Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

19
Reflexiones del Mal

La Comunidad estaba consternada. La noticia de Alderinel había impactado fuertemente en toda Bernarith’lea. Al parecer, los humanos se habían aliado con los orcos para sus ambiciosos planes de conquista, y lo peor de todo era la noticia del fallecimiento de Eärmedil. Una horda de orcos y hombres habían atacado al fallecido elfo y a Alderinel, este último salvando la vida de milagro, según sus propias palabras.
“... y sangre de elfos manchará el suelo sagrado del Bosque.”, recordaron todos con angustia.
Cuando Alderinel había explicado lo sucedido, un grupo de elfos se dispuso a marchar inmediatamente para recuperar el cuerpo de Eärmedil, pero Ghalador, ante la seguridad de que aquel elfo no tenía salvación posible, aconsejó esperar a la mañana siguiente y aprovechar la luz del día. Y así se hizo. Al alba de aquel nefasto día, una expedición numerosa de elfos había ido en busca del maltratado y sanguinolento cuerpo de Eärmedil, trayéndolo de vuelta al territorio de la Comunidad.
Habían esperado al anochecer para darle el último adiós. Siguiendo la tradición milenaria, lo habían colocado sobre una pira funeraria a base de troncos y leña seca, aplicándole después unos aceites aromáticos sobre el cadáver. El Visionario, ejerciendo como Líder Espiritual de la Comunidad, había encabezado los coros que entonaron los cánticos de Pacificación del Espíritu. Habían esperado a que los últimos rayos de sol huyeran al ocaso para incinerar el cuerpo, y se elevaron entonces las voces para hacer sonar los cánticos de la Liberación del Espíritu. La voz de Hallednel se hubo erguido por encima de las demás. Luego, y en silencio, se había pasado la noche en vela toda la Comunidad, hasta que los rayos del sol naciente indicaron que el espíritu liberado de Eärmedil había abandonado con éxito el mundo material, y que, por tanto, descansaba en brazos de la profunda paz eterna, en manos de Nëerla.

19. Reflexiones del Mal

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Había sido un ritual triste, porque si triste era la muerte de cualquiera de los longevos elfos de Ber’lea, más triste era tener que despedirse de él sabiendo que había sido asesinado de una manera tan vil. Y esto era realmente una novedad para ellos, porque desde incontables años, nunca se había tenido una baja en la Comunidad que no fuera el resultado de una muerte natural, o sea, por envejecimiento.

Solamente la noticia dada por el Visionario del brutal asesinato de Galendel a manos de los aldeanos de Peña Solitaria era la única prueba de que uno de ellos había muerto de forma violenta. Y por aquel entonces, tampoco se hubo celebrado el ritual funerario, porque nunca supieron qué llegó a ser del cuerpo del padre de Endegal. Al no realizarse entonces aquel ritual, Hallednel advirtió que el espíritu de Galendel no había abandonado este mundo, y que vagaba intranquilo a medio camino entre los dos planos de existencia.

Pero del ritual funerario de Eärmedil hacía ya dos noches. Desde entonces, los niños ya no jugueteaban por la plaza, y los adultos, unos sólo hacían que especular sobre el aciago futuro que les esperaba mientras que otros recordaban las hazañas del cruelmente asesinado Eärmedil. Llevaban dos días sumidos en un profundo caos; varias cosechas sin atender y multitud de tareas sin realizar... Se oían voces que aseguraban que se trataba de la Visión que el Líder Espiritual había vaticinado días atrás. Los rumores de destrucción crecían día a día. A todos les afectó y mucho, sobre todo tras la recuperación del cuerpo de Eärmedil y contemplar que estaba destrozado. Obra de los orcos, sin duda. Todos los componentes de la Comunidad afectados. Todos menos uno.

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—¡Alderinel, acércate! —le llamó Telgarien. Estaban a un lado de la plaza un grupo de elfos reunidos, relatando las aventuras de Eärmedil, recordando sus hazañas y su buen hacer, rindiéndole el merecido homenaje. Uno de ellos escribía todas las cosas que allí se decían, para que su recuerdo perdurara por siempre, y seguramente para componer alguna que otra canción épica—. Relátanos otra vez el trágico suceso de la muerte de nuestro gran amigo Eärmedil.
—Ya lo relaté en su momento —dijo seriamente Alderinel—. No voy a repetir tan horrible acontecimiento. —Y con estas palabras se alejó del grupo.
—Pero... —alcanzó a decir Gironthel, cuando la mano de Telgarien sobre su pecho le cortó la frase.
—Déjale, amigo, está mucho más afectado que nosotros. Él lo vio con sus propios ojos.
—¿Afectado? —respondió Gironthel—. Ni tú te crees tus palabras, Telgarien. Sigue con su aislamiento personal, y enfadado con todo el mundo, ahora más que nunca.
—Sabes que últimamente ha estado endureciendo su carácter. Ha ido aislándose más de nosotros cada día —razonó Telgarien—. Ahora intenta ocultar su afecto incrementando su soledad. Necesita reflexionar, eso es todo.
—Es ahora cuando debería ser más humilde —replicó Girinthel— y mostrarnos sus verdaderos sentimientos, como hacemos todos. Si incluso en estas circunstancias aparenta tener un corazón frío, es porque lo tiene —le acusó—. ¡Y lo mismo digo de Algoren’thel! Hace días que nada sabemos de él.
—Te ruego que no hables así del sucesor del trono de esta Comunidad, ni tampoco del Solitario. Quién sabe si no ha sido atacado también por una de esas hordas de orcos y humanos enloquecidos —le dijo Telgarien—. Incluso Endegal puede haber tenido problemas... ¡Maldición! —exclamó tras caer en la cuenta—. Deberíamos haberle escoltado hasta la salida del Bosque. ¡Mejor aún! No deberíamos haberle dejado partir —se lamentó.
—Sabes tanto como yo, Telgarien —terció esta vez Elareth—, que Endegal hubiera partido aún sin el consentimiento de Ghalador. El amor hacia su madre supera las fronteras del Bosque y las barreras que pueda suponer cualquier norma, ley o peligro. No le hubiéramos retenido aquí mucho más tiempo —dijo con pesar—, por mucho que nos disguste la idea.

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Telgarien la miró a los ojos y ella bajó la mirada. Había en sus palabras un tono de añoranza por encima de lo que debería ser normal. Quizás, sopesó, Elareth sentía por Endegal algo más que una simple amistad.

Alderinel se dirigió al otro grupo de elfos que estaban discutiendo sobre un tema que a él le interesaba más: cómo encarar la posible amenaza de orcos y humanos sobre la Comunidad de Ber’lea, el tema de la guerra y sus preparativos.

—Tenemos que triplicar la vigilancia y esperar, Señor Ghalador —aconsejó Fëledar—. No podemos mostrarnos. Grupos de vigilancia de cinco a siete componentes, no menos.

Ghalador, sentado sobre aquel pequeño muro de piedra, asentía aquellas palabras.
—¡Eso es una estupidez! —interrumpió desde atrás Alderinel—. ¡Sólo retrasaremos lo inevitable! Ahora que ha muerto Eärmedil a manos de orcos y hombres, nuestra existencia ha sido revelada. Es cuestión de tiempo que nos encuentren. ¡Y no será mucho si Endegal nos ha traicionado!
Aquellas últimas acusaciones, levantaron a los presentes del sopor y de su aflicción. ¿Cabía realmente la posibilidad de que el semielfo hubiera revelado la existencia y situación de la Comunidad de Bernarith’lea?
—¡Endegal nunca nos traicionaría! —aseguró Fëledar. Lanzó una mirada inquisidora al hijo de Ghalador.
—¿Ni aunque hubiese sido capturado y torturado? ¡Estáis todos ciegos! —les acusó Alderinel a todos los presentes—. ¿Olvidáis que Endegal es medio humano? ¡Ha estado engañándonos todo el tiempo! Sólo nuestra pronta intervención puede evitar la catástrofe. Mantengámonos ocultos, aun en los lindes del Bosque, y matemos a todo orco u hombre que se adentre, sin hacer distinciones. Tenemos que limpiar el Bosque de alimañas. Sólo la raza élfica debe pisar el Bosque del Sol. —Aquello sonó más a una orden que a una sugerencia, y todos lo advirtieron.
—Hijo mío, no podemos matar indiscriminadamente a toda criatura viviente que se acerque al Bosque —razonó Ghalador.
—Si los humanos y los orcos son aliados, no podemos hacer distinciones, padre. Hemos de atacar cuanto antes. ¡Es nuestra única alternativa! —le replicó.
—En cierto modo su hijo tiene razón, Señor —afirmó Alverim—. Los humanos han ido demasiado lejos buscando apoyo en los orcos para derrotar a sus enemigos. Seguramente les habrán prometido carnaza humana y combates sangrientos. Puede que esos humanos sean de Tharler o de Fedenord, pero a juzgar por la situación y dirección que llevaba la horda que atacó a Alderinel y al desafortunado Eärmedil puede que provengan del reino del sur. Aunque también opino que posiblemente Tharler no tardará en recurrir a estas estratagemas y se alíe con otra tribu de orcos rivales. Si los orcos no merecen vivir por su carácter destructivo y su desprecio por la vida, entiendo entonces que cualquier ser que apoye o busque apoyo en estas inmundas bestias merece también morir. Incluso Endegal insinuó antes de partir que deberíamos participar como mediadores en esta guerra.
—Sabias son tus palabras, Alverim —dijo Alderinel—. ¡Escúchale padre! Es la voz de la razón lo que sale de sus labios.

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Ghalador se levantó con cierta dificultad. No había sido un achaque demasiado fuerte, pero nunca antes había notado los efectos nefastos de la vejez con tanta intensidad como ahora. Fëledar hizo un intento de ayudar al Líder Natural a mantenerse en pie, pero Ghalador con un ademán mantuvo la distancia respecto al Maestro de Armas. No fue un gesto despreciativo, pero, a sus seiscientos cuarenta y tres años, el orgulloso elfo no quería admitir que empezaba a tener problemas de salud. La vida para un elfo siempre era longeva y plácida, manteniendo la gran mayoría de su tiempo de vida un aspecto y forma física envidiable. Pero no era así cuando se entraba en la última cincuentena de su vida. Era entonces cuando se envejecía a pasos acelerados, visto siempre según los patrones de los elfos.

—Está bien —dijo Ghalador apenado—. Meditaré sobre el asunto junto con Hallednel y tendré en cuenta vuestros planteamientos. La decisión es crítica, pues de ella depende la supervivencia de nuestra Comunidad y no puede tomarse a la ligera. Pero también es cierto que no podemos permanecer de brazos cruzados esperando nuestra exterminación. En esto tenía Endegal razón; debemos prepararnos para una lucha sin igual. La muerte de Eärmedil será una más entre muchas, porque aunque mucho nos pese, vamos a sufrir más pérdidas.

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Alderinel marchó contento hacia su aldabar con aquellas palabras salidas de la boca de su padre, la persona más influyente de Bernarith’lea, el Líder Natural de la Comunidad oculta de los elfos del Bosque del Sol. Lo había conseguido. Por fin la Comunidad iba a entrar en acción, y seguramente capitaneada por él mismo, puesto que era el mejor luchador de Ber’lea. Los demás nada sabían de eso todavía, pero de tal asunto, ya se encargaría él de demostrarlo en el momento oportuno.

Entró en su aldabar y se quitó la ancha camisa. Contempló su maravilloso colgante dorado. ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? Hacía más de veinte años, un par de años antes de que su hermano Galendel falleciera. Lo recordaba perfectamente, como si hubiera ocurrido el día anterior. Había estado en su puesto de vigilancia esperando otra incursión de orcos. Habían sido demasiados para él y su compañero Alverim, y los orcos se dispersaron ante la lluvia de flechas. Habían tenido que bajar de los árboles para perseguirlos. Alverim había ido detrás de dos de ellos, y Alderinel se quedó luchando contra el cabecilla. El orco no huía, luchaba con todas sus energías y era mucho más hábil y valiente de lo que se podía esperar de un ser de su especie. Había llegado incluso a herir de gravedad al propio Alderinel, aunque por suerte para el elfo, éste pudo matarlo primero. Alderinel había contemplado el cuerpo del orco caído. Hubo admirado por unos instantes la valentía de aquel ser repugnante, y fue entonces cuando lo vio: el orco llevaba en el cuello un bello colgante dorado, con piedras preciosas de varios colores colocadas de forma desigual sobre su ovalada superficie. Se lo habría robado a algún humano, pensó el elfo. No había podido resistir quitárselo al orco inmundo y se lo hubo colocado él mismo. Se sentía muy cómodo con aquel colgante, y le pareció que le inspiraba coraje y valentía. Cuando hubo oído a su compañero volver, hizo un gesto involuntario, pero instintivo: ocultó el colgante debajo de sus ropas. Más tarde entendió que aquella reacción respondía claramente al deseo de ocultar su existencia al resto, pues podrían sentir envidia y arrebatárselo.

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A medida que fueron pasando los días, Alderinel se iba ejercitando en secreto. Su cuerpo tenía demasiada energía latente; debía de entrenarse y hacer ejercicio físico constantemente para liberarla. Con el paso de los días, el deseo de lucha iba obsesionándole cada vez más y su estado de ánimo se encrespaba día a día. Las horas de sueño se fueron reduciendo, y el resplandor de Los Cuatro Émbeler le molestaba cada vez más a sus ojos y a su espíritu. Esto duró hasta el día en que se quitó su émbeler y comprobó que estaba mucho mejor sin él. Su cuerpo se hizo inmune a los cambios de temperatura, tanto, que notó que podía ir cubierto de mantas en verano o tranquilamente descamisado en pleno invierno. Pero decidió que no lo haría para no hacer notar a nadie la presencia de su preciado medallón que tanto poder le estaba dando. Vestía con camisas y telas que le cubrían ligeramente el cuello, no ya para ocultar la cadena, sino su sombra. Y es que la presencia del colgante sobre la piel del pecho del elfo (que es como más a gusto se sentía), había producido un oscurecimiento de la zona que estaba en contacto directo con el dorado metal, y esta sombra iba difuminándose poco a poco. Alderinel notó que la sombra se estaba esparciendo con el paso de cada día, pero no le importaba lo más mínimo; el poder obtenido a cambio bien valía la pena. Su visión era más aguda si cabe que la de los elfos de la Comunidad, su olfato y oído también más finos, y su velocidad era más propia de un trasgo que de un elfo. Cuando la ira y el odio se apoderaban de él, más aumentaba su poder, le hacía sentir invencible y capaz. Nada ni nadie podía pararlo. Con la Comunidad de Bernarith’lea a su mando, conquistaría primero los reinos circundantes, aplastando a los humanos que tanto daño le habían hecho.

19. Reflexiones del Mal

“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal