Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

11
Conociendo al Solitario

Llevaban tres horas caminando juntos y la conversación no era demasiado fluida. Endegal, aunque también en pocas ocasiones, siempre era quien intentaba entablar un diálogo, pero Algoren’thel respondía con frases cortas, monosílabos e incluso asintiendo simplemente con la cabeza. Finalmente Endegal se decidió a preguntarle algo que alimentaba su curiosidad desde ya hacía rato. Necesitaba saberlo.

—No es que desestime tu ayuda, Algoren’thel, pero ¿no crees que me hubieras sido de mayor ayuda con los orcos si hubieras traído un arco? Desde un árbol podrías haber acabado con todos ellos con menos complicaciones —le dijo—. Bueno, ya sabes... es la forma de lucha más practicada en la Comunidad... y efectiva, por cierto.
—Mi única arma es mi cuerpo, cabellos oscuros. Mi cuerpo y mi cayado Galanturil.
—Si, claro —le dijo, haciendo como si le comprendiera—. Pero sigo pensando que con un arco y una espada hubieras acabado mucho antes.
—No uso armas cortantes, medio humano —aclaró el elfo.
—¿Podrías explicarme el porqué?
—No me gustan —respondió secamente—. Además, nada sabes de mí.
—¡Oh, por supuesto que sí! —dijo Endegal en tono exagerado. Y empezó a enumerar todo lo que sabía del elfo solitario—: Te llamas Algoren’thel, vives más apartado de la Comunidad de Bernarith’lea que el propio Hallednel. ¿Debo pensar por ello que eres más Visionario que él? —continuó—: No te relacionas con nadie; incluso llegué a pensar que eras mudo. Las pocas veces que te veo, te encuentro limpiando tu estúpido bastón o mirando al firmamento como si te hablara. Nunca te he visto participar en los puestos de vigilancia y, sin embargo, eres uno de los mejores guerreros de la Comunidad. Y ahora, por favor, quisiera una explicación coherente —le exigió.

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Algoren’thel se detuvo en seco y le miró fijamente a los ojos. ¿Cómo osaba aquel medio humano entrometerse en su vida? ¿Le estaba exigiendo explicaciones un ser con diez veces menos edad que él? ¿Acaso era este interrogatorio la compensación por dejar que le acompañara? Pero en cierto modo, el Solitario sentía que le debía algo, y aunque él no era amante del diálogo, tras unos momentos tensos, contestó al fin:

—No comparto muchas de las acciones de la Comunidad —explicó—. Siempre he pensado que mi lugar no estaba con ellos. Por eso me mantengo... distante.
—¿Y qué hay de mi? ¿Por qué me has esperado para huir de Bernarith’lea? ¿Consideras que mis acciones son mejores que las de ellos? —preguntó el medio elfo.
—No. Pero estás luchando por defender tus raíces, y me has dado la oportunidad, o la excusa si así lo prefieres, para escapar de la monotonía de Bernarith’lea y ver otras tierras, incluso quién sabe, si para defender a la Comunidad desde fuera. Tú conoces el Mundo Exterior, y acompañarte puede enseñarme como desenvolverme en el mundo de los hombres.

Endegal comprendió que no lograría sonsacarle mucho más. Pensó que era la primera vez que Algoren’thel estaba en la incómoda posición de compartir algo de su vida con otra persona y que aún no estaba preparado para abrirse tanto a la amistad de un compañero. Así que creyó que era mejor no presionarle y por ello nada más le preguntó por el momento.

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Anduvieron un poco más, hasta que sus estómagos les indicaron que era hora de hacer una parada.

—Creo que será mejor cazarnos algún conejo para la comida. No sabemos si las provisiones serán suficientes para todo el viaje, ni si fuera del Bosque tendremos oportunidad de cazar. ¿No te parece? —dijo Endegal descargando su mochila y tanteando la daga con su mano.
—Haz lo que quieras —respondió Algoren’thel en un tono que sonó despreciativo. Se había sentado en una gran piedra y sacaba fruta de su bolsa de viaje.
—¿Tan cansado estás? ¿O es que no te apetece cazar a estas horas?
—Nada de eso. Olvídame —le respondió tajante y serio mientras pegaba su primer bocado a una manzana.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó al elfo, aunque esta vez sin obtener la menor respuesta—. Está bien, no te preocupes —dijo al fin resignado—, lo compartiré contigo de todos modos. Tú quédate aquí mientras yo...
—¡Te he dicho que hagas lo que te dé la gana! —Esta vez el Solitario levantó la cabeza y le dirigió una fulminante y sombría mirada.

Endegal, absorto por la situación, levantó las manos en un ademán de tranquilizar al elfo, dando a entender que no insistiría más en el asunto. Dio media vuelta y se internó en busca de su comida.
Al cabo de un rato, volvió con una liebre. Hizo el fuego, sacó el pan y se comió media. Algoren’thel estaba sentado de espaldas a él.

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—Oye, si he hecho algo que... —dijo Endegal dejando la frase a medias a propósito.
—Mira, Endegal... —dijo el Solitario al cabo de unos instantes—. Aborrezco que mates a una pobre liebre para comértela, cuando tienes la opción de comer frutos, hortalizas o raíces.
—¿Cómo? —preguntó el medio elfo, creyendo no haber entendido bien aquella explicación—. ¿Me estás diciendo que te da lástima esta liebre? ¿Por qué? La Naturaleza nos ha hecho así, unos nos comemos a otros. ¿Acaso crees que una jauría de lobos o de orcos no te comerían si pudieran?
—Existe una diferencia —afirmó el elfo—. Los orcos son viles criaturas de Ommerok, y los lobos no pueden comer vegetales. Nosotros, sin embargo, podemos alimentarnos de carne y vegetales, y tenemos una consciencia mayor que cualquier raza. Tenemos una moral, y podemos elegir nuestra dieta. El problema —explicó— es que seguimos matando vidas animales sólo porque decís que la carne sabe mejor, aunque yo os puedo asegurar que lo hacéis por puro placer. ¿O no es cierto? ¿Niegas que te haya dado placer el dar caza a esa liebre indefensa?
—Bueno... yo... No sé. Quizás... —era la primera vez que Endegal se planteaba tal dilema. Le había pillado por sorpresa—. Verdaderamente da cierta satisfacción el conseguir tu alimento por tus propios medios, ya sea cazando o incluso cultivando un árbol frutal.
—Claro que sí —aseveró el Solitario—. Pero matar es más emocionante. Es como un juego. El cazador y la presa. ¿Quién superará a su contrincante? ¿Logrará la liebre refugiarse en su madriguera o será el cazador quien la ensarte o la atrape mediante una vil trampa? Necesitáis medir vuestras fuerzas para creeros superiores. Eso os da placer. Mucho placer. Igual que os da placer matar orcos, incluso humanos y elfos dado el caso, ¿verdad? Sentirse superiores al enemigo, y demostrárselo, a los amigos, enemigos y a sí mismos.

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Endegal no daba crédito a las palabras de su compañero; no podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Me estás diciendo ahora que te parece mal que matemos orcos? ¿Estoy mal de visión o no acabas tú de quitarles la vida a varios de ellos hace apenas unos instantes?

Algoren’thel se quedó absorto mirando la manzana mordisqueada que sostenía en su mano. Cuando Endegal ya creía que el elfo había rehusado contestarle, éste le miró de reojo y clavó de nuevo la mirada en aquella manzana. Finalmente le dijo:
—No me complace lo más mínimo tener que matarlos, créeme —aseguró el Solitario—. Al fin y al cabo son criaturas pensantes, aunque estén tan corrompidas que incluso yo justifique su eliminación. Pero vosotros... Es distinto. Os da placer quitar la vida a los orcos. Vuestros ojos irradian satisfacción con ello. Y únicamente estoy hablando del entorno de la Comunidad, pero los humanos... Míralos... Inventan guerras porque les da placer medirse con sus congéneres. ¿Quién es el más fuerte? ¿Quién planea las mejores estrategias? ¿Quién elige a los mejores aliados? No saben vivir más de cien años en paz.

Endegal se acercó al Solitario y se sentó junto a él.

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—No puedo negar tus palabras, Algoren’thel —admitió Endegal comprensivo. En cierto modo él pensaba lo mismo—. Estás en lo cierto, o casi. Yo te puedo asegurar, bajo mi punto de vista, que son más los humanos que quieren vivir en paz que los que deciden hacer la guerra. El problema que veo, compañero, es que aquellos que tienen hambre de poder suben rápidamente en nuestra escala social. Ellos mueven a los ejércitos, aunque luego somos muchos los humanos que, sin tener nada que ver en todo esto, sufrimos las fatales consecuencias de la guerra. Y no sólo me refiero a que los poblados sufran los azotes del enemigo, sino que además se nos obliga a luchar. Sin embargo, la gente del pueblo, simplemente queremos trabajar honradamente nuestras tierras para poder comer, indistintamente del reino donde estemos. Yo he sido una víctima de ello. El negarme a las crueles imposiciones de Tharler me hizo huir de Peña Solitaria, aún a sabiendas de que dejaba a mi madre allí. Por eso ahora voy en su busca. Le prometí que volvería por ella y pienso cumplir mi palabra.
—Puede que tengas algo de razón, cabellos oscuros, aunque si es así como dices, no acabo de entender por qué la mayoría no se impone a esos gobernantes amantes de la guerra.
—Ciertamente no lo sé, compañero. No lo sé.

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Tras unos momentos de silencio, Algoren’thel notó la imperante necesidad de continuar con aquella conversación amistosa. Se había sentido bien al exponer sus ideas al semielfo y ver que este comprendía en cierto modo su punto de vista. Quiso explicarle algo más acerca de sus motivos para salir del Bosque.

—Aunque la Comunidad de los elfos de Bernarith’lea es más agradable que el Mundo Exterior, siempre me he sentido bastante desplazado —expuso—. Me refiero a que siempre me he sentido fuera de lugar, como si hubiera nacido en un mundo que no me corresponde. Por eso quiero acompañarte.
—¿Sabes? Eso mismo era lo que sentía yo mientras estaba en Peña Solitaria. Al convivir en vuestra Comunidad, me di cuenta que ése era realmente el lugar al que pertenecía. He estado muy a gusto estos tres años entre vosotros. Tú sin embargo, obras al revés. No estás bien dentro de la Comunidad y sales de ella aún a sabiendas de que el mundo de ahí fuera será más despiadado y cruel. ¿Crees que encontrarás un sitio de tu agrado? ¿Una Comunidad de comedores de vegetales?
—No lo espero en verdad —respondió con resignación—. Simplemente sé que mi sitio no está en Bernarith’lea. Quedarme allí por más tiempo me mataría. Si no hay lugar para mí en este mundo, entonces mi hogar será el camino; eso es lo que he decidido. Recorreré el máximo camino que mis pies me permitan y defenderé mis ideales allá donde vaya, aunque me cueste la vida. Si recorro todos los límites y tampoco encuentro mi paz interior, entonces moriré. Estaré mejor en la otra vida que en esta. De momento, el primer tramo de mi camino coincide contigo, medio humano, pero cuando llegue el momento, nuestros caminos se separarán.

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Endegal meditó mucho sobre estas palabras. ¿Prefería Algoren’thel morir antes que vivir en este mundo lleno de desgracias, rencores y avaricias? ¿No lo había deseado alguna vez él mismo? Estuvieron el resto del tiempo que duró la comida en silencio, sumidos en sus propias reflexiones. Algoren’thel sacó un frasco verdoso, redondeado y achatado. Quitó el tapón e impregnó unas gotas del líquido sobre un trapo. Cogió a Galanturil, su cayado de madera de roble, y empezó a frotarlo con cuidado y esmero.

—¿Limpiando de nuevo tu bastón? —le preguntó Endegal—. ¿Qué clase de líquido es ese? No parece agua.
—No estoy limpiándolo. El contenido de este frasco es un líquido especial que yo mismo preparo. Cuando lo aplicas sobre la madera, ésta se hace tan resistente como el acero, por eso Galanturil no se astilla nunca ni se rompe, y también por eso sus golpes son tan demoledores.
—Vaya... —dijo Endegal asombrado—. Yo pensé que era mágico. Ahora entiendo muchas cosas. Imagino que su efecto no es permanente, por eso le aplicas el líquido cada cierto tiempo.
—Exacto. Si le aplico el líquido una vez al día, con tres o cuatro gotas bastan para que perdure el endurecimiento.
—Sin embargo, el peso del cayado es el mismo que el de la madera... —razonó el medio elfo—... ligero e irrompible para que un elfo hábil le saque el mayor provecho. —Endegal vio una sonrisa dibujada en el rostro de Algoren’thel al oír sus palabras. Era una de las pocas sonrisas que hasta la fecha le había visto al elfo.

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Cuando acabó de tratar Algoren’thel a su bastón con aquel extraño líquido, recogieron sus cosas y borraron lo mejor que pudieron todo indicio de su estancia. Nadie descubriría que habían acampado allí y al mismo tiempo el entorno natural del Bosque no se alteraría en lo más mínimo. No obstante, esta costumbre estaba tan arraigada en la cotidianidad élfica que se ejercía como algo completamente natural y de ningún modo premeditado.

Después reanudaron la marcha, y al cabo de un rato estuvieron muy próximos ya al límite del Bosque. Endegal sacó de su mochila de viaje la pequeña bolsa de Ghalador. Metió la mano y calculó tanteando con la mano, aproximadamente la mitad de las pepitas de oro. Se las ofreció al Solitario. Eran cuatro.

—¿Y esto? —preguntó el elfo.
—Fuera de los límites de la Comunidad no existe el intercambio de favores, ni mucho menos los favores desinteresados. Si no tienes dinero, no vas a ninguna parte, compañero. No podrías siquiera alojarte en una posada. Sin embargo, con este oro, los humanos harán por ti lo que tú quieras.
—Hombres al servicio de otros sólo por unas pepitas de oro... Aborrecible.
—Llámalo como quieras, pero esto te permitirá al menos comida y alojamiento en las aldeas humanas.
—¿Y quién quiere dormir bajo un sucio techo? —le reprochó Algoren’thel.
—Deberás hacerlo si quieres pasar por humano.

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El elfo acepto entonces las pepitas de oro, pero Endegal había sacado a relucir un tema que le preocupaba desde hacía rato.

—Hay una cosa que quería comentarte, Endegal —habló Algoren’thel ante la sorpresa del semielfo—. Estamos cerca de los límites del Reino de Fedenord —explicó—. Me has aceptado como compañero de viaje y te lo agradezco, pero sin duda sabes que mi presencia puede traernos serios problemas. Mi aspecto élfico me delatará, y más aún dentro del recelo reinante en esta época de guerra —razonó—. Tú puedes pasar como humano, cabellos oscuros; yo no.
—Eso es verdad en cierto modo —admitió Endegal—. Pero he estado pensándolo, amigo, y si te digo la verdad, creo que sí que podrías pasar por humano. Podríamos decir que somos viajeros que venimos del sur, de más allá de la Sierpe Helada. Nuestras ropas pueden acentuar ese hecho, pues no creo que haya ningún habitante de Fedenord que haya ido más allá de la Sierpe, o por lo menos, sería mucha coincidencia que nos encontráramos con alguno de ellos en nuestra corta estancia en este reino. De todos modos, los elfos y los humanos se distinguen en muy poco a simple vista, sobre todo si nadie ha oído de la existencia de los de vuestra raza. Podrías pasar como un humano delgaducho, de piel pálida con unos cabellos que son anormalmente dorados por esta zona. Incluso yo os tomé por humanos la primera vez que os vi, ¿por qué iban a sospechar otros?
—En eso tienes razón, cejas negras. Es buena idea.
—El único problema —dijo con menos énfasis— es que no sé qué reino existe detrás de la Sierpe Helada, ni tampoco de sus poblados —expuso Endegal preocupado.
—Eso no es ningún problema, medio elfo —le tranquilizó el Solitario—. Detrás de la Sierpe Helada no existe ningún reino, que yo sepa. Se cuenta que sólo existen una multitud de aldeas esparcidas por la zona, como estrellas en el firmamento, totalmente independientes y bajo ningún feudo. Incluso hay diversas tribus bárbaras en las laderas. Podríamos inventarnos el nombre de nuestro supuesto poblado natal. Estoy seguro de que nadie se extrañará al oír el nombre de un poblado inexistente —argumentó Algoren’thel.
—Perfecto —dijo Endegal con entusiasmo—. ¿Se te ocurre algún nombre?
—No tengo imaginación para los nombres —fue la seca respuesta.
—Imagínate que fundas tú un poblado. ¿Qué nombre le pondrías? ¿Vegetalia? —dijo esbozando una tímida sonrisa. Sin embargo, aparentemente, al Solitario no le hizo ninguna gracia el comentario, por lo que Endegal quiso pasar página lo antes posible—. Vamos, hombre, piensa un poco. Tendría que ser... quizás el nombre derivado de su creador, o un nombre relacionado con la orografía de la zona. Por ejemplo, Peña Solitaria hace referencia a la peña aislada que existe en el valle.
—Invéntatelo tú. Ya te he dicho que no tengo imaginación —respondió sin más el elfo, harto ya de ese juego.
—Vamos a ver... Por ejemplo: cojo el nombre de mi madre y lo modifico un poco: Darlya. Darlyanand... Darland... Darlanath... Darlyador... ¿Qué te parece? ¿Cuál de todos te gusta más?
—Esta bien —dijo Algoren’thel más que hastiado del acoso de su compañero. Si opinaba, quizás le dejaría un rato en paz—. Todas suenan más a fortalezas que a una pobre aldea. Pero si he de elegir, quizás el más apropiado de los que has dicho sea Darland.
—Vaya, tienes razón. Sí que tienes imaginación después de todo, o un poco de lógica por lo menos. Darland suena más... humilde. ¿Correcto?
Algoren’thel asintió con la cabeza. Entonces Endegal recitó una frase, a modo de ensayo y recordatorio.
—Vamos a ver. Entonces somos Algoren’thel y Endegal, viajeros que venimos del sur, de la aldea de Darland, más allá de la Sierpe Helada.

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Como si el viento hubiera esperado a que Endegal terminara su oración, llevó consigo una oleada de mareante hedor. Ambos dirigieron la mirada al frente.

—Cierto, cabellera negra, pero antes de decir esa sarta de mentiras a cualquier humano que nos pregunte, creo que deberemos cruzar eso de ahí enfrente. —Y señaló a lo lejos. Una oscura neblina ensombrecía el paisaje.
—¿Qué es eso? —preguntó Endegal visiblemente preocupado.
—El Pantano Oscuro.

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“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal