Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

21
Gareyter

Llevaba un día entero conviviendo junto a la compañía de Bertien; por la mañana cabalgando a trote ligero desde Vúldenhard, y por la tarde ya en Ertanior. Finalmente, aquella misma mañana decidió acompañarlos. Cuando había despertado, los componentes de la compañía aún no le estaban esperando, y francamente, pensó en huir. Pero, ¿adónde iría? Desde luego, Peña Solitaria era una buena opción. Creyó que si finalmente el ejército de Fedengard quisiera alistarle, en cierto modo era una excusa perfecta para salir de Vúldenhard y visitar el poblado natal de Endegal. Lo único que no le convencía era la idea de entrar allí como un soldado más de las tropas invasoras Fedenarias. Pero al mismo tiempo, pensó que era mejor así, porque con el caballo y la compañía llegaría de la forma más rápida hasta Darlya. Tal vez, una vez allí, podría desvincularse de la guerra y tratar de averiguar el estado de la madre humana del medio elfo, incluso protegerla. Y a pesar de todo, la posibilidad de escapar en su estancia en Ertanior tampoco era descartable.
De un modo u otro, si llegaba a Peña Solitaria y la madre de Endegal pudiera encontrarse en peligro, se la llevaría de allí, aunque no sabía todavía a qué lugar.

Su ingreso en las filas de la compañía de Bertien, había sido algo ajetreado. Le habían obligado a depositar todo el dinero que tenía, monedas y oro, a manos de Bertien, el Capitán de la compañía. “Cuando uno tiene el honor de ingresar en las filas del ejército de Fedengard, se entrega en cuerpo, alma y pertenencias”, le había dicho Bertien. Eso le daba derecho a caballo y armas. Todos se sorprendieron cuando Algoren’thel rechazó la espada que le habían ofrecido. A punto estuvo Bertien de provocar una pelea; sólo se evitó gracias a Doward, un inesperado y bigotudo aliado del elfo, que intentó hacer comprender al Capitán de la compañía que Algoren’thel era perfectamente capaz de defenderse con su bastón, y que no necesitaba demostraciones de ningún tipo, pues con él había derrotado a Wunreg el Sanguinario y eso debía bastar.

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Sus palabras habían evitado el enfrentamiento, pero Bertien insistió que si no quería deshacerse del bastón, mejor sería que se lo atara a la espalda, pero que en aquella guerra, el objetivo era matar al enemigo, y con una espada era mucho más rápido conseguir esta empresa. A Algoren’thel le horrorizaron aquellas palabras, pero aceptó de mala gana y se ajustó una espada a la cintura y el bastón a la espalda. Sabía que él nunca usaría la espada contra nadie, que la llevaría consigo simplemente para evitar las futuras, y más que probables, nuevas confrontaciones con el Capitán de la compañía. Pero de todo aquello, por supuesto, nada dijo.

Volviendo a Ertanior, al elfo no le pareció una ciudad más relajada que Vúldenhard, ni mucho menos. Ante la proximidad fronteriza con el Reino de Tharler, las tropas de Fedengard tenían una presencia casi absoluta en la ciudad. Esto había provocado dos cosas. Una, que los rufianes, ladrones y asesinos habían sido erradicados, bien por muerte, bien por alistamiento, bien por fuga (a Vúldenhard normalmente). Por otra parte, esta ciudad, también amurallada, pertenecía casi por completo al ejército fedenario y muchas de las casas de sus habitantes habían sido tomadas por las tropas. Pocos eran los que quedaban allí y que, por lo menos, no tuvieran a uno o dos soldados conviviendo con ellos, esto es, dormir bajo el mismo techo y alimentados por los propios aldeanos, como si fueran de sus propia familia. En algunos casos los alimentos los proporcionaba el propio ejército, siempre y cuando tuvieran víveres suficientes como para soportar un asedio o una incursión en el territorio enemigo.

Como Algoren’thel aún no era digno de confianza entre aquellas tropas, se le hospedó en una casa totalmente habitada por los soldados. Con él y Doward, eran un total de diez reclutas allí dentro, cosa que hacía sentir muy incómodo al elfo; demasiada concentración de gente en aquel espacio cerrado. Se había situado en un rincón, lo más apartado posible del resto, pero ni siquiera aquella acción consiguió desvanecer el sórdido pensamiento de que aquella noche iba a dormir junto con aquellos guerreros humanos, siempre potenciales enemigos. Él, que siempre había dormido bajo la luz de las estrellas y en la más absoluta soledad, ahora sentía escalofríos de sólo pensarlo.

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Tal vez fuese la reducción de su acostumbrado espacio vital, o quizá los asfixiantes muros, pero lo cierto fue que empezó a encontrarse realmente mal. Sus nervios a flor de piel no le ayudaban a soportar el cargado ambiente de la estancia. Empezó a sudar; el malestar general del elfo se hizo patente como nunca antes había experimentado.

—Ya ha anochecido y todavía no ha llegado Gareyter —se oyó entre el barullo.
—Puede que les hayan atacado los orcos o los goblins —comentó otro.
—¿Qué insinúas? —le increpó un tercero—. Sabes perfectamente que ninguna horda de bichejos inmundos puede parar el avance de las tropas de Gareyter. Gareyter es el más grande luchador y estratega de todos los Reinos, de sobra lo sabes.
—¿Entonces cómo te explicas que no haya caído aún Peña Solitaria o Loddenar después de tantos ataques?
—¡No te consiento que pongas en duda la capacidad de Gareyter a estas alturas! —replicó aquél—. El ejército de Tharler nos supera en número, y sus caballos y soldados tienen la reputación de ser los mejor entrenados. Si Ertanior no ha caído aún en manos de Tharler es gracias a nuestro Capitán Absoluto. Aún así, sabemos perfectamente que Peña Solitaria y Loddenar serán nuestros mañana. Este ataque será el definitivo.
—Tiene razón —terció otro contertulio—. Fue Gareyter quién hace más de veinte años vaticinó la guerra con Tharler y decidió reconstruir la muralla de Ertanior y empezar con la construcción de la de Vúldenhard. Con alguien con esa clarividencia en el arte de la guerra al mando de nuestras tropas, mañana no podemos perder. Si él dice que mañana será el asalto final, es porque así será. No debe albergarnos ni la más mínima duda.

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La discusión pronto bajó de tono, y Algoren’thel centró su atención hacia otros soldados. Eran dos, y estaban sentados uno frente al otro, inmersos en una especie de juego. Sobre la mesa, había un tablero de madera cuadriculado con unas figurillas de madera que parecían representar guerreros. Cada movimiento de uno hacía pensar al otro durante unos instantes. El elfo, aunque apartado, para distraer su mente de su malestar, observó fijamente los movimientos de aquellos jugadores, los cuales captaron el interés del Solitario.

—¿Quieres jugar, melena de oro? —le dijo uno de los jugadores.
—No, gracias. No conozco el juego —admitió el elfo.
—¿Cómo es posible? ¿No hay en Darland Tableros de Batalla?
—No que yo sepa.
—¿Has oído? —le dijo al otro jugador—. ¡Al otro lado de la Sierpe no conocen el Shi’traz!
—Lo he oído, Dembler —contestó el primero—. Seguro que Darland es un poblado fácil de conquistar. Pero lo que tienes que hacer es realizar tus movimientos de una vez —le recriminó—. No tenemos toda la noche. Ya estoy harto de esperar.

Dembler realizó cinco movimientos con sus figuras y quitó a dos de las de su contrincante del tablero.

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—¡Maldición! ¡Mi paladín y un arquero! ¿Cómo no me he dado cuenta?
—Te lo advertí. Mi defensa es inexpugnable en esta colina. Pronto llegaré a tu fortaleza y mataré a tu Rey. Ahora ya nada puede pararme.
—Bah, me rindo —dijo aquél, resignado—. Mi única oportunidad radicaba en abrir una brecha en la colina, pero me has matado ya al paladín. Nada puedo hacer, sino defenderme y buscar un empate —se levantó y se fue a otra habitación enfadado. No era de los que se conformaban con un empate.

Dembler, con un gesto, le invitó a sentarse a Algoren’thel, y éste, movido por la curiosidad, decidió hacerlo. Se acercó a la mesa, y se sentó en el lugar donde había estado el otro jugador. Dembler le explicó que existían varios tipos de figuras o guerreros, pero que podían considerarse varios grupos genéricos: la realeza, esto es, el Rey y la Reina, la infantería y la caballería. Dentro de estos grupos existían paladines, capitanes, arqueros, caballeros, etc. Cada uno tenía la posibilidad de avanzar un determinado número de casillas, y cuando finalizaban el movimiento, debían quedar orientados según hacia donde podrían quedar mirando. El ataque que realizaba cada figura dependía de esta orientación (por ejemplo: la dirección de disparo de un arquero). En la defensa también influía esta orientación. Por ejemplo, un arquero nunca podía abatir de frente a una unidad equipada con escudo, como sería el caso del paladín. En su tirada, el jugador debía realizar de uno a cinco movimientos, pudiendo repartir estos según su criterio a sus figuras, o bien dejar pasar el turno a su oponente si lo creía conveniente. En las reglas se contemplaba también que si uno dejaba pasar el turno, el otro jugador estaba obligado a realizar su movimiento. Ganaba aquel que conseguía matar al Rey de su oponente, o bien se rendía para evitar una masacre que le perjudicaría en algo más que en una simple humillación. Algoren’thel entendió las complicadas reglas y jugó varias partidas, aunque las perdió todas merecidamente.

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—No te desanimes, muchacho —le animó Doward desde detrás—. Es un juego complicado; nunca se gana la primera vez. ¡Ni la décima, si tu contrincante es tan bueno como Dembler!
—Es un juego interesante —admitió Algoren’thel.
—No es simplemente un juego, muchacho, no te engañes —le dijo Dembler—. Nosotros lo usamos también para medir la capacidad estratégica de los soldados. Para llegar a Capitán de una compañía no sólo debes ser diestro con la espada, sino obtener una buena calificación jugando al Shi’traz.
—¿Calificación? —preguntó el elfo.
—Exacto. A cada inicio de estación, se realizan unos juegos en Fedengard para medir la capacidad combativa de los soldados —le explicó Doward—. En estos juegos, los que deseen participar, tienen que hacerlo tanto en los juegos de destreza, como en los juegos de estrategia.

Dembler se prestó voluntario para continuar con la explicación, que creyó incompleta, de su compañero.
—Se forman grupos, dependiendo del nivel al que se pretenda aspirar. Los contrincantes se enfrentan entre ellos y van subiendo de nivel y puntuación. Si ganas, la puntuación que sumas, es el número de bajas que provocas al enemigo. Y si pierdes, la puntuación a restar son tus propias bajas. Por eso, la mayoría de las partidas acaban en rendición: porque así, si ves clara la derrota, puedes ahorrarte una matanza que podría degradarte a soldado raso. Como habrás deducido, esa puntuación sirve para ascender, o incluso para descender en la escala militar.
—¿Entonces Bertien es mejor jugador que tú? —preguntó Algoren’thel.
—Y mejor luchador, desde luego —dijo Dembler con marcada resignación—. Tú has conseguido crearme algunas bajas, aunque mínimas, en mi ejército. Si hubieras jugado contra Bertien, te aseguro que no le habrías abatido ni a uno de infantería.
—¿Y qué me dices de Gareyter?
—A Gareyter, sencillamente, hace más de quince años que nadie le ha ganado una sola partida, cabellos dorados, ni tampoco un duelo armado.

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Fue entonces cuando Algoren’thel vio la siniestralidad oculta de aquel juego. Estaba orientado a la diversión del jugador causando muertes en el ejército enemigo. Y no sólo eso, sino que además tenía una aplicación práctica en la guerra, pues desarrollaba las mentes de los soldados para formarlos como estrategas. Ante aquel horror, su cuerpo le recordó dónde estaba, sudando y con los nervios alterados. El elfo se levantó y se dirigió a la puerta en busca de un espacio abierto.
—¿Adónde vas? —le preguntó Doward.
—A tomar el aire —respondió.
Puso la mano en la manivela de la puerta, y cuando la abrió, se encontró cara a cara con uno de los soldados que estaban afuera. La primera impresión le hizo pensar a Algoren’thel que se le estaba impidiendo la salida, pero no era así.
—Gareyter está a punto de llegar —dijo el soldado—. Debemos salir todos a recibir a su batallón.


§

Las puertas de la ciudad se abrieron de par en par. Los presentes formaron un pasillo humano y los estandartes escarlata ondearon al viento. Los hombres que delimitaban este pasillo, eran soldados que portaban unas antorchas apagadas. Sólo dos teas se mantenían encendidas en el umbral de la portalada de la entrada a la ciudad, cuyas puertas aún se estaban abriendo cuando Algoren’thel salió a ver el recibimiento. El elfo también se percató de que habían apagado los fanales de toda Ertanior. Estaban a oscuras bajo un cielo salpicado de nubes que ocultaban parcialmente estrellas y luna. Todo el mundo guardó un silencio sepulcral, por lo que pudo oírse claramente el sonido de los cascos de la caballería y el andar metálico de la infantería desde la lejanía. Iban transcurriendo los minutos y el sonido fue aumentando notablemente. El elfo llegó a distinguir por encima de las cabezas de los presentes al ejército de Gareyter entrar bajo la arcada. Nadie dijo nada.

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Era un espectáculo de mera admiración y respeto hacia aquel temido comandante. Las tropas de Gareyter fueron entrando sin detenerse, con su altanero Capitán a la vanguardia, en un desfile donde el sonido predominante causado por las armaduras y por los poderosos andares de los caballos de guerra pusieron de punta los pelos de más de uno.

A medida que avanzaban las tropas, los portadores de las antorchas encendidas iban acercándolas a las apagadas de sus compañeros; de este modo, el pasillo iba iluminándose por dos hileras de fuego que iban propagándose al mismo ritmo que los orgullosos soldados fedenarios, iluminándolos en su portentoso desfile.

Algoren’thel se sorprendió por el solemne recibimiento, pero más todavía al ver el enorme volumen que ocupaban las impresionantes tropas de Gareyter. Nunca había visto una aglomeración de gente como aquélla, y más aún, sabiendo que no todo el ejército de Fedengard estaba allí presente, sino que estaba repartido entre las ciudades del Reino, y sobre todo, en la propia fortaleza de Fedengard. Y sin embargo, todos los guerreros de Bernarith’lea no llegarían a una décima parte del batallón que allí se había congregado, la mayor parte de ellos a caballo, bien armados y protegidos con pesadas armaduras. Comprendió que una posible guerra entre ese batallón y la Comunidad de Ber’lea significaría, sin ninguna duda, una carnicería para los de su raza.

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Después del recibimiento, todos volvieron a sus puestos habituales. Gareyter fue directo a la Casa del Consejo, donde se reuniría con el resto de capitanes de las compañías allí presentes, y discutir sobre el plan de ataque. Pasó por delante de Algoren’thel, que no se había movido de su lugar, y ambos cruzaron sus miradas. La mirada que sostuvieron fue tan intensa y duradera, que parecía como si se hubieran conocido en algún tiempo. Algoren’thel lo observaba porque ahora ya sabía de la capacidad mortífera y estratégica de aquel hombre. Llevaba el pelo negro y raso, y la barba perfectamente cuidada en forma de perilla. Un inquietante sentimiento recorrió su cuerpo.; sintió un profundo odio hacia él, pues iba a ser el máximo responsable de una masacre. Gareyter vio al elfo de pasada, pero se quedó mirándolo fijamente mientras su caballo avanzaba. La larga melena rubia y los rasgos del elfo parecieron atraparle por unos instantes.


§

—...y éste será sin duda el asalto final... —concluyó Gareyter horas después de la triunfal entrada. Estaban todos los consejeros y capitanes que se pudieron congregar en Ertanior en la Casa del Consejo, edificio que compartía plaza con el Ayuntamiento. Los presentes rompieron en vítores y todos se felicitaron por tener un líder como aquél. No les cabía la menor duda de que con el plan que Gareyter acababa de exponer, la victoria era inevitable. Gareyter esperó a que sus hombres disfrutaran del momento unos instantes más, pero un pensamiento no le dejaba tranquilo. Finalmente, volvió a intervenir.
—Otra cosa —interpuso—. ¿Quién es ése, el de la melena rubia?
—Se hace llamar Algoren’thel, mi Señor —informó finalmente Bertien, después de que las miradas de todos se centraran en él—. Dice provenir del otro lado de la Sierpe Helada, de una pequeña aldea llamada Darland.
—¿Y se puede saber qué demonios hace aquí?
—Le alistamos en Vúldenhard. Dice ser simplemente un viajero, pero ha resultado ser un gran luchador. Uno de mis soldados vio como derrotaba al propio Wunreg.
—¿Al Sanguinario? —preguntó Gareyter incrédulo. Había oído hablar demasiado de aquel fornido y despiadado jefe de bandas de Vúldenhard, que tanto daño había hecho a las patrullas de Vúldenhard.
—El mismo, mi Señor.
—¿Entonces ha muerto el Sanguinario?
—No. Dicen que le dejó marchar. Menudo tipo. Matarlo hubiera sido vergonzoso para Wunreg, pero perdonarle la vida debe de haberlo humillado mucho más. Muchos se han reído de él ya, y otros ya no le tienen miedo. Imagino que hoy ya nadie le tiene el respeto que se le tenía antes de la paliza. Me hubiera gustado ver la cara que...
—¡Silencio! —le interrumpió bruscamente Gareyter.

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Gareyter estuvo como durante al menos diez latidos de su corazón. Manejaba algo entre sus manos enguantadas, una especie de bola, mientras parecía sopesar aquella información. Derrotar a alguien como el Sanguinario era algo fuera de lo común. Clavó su penetrante mirada en Bertien, y le dijo:
—Vigiladlo bien, Bertien. Me pone nervioso. Oculta algo.
—Todos ocultamos algo, Señor —repuso Bertien, casi defendiendo al elfo.
—Sí —admitió Gareyter—, pero éste oculta algo importante, lo sé. Es más, sé que miente. Sólo he visto cabelleras doradas en un lugar, y no es precisamente al otro lado de la Sierpe.
—¿Dónde, Señor? —preguntó Dexbert, otro de los capitanes.
—Muy al este, cerca de las tribus Enanas —aseguró—. Os lo advierto, Bertien, si ese viajero me trae problemas, lo pagaréis caro.
—No habrá problemas, mi Señor. Os lo prometo.

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“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal