Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

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Los observó ahora con más detalle. Su estatura era aparentemente normal, sus cabellos eran blancos y lucían una larga melena bien alisada y cuidada. Sus rostros eran de bellas facciones marcadas y estiradas y su piel era tan clara que se diría que nunca conocieron la luz del sol. Sus ojos eran claros también; unos de color miel y los otros verdes como las esmeraldas. Sus amplias ropas combinaban el marrón, el verde y el blanco. También contenían cenefas y ribeteados en oro y plata. Su complexión era de poca corpulencia, más bien delgados, pero con unos músculos marcados que sin duda les conferían la agilidad y destreza tan elevadas que habían demostrado.

—Entonces, sois vosotros los hombres de los bosques, por lo que veo —dedujo Endegal esperando la confirmación de sus palabras. Quizás fueran realmente soldados fedenarios, y por eso su madre le había ocultado, no sólo a él, sino a toda la aldea, la procedencia de su padre. Ahora por fin, empezaría a esclarecerse todo.
—Bueno... —dijo con aire pensativo uno de ellos, y mirando con una risita a su desconfiado compañero continuó—: Ésa es la forma más agradable que he oído últimamente a los de tu raza para referirse a nosotros.
—¿A qué te refieres? —preguntó Endegal intrigado. Por lo que estaba escuchando, estos seres parecían desvincularse de la raza humana. No acababa de entender a qué venía todo aquello, aunque pronto salió de dudas.
—Los humanos de los alrededores nos suelen llamar... —hizo una pausa intencionada y acabó la frase con cierto énfasis—... demonios blancos.

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Endegal se sobrecogió al oír tales revelaciones. Había escuchado con anterioridad horribles historias sobre estos demonios blancos. Incluso se decía que los demonios blancos eran aún peores que los orcos, pues siendo igualmente malvados y despiadados, eran mucho más silenciosos y escurridizos. Por eso casi nadie había visto ninguno desde hacía muchos años. Endegal dio un paso atrás, asustado y con los músculos en tensión. Había sido dos veces espectador de su habilidad para la lucha. Hacía pocos días, cuando un bastión del ejército de Tharlagord avanzaba en los lindes del bosque había sido la más espectacular. Efectivamente, aquel ataque mientras se efectuaba la tala de árboles, nada tuvo que ver con las tropas del Reino de Fedenord, y ahora lo sabía de buena tinta. En su día los admiró por su precisión y estrategia, pero no sabía que se trataba de los temibles demonios blancos. Empezó a sudar y a mirar nervioso por los alrededores en busca de alguna posible huida. Analizó su situación y entendió que poco podía hacer ante aquellos dos poderosos enemigos, desarmado como estaba, e incluso cabía la posibilidad de que hubiera más de ellos escondidos entre los árboles. Un intento de huida le costaría con toda seguridad la vida. Se armó de resignación y esperó a ver qué cariz tomaría la situación.

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—Aunque nosotros —prosiguió poco más tarde el mismo interlocutor— y aquellas otras razas que una vez, antes de los Días Oscuros, convivieron con nosotros, preferimos llamarnos elfos.

Aquella nomenclatura no le dijo nada a Endegal, con lo que continuó a la expectativa y bien alerta. Quizás hubiera sido mejor que no le hubieran ayudado contra aquellos orcos. Una muerte a manos de los demonios blancos podría ser más horrible incluso que morir masacrado y devorado por los orcos.

—¿Qué queréis de mí? —preguntó con temor, aunque intentó no exteriorizarlo.
—Me parece que eras tú quien nos estabas buscando, ¿o no es así? —dijo uno de aquellos demonios con los brazos cruzados al pecho. Bajó la mirada hacia su colgante y le preguntó a Endegal—. ¿O por qué si no entrarías en este peligroso bosque?
—Escapé de Peña Solitaria —se apresuró a contestar Endegal—. Soy un renegado. Ellos me buscan por traición y no tenía a otro sitio donde ir —se explicó.
—Sí, sí, claro, muchacho, por supuesto —dijo el otro que aún mantenía el arco cargado con aquella mortífera flecha y bien tenso—. No obstante —continuó—, te has autoproclamado como el hijo de Galendel y has mostrado un émbeler que sin duda le perteneció en vida. También te he oído decir que buscabas a sus congéneres... Pues bien, aquí nos tienes. Ahora dinos qué quieres de nosotros o márchate, pues no es éste un bosque para los humanos. Pero tendrás antes que devolvernos ese émbeler: pertenece a nuestra Comunidad. ¿Dónde lo encontraste? —le preguntó en tono acusativo—. ¡Contesta rápido, humano, o tendremos que matarte ahora mismo!
—¡Ya basta, Alderinel! —replicó el otro en vista de que la situación estaba llegando a un punto conflictivo. Apoyó su mano sobre el arco de su acompañante y se lo hizo bajar—. ¡En verdad no pareces hijo de Ghalador! ¿Es que esta noche de vigilia te ha cegado los ojos? ¿O fue el licor de moras que compartimos anoche lo que mitiga tu razón? ¿Por qué sigues llamándole humano? ¿No has visto en él a una alma hermana? —dijo mirando a su compañero con desánimo.
—¡Telgarien, escúchame! —exclamó el otro—. Él es un explorador de Tharler. Yo lo vi hace dos soles, junto a esos cortadores de árboles. Es uno de ellos. ¡Un exterminador de bosques!
—Sabes tanto como yo, querido Alderinel, que los habitantes de estas zonas han estado comportándose de un modo extraño estos últimos años. Los humanos no son como los orcos, aunque en estos tiempos incluso yo lo pongo en duda. En la raza de los humanos, la maldad no es propia de todos ellos —expuso el demonio blanco llamado Telgarien—. Dejemos que se explique.

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Endegal estaba confuso con aquellas palabras. Empezaba a sopesar el hecho de que su padre sí que hubiera podido pertenecer a esa extraña raza. ¿Su padre un demonio blanco? No podía creerlo, pero eso reforzaba las razones por las que la existencia de su padre había sido ocultada a toda costa. Y si tan malvados eran aquellos despiadados demonios blancos, ¿por qué discutían ahora sobre su destino? No creyó en un principio que fuese a disfrutar de tanto tiempo de vida.

—¿Es que no recuerdas la suerte de Galendel? —dijo señalando Alderinel a Endegal—. Él pudo haberlo matado la última vez que fue a Peña Solitaria y apoderarse así de su émbeler.
—Te recuerdo, Alderinel —explicó Telgarien—, que si es medio humano, es demasiado joven para haber conocido a Galendel. Es más, podría muy bien ser hijo suyo. ¿O acaso has olvidado que los humanos envejecen más deprisa?

Al oír el nombre de su padre, Endegal tuvo la imperante necesidad de intervenir en la discusión.

—¿Qué le ocurrió a mi padre? —Esta vez no se amilanó ante ellos. Exigía una respuesta.
—Si lo que quieres es saber de la desgracia de Galendel, hace ahora más de veinte años, te lo diré. —Alderinel estaba dispuesto a hacerlo, a echarle la culpa a él y a toda la raza humana.
—Desde tiempos inmemorables, hemos estado cortando el paso de todos los orcos que han osado atravesar este bosque. Esos desgraciados solamente buscan saciar su sed de sangre, y no tienen ningún reparo en destrozar cualquier ser que la Naturaleza nos ha regalado. Árboles, flores, animales... Todo lo que encuentran a su paso lo destruyen sin miramientos. Y nosotros les impedimos casi a diario que pisen este Bosque —explicó—. De ello habéis salido beneficiados los habitantes de Peña Solitaria, pues sin duda el objetivo de las hordas de orcos era vuestra aldea, y no nos importó detenerlos. ¿Y cómo nos lo pagasteis? ¡Nos odiasteis y nos llamasteis demonios blancos! Hasta estos días hemos tenido que permanecer ocultos, y por lo que parece, muchos años más durará esta situación. En cierta ocasión, Galendel le salvó la vida a una humana, presa de los orcos, y tuvo la estupidez de enamorarse de ella. Tenemos entendido que abandonaba con frecuencia nuestra Comunidad para verla en secreto. ¡Yo le supliqué mil veces que no lo hiciera! Un día ya no volvió. Nuestro Visionario nos reveló que había sido asesinado por vosotros, los aldeanos de Peña Solitaria. ¡Ésa fue su suerte! ¡Vosotros le asesinasteis!

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Endegal se quedó boquiabierto. Los misterios que envolvían la vida de su padre se iban esclareciendo y complicando al mismo tiempo. Sus impresiones acerca de aquellos seres iban cambiando como el contorno de las nubes. Ahora los propios demonios blancos estaban juzgando a su gente de intransigente y asesina. ¿Cuál era el bando equivocado? Pensó en los habitantes de Peña Solitaria y temió la respuesta. Había un creciente ambiente de envidia, venganza y odio entre ellos, aunque según su madre, este recelo no había existido desde siempre. La verdad es que él mismo había deplorado en multitud de ocasiones las actitudes viles de los suyos: las eternas disputas por las tierras, las peleas en la taberna, los enfrentamientos por mujeres, eternos insultos hirientes y la lucha por el poder en la alcaldía eran algunos ejemplos clarificadores; y muchos de ellos solían acabar en sangre. Desde bien niño que había sido testigo de todo aquello. En verdad siempre se había sentido fuera de lugar. Había intuido que Peña Solitaria no era su sitio y pensó a menudo en huir, sobre todo desde el día en que se enteró de que habrían hostilidades con el reino vecino de Fedenord. Sólo la presencia de su madre le había retenido allí.

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—No es justo que le juzgues a él por los actos de su raza, Alderinel —repuso Telgarien—. Recuerda que en el ataque al Bosque, él no intervino en ningún momento. Permaneció al margen de los guerreros y los cortadores de árboles de su especie. Él no nos atacó —le recordó a su desconfiado compañero.
—¡Pero él estuvo allí, cortando árboles con sus propias manos! ¡Es tan culpable como los que disparaban sus ballestas contra nosotros! —observó Alderinel.

Endegal no dudó en defenderse ante tales acusaciones.

—¡No tenía elección! ¡Arkalath sabe que me opuse a la tala de árboles, pero ellos me obligaron! He tenido que soportar muchas penalidades por no querer abandonar antes a mi madre —explicó—. Y aunque detesto haberlo hecho, sé que no tenía otra opción. Además, he sido castigado por no entrar en su juego. Ayer mismo sufrí las consecuencias de mi conducta pasiva. ¡Las heridas de mi cuerpo así lo demuestran!

Alderinel echó un vistazo rápido a las heridas de Endegal. El joven desconfió del contacto del demonio blanco, pero accedió a sabiendas de que en aquel momento su cooperación era lo único que podía salvarle la vida. Alderinel, tras acabar con su breve exploración, sonrió y se encaró a Telgarien.

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—Lo sabía —le dijo a su compañero—. Si fuera éste el hijo de Galendel, sus heridas estarían sanadas por completo —razonó—. No es uno de los nuestros, Telgarien. Tenemos que deshacernos de él, pues demasiado sabe ya de nuestra existencia. Hay demasiado en juego para correr tal riesgo.

Pero ante la sorpresa de éste, el otro demonio blanco le replicó:

—Sigue tu cabeza tan nublada como antes, hermano —dijo Telgarien inspeccionando las heridas de Endegal sin dejar de lado otros aspectos de su anatomía—. Si fuera humano, completamente humano quiero decir, estas heridas tendrían aspecto reciente, y sin embargo están casi curadas. No ofrece lugar a dudas que de tratarse de un elfo puro estaría plenamente sanado, mas debo recordarte, hijo de Ghalador, que su madre fue humana, y por lo tanto sus cualidades élficas pueden, o mejor dicho, deben, estar entrelazadas con las humanas.

Cogió a Endegal por la barbilla y continuó con su exposición:
—Además, debes prestar atención a otra cuestión. Su cabello es oscuro, mas carece de vello en los brazos y pelo en la barba. Por lo que a mí respecta, Alderinel, nuestro amigo Endegal es un medio elfo, y si lleva el émbeler de Galendel, casi con seguridad puedo asegurar que estamos frente a su hijo, aunque te cueste trabajo admitirlo.

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Un tenso silencio se apoderó del momento, mientras los otros dos intentaban asimilar aquella información.

—¿Y ahora qué? —preguntó Alderinel al otro elfo.
Endegal agradeció interiormente aquella incisión, pues él estuvo a punto de hacer la misma pregunta.
—Debemos acogerle, Alderinel —respondió Telgarien con actitud tranquila—. No miente cuando dice que el Bosque es su último refugio. Le llevaremos a Bernarith’lea y lo presentaremos ante la Comunidad como el hijo de Galendel.
—Deberá entonces demostrarlo.
—Lo hará por él el Visionario.

Alderinel hizo un gesto de desaprobación, pero no pudiendo refutar las explicaciones de su compañero, se armó de resignación y empezó a recoger sus flechas de los cuerpos de los orcos en el más absoluto de los silencios. Telgarien trepó con gracilidad por el tronco de un árbol, y cuando bajó llevaba consigo el arco, el carcaj y la bolsa de viaje que Endegal había “perdido”.

—Esto te pertenece, Endegal —le dijo mientras se lo devolvía.
—Así que fuisteis vosotros los que me robasteis mis pertenencias... —sonrió Endegal—. No había señales de nadie. Pensé que se las había tragado el propio árbol. ¡No encontré rastro alguno!
—Muchas son las cosas que aún te quedan por aprender, amigo mío.

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Endegal por fin había aclarado sus emociones; se encontraba ahora enormemente satisfecho de haber encontrado a aquellos hombres de los bosques, porque si eran de una raza distinta o no de la humana, era una cuestión que dejó de importarle. Aquellos seres parecían tener mejor criterio que los fieros soldados de Tharler y que los envidiosos aldeanos de Peña Solitaria. De una forma o de otra, no se refirió a ellos nunca más como demonios blancos, sino como elfos.

Alderinel había iniciado ya la marcha hacia Bernarith’lea y se lo veía caminando a lo lejos. Endegal ayudó al otro elfo a recoger las flechas de plumas verdes que Alderinel dejó clavadas. Supuso entonces que éstas eran las que pertenecían al tal Telgarien. Endegal sacó dos manzanas de sus provisiones y ofreció una a su nuevo amigo elfo, el cual la aceptó con suma gratitud. Alderinel marchaba a un paso más acelerado y pronto desapareció de su campo de visión. Telgarien aprovechó para hablar con más soltura.

—Debes perdonar a Alderinel, amigo Endegal. La pérdida de Galendel le afectó mucho.
—Imagino —dijo con aire comprensivo—. ¿Tanto afecto le tenía?
—Nada mitigará su dolor, ni si quiera los largos años venideros, pues Galendel era su hermano —respondió Telgarien.
—Entiendo —dijo apesadumbrado, pues si él echaba en falta a su padre y jamás lo había conocido, ¿cómo se sentirían aquellos que le habían conocido? Pero se emocionó al comprender que aquel elfo receloso era familia suya—. ¿Es entonces Alderinel el hermano de mi padre? —le preguntó.
—Tal y como imaginas —corroboró Telgarien—. El recelo que tiene hacia ti es, en cierto modo, comprensible. Él echa la culpa de lo que le ocurrió a tu padre a los humanos. De hecho, si Galendel nunca se hubiera enamorado de tu madre, seguiría aún con vida. Y tú eres el fruto de aquella relación. Tú le recuerdas aquel fatídico día en que Hallednel el Visionario nos dio la nefasta noticia del asesinato de tu padre a manos de los aldeanos de Peña Solitaria.
—Pero han pasado muchos años desde que mataron a mi padre... ¿Por qué me da la impresión de que su dolor es aún reciente?
—Tus impresiones son acertadas, pues lo que para vosotros puede ser media vida, para nosotros es apenas un suspiro.

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Aquellas revelaciones le hicieron entrar en profundas cavilaciones. Fueron unos momentos de reflexión que el elfo llamado Telgarien decidió respetar.

Continuaron pensativos caminando por la cada vez más delgada senda. Esta vez fue Endegal el que rompió el silencio:

—¿Qué es exactamente Bernarith’lea? —preguntó.
—Es nuestro destino, donde mora nuestra Comunidad. Se trata de una aldea inmersa en este Bosque, aunque para mi gusto, es mucho más hermosa que cualquier aldea humana —explicó el elfo—. Y nunca he sabido de una aldea humana que por boca de tu padre —aclaró—; solamente Peña Solitaria y desde la lejanía. Pero cuando imagino una aldea fuera de estos bosques, y gente conviviendo tan lejos de estos maravillosos árboles y animales, rodeados de esas construcciones artificiales de barro y piedra... Bien —concluyó—, pronto podrás ver el esplendor de Bernarith’lea con tus propios ojos y podrás opinar sobre esta cuestión.
—Estoy ansioso por hacerlo, Telgarien, créeme —dijo ilusionado Endegal.
—Te creo. Lo dicen tus ojos. Pero no pases ansia, Endegal, pues nuestro destino está cerca —le dijo haciendo una parada en el camino y mirándole a los ojos—. Pero debo advertirte que Bernarith’lea es una aldea escondida. Así ha sido desde los Días Oscuros. Eres el primer humano, o medio humano, que entrará en ella desde hace muchos inviernos. Convencido estoy de que serás acogido por los nuestros, pero debes mantener el juramento de no salir del Bosque del Sol mientras no se te dé este privilegio. Y si por fortuna algún día se te ofrece tal posibilidad, no deberás revelar jamás a nadie de la existencia o situación de Bernarith’lea, ni dirigir tu espada o arco en contra de ningún miembro de nuestra amada Comunidad —le explicó cogiéndolo por los hombros.
—Puedes estar seguro de ello —dijo convencido—. Tienes mi palabra de que cumpliré todo esto si de verdad me acogéis.
—Lo haremos, no lo dudes. Cuando Hallednel el Visionario autentifique que eres el hijo de Galendel, nadie podrá negarte tu estancia. Galendel así lo hubiera querido. —Le dio un golpecito en la espalda y le invitó a seguirle—. Ahora debemos salir de la senda, en esta dirección.
—¿Vamos a coger un atajo? —le preguntó.
—No. Pues éste es el camino, o si lo prefieres, uno de ellos. —Ante la incredulidad de Endegal, el elfo se explicó—: Así debe ser para que nuestra Comunidad permanezca oculta. Debemos seguir unos procedimientos estrictos como no acceder a Bernarith’lea por el mismo lugar; de este modo evitamos la creación de sendas. Como habrás podido comprobar —siguió Telgarien—, la última senda existente era muy pequeña ya. Debes saber que el próximo camino que encontremos, formará parte de Bernarith’lea misma.

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Endegal reflexionó al oír aquellas palabras, comprendiendo así que él nunca hubiera encontrado Bernarith’lea aunque hubiese vivido en el Bosque del Sol durante meses y en el supuesto caso de que los elfos le hubieran permitido hacerlo. Esto le hizo venir un pensamiento que deseó compartir.

—¿Desde cuándo supisteis de mi llegada? —preguntó—. Porque cuando me desperté esta mañana, al parecer, vosotros ya me habíais encontrado.
—Desde que montasteis esa estúpida barrera de árboles cortados, montamos Alderinel y yo una guardia cerca del lugar por el que entraste. El búho que ahuyentaste nos alertó de tu presencia. Luego te vigilamos para saber de tus intenciones —le explicó Telgarien.
—¡Entonces lleváis detrás de mí desde el principio! ¿Por qué no me detuvisteis antes?
—Debes saber que si el intruso es un orco, no vacilamos. Lo matamos en el acto —aseguró el elfo—. Son los seres que más repudiamos. Sin embargo, cuando parece tratarse de un viajero, solemos vigilarle para asegurarnos que atraviesa el Bosque sin oscuras intenciones. Éste era tu caso, aunque debo decir que nos extrañó que te internases a esas horas y atravesando la empalizada como un furtivo. —Luego, algo pareció afligir el semblante del elfo, como si se hubiera despertado el recuerdo de algo horrible. Y así lo entendió Endegal cuando Telgarien añadió—: El día en que muchos de los tuyos perecieron, fue en propia defensa. Tal vez el mundo en el que hasta ahora has vivido no se pueda entender éste acto, pero para nosotros este Bosque es nuestra vida y nuestra fuerza. No podíamos dejar que arrasarais el Bosque con vuestro afán de conseguir madera. Estabais destruyendo nuestro hábitat como viles orcos, y aunque debíamos evitarlo, no podíamos tampoco mostrarnos, pues desde la muerte de tu padre, ningún aldeano ha visto a ninguno de los nuestros. Pronto entenderás lo importante que es para nosotros permanecer ocultos.

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El elfo hizo una breve pausa y siguió con cierto pesar:

—Os avisamos con varias flechas, pero vosotros atacasteis igualmente. Sólo tú te libraste de morir ensartado, pero sólo porque no intentaste atacarnos ni avanzar sobre la línea de flechas. Aún así, créeme si te digo que lamento el tener que quitar la vida a semejantes, porque sé que, en cierto modo, elfos y humanos tuvimos una vez el mismo padre.
Oír aquello embargó a Endegal una sensación de incredulidad. En verdad no entendía cómo a aquellos seres, que al parecer estaban regidos por un código de honor superior al de los hombres, se les había llegado a llamar “demonios blancos” y atribuirles atroces fechorías. Por culpa de aquel malentendido debió morir su padre: Los elfos habían estado al corriente aquella relación amorosa entre una humana —su madre— y un miembro de su comunidad —su padre—. Una relación que claramente no aprobaban. En cambio, los aldeanos de Peña Solitaria eran ajenos a todo aquello. Es más, tenían un absoluto desconocimiento de las buenas intenciones de su padre. Endegal cerró los ojos y lo vio en su mente tan claro como si lo hubiera vivido. Con toda probabilidad, cuando los aldeanos descubrieron al elfo en Peña Solitaria, lo habrían matado como hubieran hecho con cualquier lobo que hubiese destrozado sus cosechas y comido a su ganado. Sin preguntas. Sin respuestas. Y todo a ojos de su madre, que tampoco podría hablar de ello a sus vecinos. ¿Cómo explicarles si no a aquella gente llena de rencor que ella había amado en secreto a ese demonio blanco?

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De repente, algo despertó a Endegal de sus pensamientos. Un resplandor brilló a lo lejos, atravesando extrañamente la espesura del follaje.

—¿Qué es eso? —preguntó.
—Hemos llegado.

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“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal