscan. Y no van a dejar que te acabes tu estofado.

Ella estaba de cara a la puerta, y había visto entrar a Weyler y a dos de sus secuaces. Endegal giró la cabeza y los vio también. Se hizo el loco, y como si no pasara nada, siguió comiendo lo que aún le quedaba de su estofado de buey.

Los tres asesinos le rodearon.

—Esta vez no te escaparás, extranjero —le dijo uno.
—¿Esta vez? ¿Escapar de qué? Yo no he escapado nunca de vosotros —dijo intentando disimular.

Weyler le sujetó por detrás. La mano izquierda le cogió del cabello, y con la derecha desenfundó rápidamente una daga que fue a parar directa a su cuello. La fría hoja presionaba ligeramente la nuez del medio elfo.

—Ahora vas a soltar tu bolsa de dinero, o mejor dicho: de oro. —Luego se dirigió a sus compinches—: ¡Vosotros, abridle ese saco!
—¡Un momento! —interrumpió inesperadamente Endegal—. ¿Queréis también mi estofado?

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Ante la absurda pregunta, se quedaron los tres pensativos durante un breve lapso de tiempo, lo justo para que Endegal, con su mano derecha amarrara la muñeca que contenía la mortífera daga de Weyler. Con la izquierda cogió el plato de estofado y lo arrojó rápidamente hacia atrás, hasta hacerla impactar en el rostro de su captor. Con su mano libre, le agarró del costado izquierdo. Se levantó rápidamente con la muñeca de Weyler todavía presa y le asestó una patada al asesino que tenía a su izquierda (el que más cerca estaba del saco). En su movimiento giratorio hizo rodar el delgado cuerpo de Weyler a sus espaldas, interponiéndolo entre su cuerpo y el del tercer asesino, que estaba a su derecha. El que recibió la patada cayó al suelo.

Endegal retorció la muñeca de Weyler y le hizo soltar la daga, luego lo empujó y lo hizo caer sobre el tercer atacante. Cogió una silla y la hizo astillas en la cabeza del que ya se estaba incorporando. Éste quedó aturdido en el suelo.

Weyler sacó otra daga de su cintura y la mostró. Iba paseándola a derecha y a izquierda, dispuesto a atacar en cualquier momento. El tercer asesino fue colocándose con cierto disimulo por detrás de Endegal, también daga en mano, aunque éste no lo perdió de vista ni por un instante. El semielfo tenía aún en la mano una de las patas de la silla rota. La usaría para defenderse de la daga.
El rufián que tenía por la espalda decidió atacar, pero Avanney le puso la zancadilla y éste cayó de bruces sobre el entarimado. La mujer se le echó rápidamente encima, bloqueándole el movimiento de los brazos con sus rodillas; se le había sentado encima. El asesino, tendido como estaba hubiera podido deshacerse de ella, pero no tuvo tiempo. Ella ya había desenfundado sus dos espadas cortas, una en cada mano, y las empuñaba del revés, como si fueran dos grandes puñales. Por el rabillo del ojo, el hombre pudo ver aterrado como dos destellos se dirigían a su cabeza y fueron a clavarse con energía sobre el entarimado, una espada a cada parte del cuello del rufián. Avanney las inclinó hasta cruzarlas, a modo de tijeras. Entre espada y espada sólo había hueco físico para el cuello del hombre tendido, que sangraba por los cortes que se le producían al menor movimiento. Con su cuerpo boca abajo, las manos no podían alcanzar las empuñaduras de las afiladas espadas sin correr un serio riesgo de morir desangrado.
Y no tuvo el valor necesario para intentarlo.

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Weyler era hábil con la daga; había asesinado a muchos hombres y mujeres con ella, pero cada intento de rajar a Endegal se veía frustrado por la pata de la silla que el semielfo manejaba con no menos habilidad. A pesar de ello, el trozo de madera carecía de la guarnición de una espada, y en uno de los ataques, Weyler alcanzó la mano de Endegal, que sangró inevitablemente. El jefe de asesinos sonrió y lanzó otro ataque. Pero esta vez fue esquivado; la madera de la silla encontró la cara de Weyler y le hizo caer del duro impacto. Ya en el suelo, apareció en la mejilla del asesino un profundo corte del que manaba una cantidad importante de sangre. Endegal le pisó la mano que contenía la daga y lo desarmó. No le dijo nada. Sólo se le quedó mirando fijamente. Weyler se levantó como pudo y se marchó con el rabo entre las piernas, farfullando maldiciones ininteligibles.

De los otros dos, uno estaba todavía inconsciente, y el otro también en el suelo, pero con el cuello todavía aprisionado por las dos espadas cruzadas de Avanney.

Avanney liberó al asesino y le dijo:
—Ahora coge a tu amigo y largaos de aquí.

El criminal se levantó, temblando aún por aquella humillante situación y se dio cuenta por primera vez de que se había orinado encima. Los cortes de su cuello aún sangraban en dos hilos escarlata. Cogió a su compañero, lo levantó y ambos salieron de la posada de Grooney.

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—Gracias —le dijo Endegal a Avanney.
—No hay de qué. Esos rufianes bien se merecían una patada en el trasero —contestó ella.
—Grooney, por favor, cóbrate el estofado, la habitación y la silla. —Miró la mesa donde había cenado y agregó—: Y también la cena de la señorita.
—¡Ni hablar! —dijo el posadero sonriente—. ¡La silla es gratis, siempre y cuando se usen para partir cabezas huecas! —Y soltó una sonora carcajada.
—¿Vas a invitarme? —le dijo ella con una sonrisa.
—Ya lo he hecho —respondió el medio elfo—. Me has ayudado con esos tres. Es mi forma de agradecértelo.
—Sin embargo, creo que podrías agradecérmelo de otra manera...
—¿Ah, sí? —Endegal se quedó mirándola, un poco inquieto por lo que Avanney pudiera pedirle—. ¿Cómo?
—Supongo que mañana partirás hacia Ertanior...
—Yo también lo supongo.
—Quisiera acompañarte —dijo ella al fin.
—Ni lo sueñes. Además, aún no sé siquiera cómo voy a salir de aquí.
—Quizás del mismo modo como entraste...
—No. No puedo hacerlo. Nadie me vio entrar. No puedo salir de aquí oculto con un caballo. Entrar o salir yo solo puede serme relativamente fácil, pero no con un caballo que necesito para el viaje. Tenía pensado comprar uno mañana, pues tengo que recortar como sea la distancia que me separa de Algoren’thel. Pero no sé cómo sacarlo de aquí.
—Quizás yo pueda ayudarte, Endegal. ¿Dices que podrías salir tú sólo y sin ser visto de esta ciudad amurallada?
—De noche, aprovechando la oscuridad, podría saltar la muralla.
—No. No podrías. Es muy alta, y no hay ninguna construcción cerca que te ayude a llegar arriba. Sólo las escaleras que usan los guardias. Y están bien vigiladas. —Se paró a pensar unos instantes y agregó—: A no ser que intentes escalarlas con una cuerda...
—Es una opción —reconoció Endegal—. De todos modos, te aseguro que puedo salir de aquí. Cuenta con ello. ¿Cómo crees tú que podrías ayudarme?
—Yo no estoy aquí de incógnito como tú. Me conocen. Se podría decir que incluso confían bastante en mí, si es que hoy día existe aún confianza entre las personas de estas tierras. Me las puedo arreglar para sacar un caballo. Si tú estás fuera, claro.
—¿Y por qué me ayudarías? —preguntó Endegal curioso.
—Podría acompañarte después.
—¿Es un chantaje? —preguntó sin reparo.
—Yo simplemente lo llamaría “un intercambio de favores”...

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“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal