Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.


Prólogo

Había vencido en mil batallas, pero había una que sabía que no iba a superar. La muerte siempre gana, era una de las dos frases que le había dicho su padre en su lecho de muerte. Emerthed el Justo, soberano del reino de Tharler, contaba casi con noventa años. Ya había perdido la cuenta. Serás un gran rey, Emerthed. Vales tu peso en oro, era la otra frase lapidaria de su padre. Entonces, hoy ya no valgo una mierda, se decía Emerthed últimamente. Con la piel en los huesos y un cabello largo e inevitablemente cano, sus sirvientes le ayudaban con gran cuidado a incorporarse de la cama, de donde los curanderos le aconsejaban pasar el mayor tiempo posible por el bien de su delicada salud. Aquel acto, entre ceremonioso y de obligado cumplimiento, transcurría a una lentitud tediosa incluso a los ojos de los caracoles.

Sin embargo, en aquellos tristes días, todavía eran numerosas las historias relatadas en tabernas y posadas de tierras distantes, más allá del territorio de Tharler, sobre las gestas de este rey. Quienes bien le querían, se las transmitían para subirle el ánimo, mas lejos de lograrlo, esas historias eran en verdad lo que a él más le hacía entristecer, pues le embargaba una lúgubre nostalgia. El que era dueño y señor de la fortaleza de Tharlagord, él, Rey de todo Tharler, estaba completamente desolado.

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Todas esas leyendas pertenecían un glorioso pasado que contrastaba duramente con el inestable y el cada vez más oscuro presente. Al parecer, él era el único que se daba cuenta de ello; las cosas empeoraban, aunque tan poco a poco que parecían invariables. Pero Emerthed era ya muy viejo y para él era más fácil percibir el paso del tiempo, pues era él mismo una leyenda viva. Había capitaneado y participado activamente en los tiempos de la Guerra del Estrépito, pero de eso hacía ya bastante más de medio siglo. Ahora se veía a sí mismo viejo y decrépito; su delgado cuerpo le parecía un frasco agrietado por el que se iba perdiendo gota a gota el poco elixir de la vida que conservaba. Ahora se sentía inútil para su pueblo.

Después de la Guerra del Estrépito se había alcanzado cierto estado de bienestar donde la convivencia en paz se imponía sobre los deshechos que atrás deja toda guerra. Quizás ocurre que después de un gran desastre, la gente se afana en salir adelante y se olvidan ciertas rencillas. Los acuerdos de no agresión entre reinos perduraron más de lo que nunca marcaron los registros de los historiadores. Pero de un tiempo a esa parte, cada vez eran más las incursiones de orcos en los territorios de Tharler. El ejército de Tharlagord era siempre superior a esas manadas de bestias inmundas, pero no podían estar presentes en todos los poblados en el momento del ataque, pues las incursiones de los orcos caían como frenéticos y traicioneros latigazos. Atacaban a las aldeas fronterizas, quemando las casas, saqueándolas y asesinando a los campesinos de las formas más crueles.

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Cuando corría el mínimo indicio de que llegaban los soldados de Tharlagord, los cobardes orcos, que sólo gustaban de pelear cuando eran claramente superiores en número y fuerza, huían a los bosques y tierras salvajes. Los soldados salían de sus fronteras tras aquellas alimañas en busca de venganza, mas por desgracia, su cacería no iba más allá de la muerte de aquellos que quedaban rezagados cegados por su sed de sangre.

Al margen de todo esto, el soberano del reino de Tharler era conocido por su sabiduría y bondad, y todos sus súbditos lo apreciaban. No en balde se había granjeado el sobrenombre de El Justo. Él era consciente de ello, pero hacía tiempo que su fama le había dejado de enorgullecer, pues de poco servía para salvar al reino. Ya no era suficiente. Su espíritu le pedía acción, pero su infame cuerpo clamaba reposo y el continuo cuidado de los grandes sanadores de la corte.

Para colmo llevaban años de mala cosecha; se pasaba de veranos calurosos y con sequía a inviernos terriblemente fríos. Un año resurgía alguna plaga olvidada y en el siguiente enfermedades extrañas azotaban al ganado. Como si esto no fuera suficiente, llegaban vientos desde el reino de Fedenord nada amigables, como si el rey Teavin hubiese olvidado los lazos fraternales que su difunto padre había establecido con Tharler. Acuerdos y tratados estaban en tela de juicio.

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Había días que Emerthed se planteaba beberse un veneno y desaparecer del mapa, olvidarse de todo aquello y dejar los nuevos problemas a las nuevas generaciones. Pero ése, precisamente, era el problema. Cuando uno ha gobernado durante tanto tiempo, se cree imprescindible para que no se vaya al garete todo lo que él ha construido. No veía a su hijo Demerthed con la capacidad mediadora necesaria para aplacar los fuegos. Tenía el convencimiento de que justo el seguir con vida era lo único que mantenía el reino todavía en su sitio. Demerthed era demasiado impulsivo, como si no entendiera que reinar un territorio como aquél era demasiado complejo como para tomar decisiones a la ligera; no era consciente de la fragilidad del reino y lo poco que hacía falta para desestabilizarlo todo. Peor todavía, quizás eso le motivaba. No puedes saber que tienes el mejor ejército y conformarte con quedarte quieto mientras el vecino te provoca. Cuanto más poder atesoras, hijo, más importante es contenerlo, le decía. Pero Demerthed le ignoraba.

Sumido en estos pensamientos estaba mientras le vestían, cuando una voz lo despertó de su letargo:

—Rey Emerthed.
La voz era de Dronegar, uno de sus criados.
—Habla.
—Permítame recibir yo o alguno de sus consejeros al visitante. Su Majestad no debería...
—Silencio, Dronegar, te lo ruego. Prefiero que no me recuerden que ya no soy capaz siquiera de ponerme en pie por mí mismo.
—Debería hacer caso a los sanadores. Su salud...
—Silencio, he dicho. Recibiré a todos y cada uno de los súbditos que requiera mi atención.

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Mientras hablaba, miró a los ojos de los dos guardias que custodiaban la entrada. Si algo había ganado Emerthed con el paso de los años, era el don de leer en las expresiones de sus allegados. Aquellos rostros aparentemente inexpresivos y disciplinados le habían desvelado una vez más que había estado demasiado ensimismado, demasiado ausente. Tal vez, imaginó, Dronegar había pedido su permiso varias veces antes de ser atendido. Se sabía que el oído y la vista del Rey habían perdido su legendaria agudeza, como también se sabía que situaciones como aquella no la provocaban sus privaciones auditivas; su alma se iba alejando de este mundo sin demora. ¿Qué pensarían de él sus súbditos? ¿Y su Reina, desaparecida una década antes, desde el reino de los muertos? ¿Y su hijo Demerthed, destinado a sucederle?

—El campesino de Grast del Río Curvo que quiere verme —dijo el rey—. Aparte de que ha venido cargado con una desmesurada y pesada bolsa de viaje, ¿sabéis si pide algo?
—Quiere verle para agradecerle la ayuda ofrecida a su aldea, ya sabéis, del último ataque orco.
—Sí. Lo ya sé —afirmó rotundo el Rey—. Mi fatal estado no me ha degradado la memoria aún. Mi pregunta era otra bien distinta. Resulta cuanto menos curioso que venga sólo a darnos las gracias.

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El criado se dio cuenta de su inocente error, y quiso enmendarlo de inmediato.

—Perdone mi insolencia, Rey Emerthed, este pobre súbdito no quería ofenderos en lo más mínimo, os lo aseguro. Yo sólo...
—Lo sé, mi buen criado. Soy consciente. Ten por seguro que no lo tomaré en cuenta. —Dio un suspiro, ladeó la cabeza como buscando algo en el aire y prosiguió—: Pero, lo que de buena fe dijiste, muestra en verdad mi triste realidad. —Emitió otro suspiro y dijo al fin—: ¿Sabéis qué trae dentro de esa bolsa? La habréis registrado, imagino.
—Sí. Un par de pequeños cofres bajo llave. No quiere abrirlos si no es en vuestra presencia. Si lleva un arma...
—Todavía tenemos guardias, o eso espero. Si lleva un arma nadie le permitirá siquiera empuñarla, Dronegar. No hagamos esperar más a ese campesino, llevadme hasta el trono.

Dronegar salió en busca del visitante mientras otros criados le llevaban, pasito a pasito, hasta la sala del trono. No se le permitió a aquel hombre pisar la estancia hasta que el rey estuvo bien aposentado.

El hombre que entró era de estatura media, más bien delgado, con una protuberante barba negra que se confundía con su cabello. Llevaba colgada al hombro una bolsa de viaje y observó al Rey con interés. En él vio a un viejo delgaducho, con barba y pelo largo, ambos más blancos que la nieve virgen. Las bolsas de sus ojos sostenían una mirada triste y enrojecida, cansada de vivir. Las facciones de su cara eran tan pronunciadas que era fácil imaginar el aspecto del cráneo que contenía. Se notaba en cualquier caso que el transcurrir de los años pesaba amargamente sobre sus hombros. No obstante, a pesar de su evidente mal estado, el esquelético anciano que había bajo la corona de oro y plata, continuaba teniendo el porte de un verdadero Rey. Daba la sensación de que rey y trono eran todo uno, como si ambos se hubieran acoplado uno al otro con el transcurrir de tantos años juntos y fueran ahora del todo inseparables.

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—¡Habla rápido, mi súbdito! —inquirió el Rey—. Como ves, mi tiempo en este mundo pronto acabará. ¿A qué has venido?
—Oh, bondadoso Rey Emerthed, hijo de Bronethed, os ruego aceptéis estos regalos en agradecimiento por la rápida y eficaz intervención de vuestro ejército en nuestra humilde aldea de Grast del Río Curvo.

Se arrodilló y abrió la bolsa de viaje que llevaba consigo. Y sacó los dos pequeños cofres misteriosos; uno algo más grande que el otro. Introdujo una llave en ellos y las cerraduras emitieron el sonido característico del mecanismo. Dronegar cogió el cofre de mayor tamaño y se adelantó hasta los mismos pies del Rey. Lo abrió y Emerthed observó que estaba repleto de monedas de cobre, e incluso se distinguía el reflejo de alguna que otra moneda de plata. Al Rey no le sentó demasiado bien aquel gesto. ¿Cómo podía si quiera pensar alguno de sus súbditos que él llegaría a aceptar un tributo como aquél?

—¡Quédate con tus riquezas,... —Se quedó pensativo, pues no sabía como dirigirse a él; no sabía su nombre—. ¿Cómo dijiste que te llamabas? —carraspeó.
—Haroned, hijo de Ferothed, granjero de Grast del Río Curvo, mi Rey —dijo el aludido.
—¡Pues quédate entonces con tus riquezas, Haroned! —repuso enérgico—. ¡Seguro que las necesitas más que cualquier persona que habite esta fortaleza!
—Oh, mi Rey, vuestros soldados han salvado a mi esposa, que ya estaba en las manos de esos desalmados... Y mis tres hijos escondidos en mi humilde casa a punto estuvieron de ser descubiertos por la horda de orcos. Y eso sin mencionar mi propia vida, que hubiera expirado sin duda bajo sus sucias fauces. Le debo todo, rey de Tharler, mi rey. Ruego que aceptéis mis ofrendas. —El hombre le suplicó como si le fuera la vida en ello.
—Tu historia me conmueve —admitió el Rey—. Pero no puedo aceptar regalos de alguien que puede necesitar ayuda para reconstruir su poblado y su propia casa. —Hizo una breve pausa y continuó, esta vez, en un tono más amable—. Agradezco en verdad tu gesto, Haroned, hijo de Ferothed, pero es mejor que partas hacia tu lejana aldea y pongas todo tu empeño en reparar tus propiedades y alimentar a tu familia. Además, no me debes nada en absoluto, pues mi deber como Rey es proteger a mis súbditos. —Detuvo su explicación pensativo por unos instantes y agregó—: Nuestras leyes dictan que en caso de ataque, si el poblado ha sido arrasado no tributará en la siguiente estación, y en eso el tuyo no está excluido. ¿No es así?
—Así es, mi Señor —admitió el barbudo granjero—. Vuestra sabiduría es digna de vuestra fama. Haré lo que vos decís y usaré este dinero para reparar los daños de la aldea en su nombre.

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Una sonrisa se dibujó en la fina línea de los labios del Rey, mas cuando creyó que había convencido fácilmente a aquel granjero, éste agregó:

—Pero —dijo interrumpiendo aquel silencio. Los presentes se extrañaron. ¿Refutaría aquel campesino la voluntad del Rey?—, suplicaría que aceptaseis al menos el contenido de este segundo cofre.

De nuevo, el criado del Rey, recogió la ofrenda. Se la acercó hasta el mismo trono, y abrió el cofre más pequeño mostrando su contenido. Apareció ante sus ojos un majestuoso y plateado guantelete de guerra adornado con grabados florales y un rubí engastado en el protector dorsal de la mano.

Al acercárselo al Rey, éste dio un respingo, y quedó maravillado ante la belleza de tal objeto. Al verlo más de cerca, el Rey se sobrecogió.

—¿Mithril? —preguntó el Rey como si no pudiera creerlo. ¿Cómo era posible que un simple granjero poseyera un objeto de tan increíble valor?
—Exacto, mi Señor. Mithril puro, forjado y elaborado por los habilidosos enanos del este.

El granjero sonrió levemente al observar cómo los ojos del Rey contemplaban bien abiertos el guantelete de tan fuerte y ligera aleación metálica.
El Rey se inclinó hacia adelante y aferró sus delgados dedos sobre los brazos de su trono con tanta presión que las uñas se le hicieron, si cabe, todavía más blancas. Luego clavó la vista en el granjero.

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—¿Qué clan de enanos exactamente? —preguntó interesado el Rey sin perder de vista el magnífico guantelete.
—Lo ignoro, mi buen Señor. Perteneció a un antepasado mío. El padre de mi padre se lo dio a mi padre, y éste me lo dio a mí. Desconozco tanto la procedencia exacta como la edad del guantelete. Pero insisto en que vos os lo quedéis en señal de aprecio y servidumbre a su corona mientras este pobre granjero siga con vida.

El Rey sabía de buena tinta que el precio de ese guantelete superaba con creces el valor del primer cofre, pero había algo en él —quizás su increíble belleza— que le impulsaba a cogerlo y admirarlo de cerca. Si pudiera ponérselo una sola vez, pensó, recordaría la grandeza que una vez tuvo, porque en verdad era el guantelete de un verdadero rey. Pero no podía aceptarlo; era un regalo demasiado valioso para que le fuera ofrecido por un simple campesino. No obstante, la curiosidad le fue en aumento, pues por todos era sabido que el reino se estaba sumiendo en un estado cada vez menos fructífero y, por tanto, no era habitual la posesión de objetos de lujo, menos todavía por parte de los aldeanos.

—¿Cómo ha podido permanecer oculto en mi reino esta inconmensurable obra de arte? Nadie jamás me habló de la existencia de este guantelete. ¿Cómo es posible? —preguntó indignado el Rey.
—Es un objeto demasiado valioso para ir enseñándolo, Majestad. Largas generaciones han ocultado su existencia, pues hubiera podido ser objeto de envidia de mis vecinos, o incluso de los propios nobles, que no entenderían porqué esta joya no estaba en sus manos —se excusó el granjero.
—¿Y ahora quieres que este objeto tan valioso sea mío? No lo entiendo.
—Le debo todo a vuestra majestad. ¿Por qué no lo entiende? La posesión de riquezas materiales no tiene comparación frente a tener el amor de mi familia al calor de una chimenea. Además, no puedo ocultar más la existencia de este objeto en mi propia casa, Majestad. —Y procedió a explicarse—: Ya lo han visto mis vecinos. Un orco lo encontró. Lo degollé con mi hoz y recuperé el guantelete, pero lo paseó bastante por la aldea durante el ataque ante la vista de todos. Además, no soy digno de poseerlo. Este guantelete pertenece a un gran guerrero... —Dejó unos segundos de silencio para poner más énfasis en sus palabras y continuó—: O a un gran rey. Probáoslo, mi Rey, y seréis testigo de la habilidad de los orfebres enanos.

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El Rey lo miró a los ojos, y después miró el guantelete. Sí. Se lo probaría y después insistiría en que el granjero era el único dueño de aquel objeto. Le diría que no aceptaría tan enorme regalo, por supuesto con palabras de agradecimiento, no de desprecio. Emerthed llevaba muchos años en sus huesos con la fama de piadoso y justo. Era conocido por su terquedad e inflexiblilidad en la aplicación de las leyes, pero también por su cordura y comprensión. Aceptar aquel regalo pondría en serios problemas su reputación; poner por delante su codicia personal ante las necesidades de su pueblo no era digno de un soberano como él.

Pero también pensó que, por lo menos, se lo probaría como muestra de interés hacia la causa del granjero. A veces, el hecho de que un Rey acceda a los caprichos de un súbdito era el mayor regalo que éste último podía recibir. Se lo pondría y se lo devolvería con la mayor cortesía posible. Pero, en su interior, Emerthed ansiaba aquel espectacular guantelete de guerra.

Su mano entró en el guantelete y éste se le ajustó a la perfección, como si hubiera sido hecho a medida. Enseguida le embargó una agradable sensación. Recordó los días de gloria, cuando cabalgaba al frente de su ejército, cuando su espada era la más temida entre las filas de sus enemigos, cuando rivalizaba en la destreza en el campo de batalla con su hermano menor, muerto tiempo atrás. Incluso ahora llegaba a notar el viento en la cara, como si en verdad cabalgara por los anchos prados. La sangre le hervía en las venas. Volvía a sentir la Vida.

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De repente miró a su alrededor y observó a los presentes. Se dio cuenta de que había perdido la noción del tiempo. ¿Cuánto tiempo habría permanecido ausente, inmerso en sus recuerdos? Se quitó el guantelete y miró fijamente al granjero Haroned.

—¿Dónde está el otro guantelete?
—¿Perdón? —se excusó el granjero, como si no entendiese la pregunta.
—Los guanteletes van por parejas. El de la mano izquierda, ¿quién lo posee?
—Ignoro la existencia de otro guantelete, mi señor. Diría que no es en realidad un guantelete hecho para la batalla real, sino una obra de arte digna para ser exhibida en los salones de trofeos.

Aquello pareció convencer al rey que, de pronto, su mente encontró una solución que sería placentera para todos.

—Está bien —habló al fin—. Si tanta es tu insistencia, me quedaré con tu regalo. Pero con una condición. —Tras escrutar la expresión del campesino, añadió—: Te lo compraré. Te ofrezco dos cofres repletos de monedas de plata y otro de monedas oro. Ésta es mi oferta. ¿La aceptas?

Miró al granjero con autoritarismo, casi obligándole a acatar aquello como una orden Real. Dronegar y el resto de criados se miraron de soslayo. Las arcas reales no estaban como para desperdiciar ni una sola moneda.

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—Su misericordia y sabiduría me abruman, majestad. Gracias, mil gracias —dijo Haroned el granjero.

El Rey Emerthed sonrió satisfecho por primera vez en muchos años. Pensó firmemente que había obrado con verdadera justicia. Por una parte, había obtenido un objeto que le hacía revivir viejas glorias, por otra, había liberado al pobre campesino de la responsabilidad de ocultarlo por el resto de su vida, una carga que parecía demasiado pesada para aquel barbudo aldeano. Además, creyó entender que lo que realmente había buscado aquel hombre desde el principio era precisamente eso: cambiar el guantelete por dinero, un dinero que le aprovecharía mejor a su familia. El guantelete era muy valioso, pero no era comestible ni servía para reconstruir poblados. Fuera como fuere, sintió que había hecho bien. No tenía dudas.

Le llevaron de nuevo a la cama con la misma ceremoniosa lentitud. Pidió que le llevaran consigo su nuevo trofeo. Cuando todos salieron de sus aposentos, Emerthed abrió de nuevo el cofre, admiró el guantelete y no pudo evitar ponérselo de nuevo. Las sensaciones de juventud, libertad y poder volvieron a embargarle.

Y no volvió a sacarse el guantelete nunca más.

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“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal