Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

15
Aristel

Cuando abrió los ojos pensó que todavía era de noche. Estaba tumbado boca abajo, pero no oía ya el infernal zumbido de la multitud de monstruosos mosquitos aguijoneando su manto de viaje. Luego se dio cuenta de otra cosa: la superficie sobre la que se encontraba no era fangosa, ni siquiera estaba húmeda. Descubrió su cabeza, algo temeroso, y efectivamente no había rastro de los infernales mosquitos. ¿Estaría muerto? Pudo apreciar que estaba en un lugar cerrado, en una especie de cueva. Había una luz tenue que parecía venir del otro lado del pasillo. La luz incrementaba y disminuía ligeramente su intensidad y orientación. Dedujo que se trataba de antorchas o de una hoguera.

Se levantó y siguió observando aquel extraño lugar. Hacia la derecha no tenía salida. Pura roca. Por la izquierda se prolongaba el pasillo, de donde provenía la luz. Pero tenía el camino cortado. Una serie de ramas cubiertas de espinas le impedían el paso. Se acercó un poco más para ver hasta qué punto tenía posibilidad de salir.

Las ramas estaban incrustadas en el suelo y paredes, como si hubieran nacido allí cientos de años atrás, pero su instinto le dijo que aquello no era posible, porque sin duda él ahora se encontraba en una especie de prisión. Estaba frente a una naturaleza irreal, creada para un propósito claro: retener a un prisionero.

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Miró a su alrededor en busca de sus posesiones. Como había intuido, no encontró nada. Ni espada, ni arco, ni daga, ni bolsa de viaje. De todos modos, no creyó que hubiera podido abrirse paso con la espada a través de la maraña espinosa. La pregunta ahora era quién le había llevado allí. ¿Y cómo había conseguido traspasar la barrera de espinas? ¿Orcos? ¿Por qué no se lo comieron? Quizás fuese otra criatura, y aquel pensamiento le hizo estremecer todavía más. ¿Estaría en alguna clase de despensa? Caminó en círculos, nervioso por el desconocimiento total de su situación.

Para matar el tiempo y los nervios, decidió examinar su estado físico. Las heridas de los lobos sanaban a buen ritmo, y las picaduras de los mosquitos eran aún unos molestos recuerdos que le escocían bastante. El cansancio había desaparecido por completo, aunque tenía un dolor agudo en las cervicales, fruto sin duda de la improvisada posición adoptada para dormir. ¿Cuánto habría dormido? Allí en esa cueva, no tenía idea de si era de día o de noche.

Decidió que era hora de enfrentarse a su destino, fuera el que fuera, ahora que estaba en unas aceptables condiciones de combatir. Si esperaba mucho más se debilitaría por la desesperación, y sobre todo, por la falta de comida. Gritó un par de veces, para ver si se acercaba alguien, o algo. Pero no hubo respuesta visual ni auditiva. Así que esperó al menos durante media hora.

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No podía soportar la agobiante espera, así que intentó escapar, o por lo menos, estudiar las posibilidades de escape. Buscó algún objeto contundente para poder agredir a su carcelero o carceleros, pero no había ninguna piedra suelta de tamaño mayor al de un garbanzo, y las paredes estaban demasiado “redondeadas” para arrancar aunque fuera tan sólo un pedazo. Esto reafirmó su teoría de que estaba retenido en una verdadera cárcel.

Se acercó a la barrera de espinas para ver si podía trepar o ayudarse de su manto para protegerse. Las ramas eran lo suficientemente finas como para no soportar su peso, y lo suficientemente gruesas y elásticas como para evitar ser roturadas. No había ningún hueco donde agarrarse sin que tres o cuatro largas y afiladas espinas se clavaran en la mano.

Se le ocurrió una idea. Se quitó el manto y probó enrollándolo sobre un brazo a modo de protección. Apartó la primera rama conflictiva y notó cómo las espinas se clavaron sin esfuerzo en la tela, pero no sólo eso, sino que al apartar esa rama, por la elasticidad y distribución del resto, otras ramas del alrededor se inclinaban hacia el brazo temporalmente protegido, ensartándolo con la misma facilidad. Endegal quedó sorprendido al comprobar que, tras un par de movimientos, su brazo quedó completamente inmovilizado. Movió el brazo a izquierda y derecha, pero las púas que se soltaban por un lado eran sustituidas por el otro, incluso notó cómo algunas llegaron a profundizar hasta llegar a la carne de su brazo. Cuanto más forcejeaba era peor. Sólo podía tirar hacia atrás y abandonar su manto. Tiró con fuerza y algunas espinas llegaron a arañarle la piel, pero al menos, agradeció, consiguió salvar el brazo.

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Comprendió entonces que no podría atravesar aquella barrera ni aunque tuviera una armadura de placas, pues el simple hecho de pasar, entrelazaría de tal forma las ramas, que absorbería su fuerza de avance como lo haría una telaraña ante el vuelo de una mosca. Se llenó entonces de resignación, y mirando su ensangrentado brazo, se sentó a esperar.


§

Largo rato después, la luz parpadeó de forma clamorosa. Sólo podía significar que algo se había interpuesto entre las llamas y Endegal. Efectivamente, pronto oyó el sonido de unos pasos lentos y pesados, como si alguien caminara arrastrando los pies.

—¿Hay alguien ahí? —gritó Endegal en la lengua común de los humanos mientras se incorporaba.

Una sombra alargadamente deformada por el efecto de la luz sobre las paredes, fue tomando forma a medida que avanzaba por las curvas paredes de la cueva. Portaba una antorcha. Pronto apareció su silueta enfrente de la barrera espinosa. Colocó la antorcha en la pared. Los ojos de Endegal iban adaptándose a la nueva iluminación. Pudo entonces distinguir a un hombre, alto pero viejo, vestido con una túnica color tierra, sin adorno alguno, y disponía de un bastón en su mano izquierda. La parte alta de su cráneo carecía de cabello, y sin embargo, de la altura de las orejas caía una larga y blanca melena que se unía con su barba en una confusión de pelo cano.

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—¿Quién eres? —preguntó Endegal, desafiante—. ¿Y qué quieres de mí?

El viejo se pasó la mano por la poblada barba y le dijo:

—Eso no te importa ahora, muchacho. Aquí las preguntas las hago yo —repuso enérgico—. ¿Quién eres tú y qué haces aquí?
—¡Mi nombre es Endegal, y estoy aquí porque tú me capturaste, me parece! —respondió con sus verdes ojos amenazadores.
—Bien... Endegal. Te haré la pregunta de otro modo. ¿De dónde vienes y qué buscas aquí?
—Vengo de Darland, un pequeño poblado del otro lado de la Sierpe Helada. Soy un simple viajero. Iba junto a Algoren’thel, mi compañero de viaje, hacia Fedenord, pero le perdí en medio de un enjambre de mosquitos. ¿Sabes algo de él?
—No te creo —le dijo—. No había nadie más dentro de la plaga de mosquitos. Sólo tú.
—Quizás logró salir.
—Imposible —le aseguró—. Ningún ser humano puede atravesar esa nube de mosquitos sin caer rendido por las picaduras. Tampoco ningún orco, goblin u otra bestia similar. De hecho ya me sorprende que tú, herido como estabas, consiguieras avanzar tanto. Y debo añadir que tuviste mucha suerte, pues al caer, tu manto te protegió. De no haber sido así, hubieras muerto desangrado o envenenado.

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La idea de que aquel viejo pudiera entrar y salir de aquella terrible nube de mosquitos a placer inquietó a Endegal. Parecía imposible, pero, ¿cómo si no logró hacerle prisionero?

—Si ningún ser humano puede atravesar esa nube, ¿cómo me sacaste de allí? —le preguntó por fin.
—A eso te responderé cuando crea conveniente, muchacho. En cuanto a tu lugar de procedencia... ¿Darland? —hizo una pausa—. Dime... ¿Aún existen elfos en Darland?

Endegal se quedó de piedra. ¿Acaso conocía ese extraño hombre la existencia de la raza élfica? ¿Y cómo le había asociado a él con los elfos? ¿O quizás fuera que Darland existiese realmente? No. Aquello era demasiada coincidencia. Así que decidió mantener las distancias.

—¿Elfos? No entiendo... —dijo simulando que no sabía nada de lo que aquel viejo le decía.
—¿Me estás diciendo que desconoces la existencia de los elfos? —le preguntó—. Porque si es así, dime pues quién te dio... esto.

Y sacó el viejo de uno de sus bolsillos una lemba. Entonces Endegal recordó la profecía del Visionario. Si ese hombre descubría la existencia de la Comunidad podría desencadenarse la tragedia. Se alegró entonces de no haberse llevado consigo el émbeler de su padre.

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—Es una torta milagrosa... —dijo Endegal, viendo que el anciano conocía la existencia del pan de viaje de los elfos y, seguramente, sus propiedades—. Se trata de una receta antiquísima que en mi pueblo se cuenta que la trajeron los dioses para nuestro beneficio. Nos ayuda en los largos viajes —inventó rápidamente.

—No está mal —observó—. Casi me convences, Endegal. Hay muchos días de camino para atravesar la Sierpe. Demasiados incluso para que una lemba se conserve tan bien. Las hojas de eucalipto que la cubren fueron arrancadas hace menos de una semana, por lo tanto, mientes descaradamente. Pero dime... ¿has cruzado el Bosque del Sol en tú viaje?
—Pues... —dudó, pues la historia que tenía montada, no incluía el itinerario que debería de haber seguido—. Si te refieres al bosque que hay más al oeste, a día y medio o dos días de aquí, sí. Sí que lo he cruzado. ¿Por qué?
—Tengo el convencimiento de que existen elfos en el Bosque del Sol, aunque hace más de sesenta años que no veo ninguno.
—¿Qué son los elfos? ¿Son como los humanos o como los orcos? —preguntó Endegal, para seguir con su mentira.
—Quizás hayas oído la existencia de los demonios blancos...
—Oh sí, por supuesto. Yo no he visto ninguno, pero he oído historias realmente espeluznantes sobre esos seres. ¿Son ellos los elfos de los que me hablas?
—¡Exacto! ¿Y fueron ellos los que te dieron esto? ¿O se lo robaste a alguien por tu paso por el Bosque?

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Endegal no sabía ya cómo reconducir su historia para que aquel viejo le creyera. Recordó entonces la historia de su madre, quizás podría readaptarla.

—En realidad, sabio hombre, me habéis descubierto —dijo simulando al máximo una sinceridad absoluta—. Cuando cruzábamos el bosque mi compañero y yo, fuimos atacados por varios orcos. Cuando nos vimos ya vencidos, un extraño hombre nos salvó. Le contamos nuestra historia, y viendo nuestro pobre estado nos ofreció una torta milagrosa como ésa. Me dio otras para el viaje. En poco tiempo recuperamos nuestras fuerzas. Nos pidió a cambio que no habláramos de lo ocurrido con nadie, que nadie debía saber de su existencia. Por eso intenté ocultar el encuentro. Si hubiera sabido que se trataba de un demonio blanco... Era una persona muy agradable. ¿Cómo iba yo a saber?
—¡Lo sabía! —exclamó el anciano visiblemente satisfecho por aquella explicación—. Llevo muchos años detrás de los elfos, ¿sabes? Pero nunca he dado con ellos. Algo me decía que en ese bosque sucedía algo extraño; hay una magia especial en el ambiente. Son muchos los orcos que caen en ese territorio. No podía ser casual. Ahora estoy completamente seguro de su existencia. ¡Debo encontrarlos como sea!
—¿Para exterminarlos? —preguntó Endegal.
—¿Exterminarlos? ¡Al contrario! —aclaró—. Las historias que se cuentan de ellos son pura fantasía, mi querido amigo. ¿O no te ayudaron ellos allí en el Bosque?
—Sí, es verdad, claro. Pero entonces, ¿por qué los buscas?
—Bueno, empezaremos por el principio.

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El anciano, vara en mano, se acercaba cada vez más a la muralla de espinas. Mientras avanzaba, las espinas iban retrocediendo y encogiéndose a su paso. Llegó hasta Endegal habiendo dejado un pasillo entre las mortíferas zarzas.

—Mi nombre es Aristel. No temas, querido amigo. Soy un druida.
—¿Druida? ¿Una especie de mago? He oído hablar de vosotros. Mi madre me habló de unos magos sanadores que poseen la facultad de curar a la gente, pero yo no he visto nunca a ninguno.
—Bueno... no vas del todo desencaminado, no —dijo acariciándose el pelo de su larga barba—. Estudio el comportamiento de la Naturaleza y sus flujos mágicos. Más que magia, digamos que me comunico con los Elementos y Seres Naturales. Mis facultades más poderosas incluyen el control de las fuerzas de la Naturaleza. Siento decirte que la plaga de mosquitos que cruzasteis tú y tu amigo son obra mía.

Al oír aquello, Endegal se sobresaltó. El pensar que Algoren’thel hubiera podido perecer por culpa de aquello le encolerizó.

—¿Cómo pudiste dejar tan horrible hechizo? ¿Acaso no es ya bastante hostil el Pantano Oscuro?
—Mi hechizo tiene sólo un objetivo defensivo, mi querido amigo. Los mosquitos alejan a las alimañas de mi cueva. De este modo no me molestan. Además, hace mucho tiempo que ningún humano cruza esta zona, precisamente por la presencia de orcos, lobos y goblins. Solamente unos extranjeros insensatos como tú y tu amigo elegirían esta ruta demencial.
—El elfo nos advirtió que debíamos bordear el pantano por el otro lado, y a una distancia considerable de la orilla, pero no creí que fuera tan peligroso. Nos atacaron unos lobos cuando anocheció. Por cierto, ¿qué hora es? ¿Cuánto tiempo me he quedado dormido?
—Han pasado varias horas del mediodía. Yo te recogí al alba, pero no sé cuánto tiempo llevabas dormido.
—¡Por Arkalath! ¡Habré dormido más de medio día! —exclamó Endegal—. Debo ir a buscar a Algoren’thel, puede estar en peligro, o buscándome.
—Te acompañaré, Endegal —dijo el druida mostrándole la salida.
—¿Mis cosas? —preguntó el semielfo requiriendo sus armas.
—De momento están a buen recaudo, muchacho. Te las devolveré pronto, no te preocupes. Vayamos primero a buscar a ese amigo tuyo...
—De eso ni hablar. Devuélveme la espada al menos. Podríamos encontrar problemas ahí fuera.
—No lo creo posible. A plena luz del día, los orcos suelen ocultarse. Y como no pensamos alejarnos demasiado de esta cueva...
—Escúchame bien, Aristel —le interrumpió Endegal—. Voy a encontrar a mi amigo, con o sin tu ayuda. Me alejaré lo que yo crea conveniente, hasta que lo encuentre.
—Te digo que no te hará ninguna falta tu espada si permaneces a mi lado. Venga, vámonos; no podemos perder más tiempo en insulsas discusiones. Si así lo prefieres, nos alejaremos cuanto estimes conveniente. Te acompañaré.
—Está bien, pues —accedió Endegal—. No perdamos tiempo.

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Pero antes, el druida le puso la mano en el pecho para detener al portentoso Endegal.

—Espera un momento —le dijo. Le ofreció un tarro lleno de una pasta blanquecina—. Ponte esto sobre las picaduras, joven.
—¿Qué es? —preguntó.
—Un bálsamo anti inflamatorio —le respondió—. También sentirás alivio ante los picores.

Endegal se aplicó el pastoso ungüento sobre las picaduras y notó enseguida una sensación de frescor en su piel. Notó cómo los picores menguaban.

Mientras se dirigían al exterior, Endegal observó las comodidades que el druida tenía en su cueva. Un taburete, una silla, un banco, varias mesas cuadradas rebosando pergaminos, frascos, bolsas, botellas, un lecho a base de mantas, un sinfín de cojines y un montón de libros. En definitiva, lo suficiente para vivir como druida, supuso Endegal. Parecía evidente que el caos y el desorden reinaban en esa cueva. Si Darlya, su madre, hubiera estado allí, seguramente se lo hubiera reprochado al viejo druida. También había varias tinajas llenas supuestamente de agua. Aquella visión le recordó a Endegal que estaba realmente sediento; hacía muchas horas que no tragaba líquidos, y su boca reseca clamaba por beber de aquellas tinajas, pero si había algo que Endegal sabía de los magos era que entre sus pertenencias nada es lo que parece, y no bebería de esas tinajas sin antes consultarlo. Y así lo hizo. El druida rió ruidosamente cuando el semielfo le expuso sus miedos.

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—¡Has hecho bien en consultarme, mi querido Endegal! —exclamó—. ¡No quisiera haberte visto convertido en una rata! —y siguió riendo.

Evidentemente el druida bromeaba, y Endegal se afanó a beber de la tinaja que le había indicado Aristel, aunque no sin cierto temor. Cuando hubo saciado su sed, y comprobado que su cuerpo no había sufrido ninguna mutación extraña, reemprendieron ambos el camino hacia la salida.

Sobre la hoguera había una olla metálica con algo hirviendo. El semielfo no pudo diferenciar si se trataba de algún misterioso brebaje o simple alimento. Dos antorchas iluminaban toda la cueva. La piedra era blanquecina, lo que ayudaba bastante en la iluminación de la improvisada vivienda. En la puerta, un muro de espinas protegía la entrada. A una orden del druida, éstas se replegaron, y al salir, en un movimiento de su bastón, volvieron a bloquear la entrada.

Anduvieron hasta la orilla del pantano, y donde la noche anterior había estado la nube de mosquitos, ahora sólo había unos pocos, revoloteando inocentemente y bebiendo de las charcas. El druida le explicó que los llamaba únicamente cuando anochecía, y que la invocación duraba hasta casi mediodía. Endegal empezó a rastrear la zona y dijo:

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—Éstas son sus huellas —dijo señalando el fangoso suelo—. Salió de la nube y volvió a por mí. ¡Pero yo ya no estaba!
—Parece que se ha ido sin ti —razonó el druida.
—¿Queda mucho para Fedenord? —preguntó.
—No mucho. A menos de un día de camino está Vúldenhard.
—Supongo que Algoren’thel habrá ido hacia allí —dijo Endegal, haciendo gala de la lógica—. Debo alcanzarle, podría encontrarse en peligro.
—El único peligro lo correrías tú, muchacho —le advirtió—. Si tu amigo ha salido antes del mediodía, llegará sin demasiados problemas, sobre todo si lo comparamos con los innumerables peligros que os habréis encontrado si es que venís de tan lejos. Seguro que saldrá bien parado —le calmó el druida—. Sin embargo, si sales ahora, pronto anochecerá, y entonces todos los males de la tierra saldrán a tu encuentro. No te lo aconsejo, joven. Pasa esta noche en mi cueva; tenemos cosas de las que hablar.
—¿Hablar? ¿Sobre qué? —preguntó algo preocupado. Aunque le caía bien el anciano, pensaba que ya había hablado bastante con él acerca de los elfos, tema que sin duda sería el centro de la conversación.
—Sobre vuestras aventuras. Además, no sé si sabes que Fedenord está en guerra con Tharler...
—Sí, algo había oído, lo que no sabía si era sólo un rumor.
—Por desgracia no se trata sólo de habladurías, mi querido Endegal. Aprovecharemos esta noche para ponerte al día de los acontecimientos.
—¿A qué te refieres? —le pregunto el semielfo.
—Hablo de consejos útiles que evitarán que te metas en verdaderos problemas en Vúldenhard —le aclaró—. Las visitas en estos días de litigio no son bien recibidas. Debes saber qué lugares de la ciudad debes evitar, y en cuáles puedes estar seguro.

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Desde luego, Aristel tenía razón. Era de locos atravesar aquellas tierras pantanosas en plena noche, y la información sobre la ciudad de Vúldenhard podría ser de gran interés para Endegal.

—Está bien, me quedaré por esta noche, Aristel —accedió.


§

Volvieron a la seguridad de la cueva. El druida, más confiado, le devolvió sus armas y su bolsa de viaje. El manto de Endegal había quedado agujereado y rasgado por las largas espinas. Endegal pasó el brazo a través de un siete enorme.

—¡Vaya! —exclamó Endegal—. Creo que no podría volver a atravesar tu nube de insectos con este manto, druida —bromeó.
—Eres un temerario al intentar atravesar el muro de espinas, Endegal. Pero mi instinto me dice que eres un gran luchador.
—¿Tu instinto?
—Tus movimientos, incluso para andar son gráciles. Tu complexión, aunque ligeramente delgada, es musculosa. Y las armas que usas son de muy buena calidad. Ningún aldeano de poca monta podría tenerlas. Además, he visto que tienes algo de mucho valor.
—¿Las pepitas de oro? —respondió, creyendo adivinar a qué se refería el druida.
—Sí, a las pepitas me refiero. Con esas tres, puedes comprar nueve, incluso diez caballos. Puedo cambiarte una de esas pepitas por cinco monedas de plata, o treinta de cobre, si lo prefieres, porque si apareces por Vúldenhard y asomas una sola de esas pepitas, puedes tener problemas, muchacho.
—¿Por qué?
—Vúldenhard siempre ha sido un sitio seguro, pero los ladrones y criminales han aumentado en exceso en los últimos tiempos. Las riquezas están menguando, pues van todas a parar al Rey, al Señor de Fedengard para sufragar los gastos de la guerra del Reino. La gente de allí está más o menos habituada a convivir con esos rufianes, pero si llega un extranjero enseñando pepitas de oro, puedes estar seguro de que lo despellejarán vivo antes de que pueda si quiera decir su nombre.
—Entonces Algoren’thel tendrá problemas... —murmuró Endegal preocupado.
—Entonces nada puedes hacer hasta mañana, amigo —dijo rápido Aristel, anticipándose a los posibles pensamientos de Endegal—. El sol se está poniendo. Si partes ahora no saldrás con vida siquiera del pantano.
—¡Debo irme, Aristel! —se levantó.
—¡No todavía! —le agarró del pantalón y tiró hacia abajo, invitándole a sentarse—. ¡Hay más cosas que debes saber! Además no llegarás a tiempo, si es que llegas con vida. ¿Acaso has perdido la cabeza?
—Está bien, está bien... —Endegal se relajó y se sentó de nuevo.
—Ahora cuéntame tú tus historias, tus viajes... hace tiempo que no hablo con un viajero que lleva tantos caminos recorridos en sus botas —dijo el druida.
—La verdad... —carraspeó Endegal—... es que no hemos sufrido demasiadas aventuras desde que salimos... bueno, aparte del viento gélido de la Sierpe Helada, y algún que otro ataque orco... Nada digno de mención.
—¡Por Arkalath! ¿Habéis salido vivos de varios ataques orcos? Sólo dos personas... ¡Increíble! ¿Y dices que no es digno de mención? En verdad debéis de ser muy buenos guerreros en Darland, amigo. Cuéntame más detalles.

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Endegal no sabía como salir del apuro. Pensó en callarse, pero no quería medrar la confianza de aquel posible aliado, así que pensó una historia que pudiera satisfacer al druida.

—No creo que deba hacerlo —le dijo mientras pensaba en una historia creíble—. Supongo que tuvimos suerte en el camino. Sufrimos sólo dos ataques; el primero en la misma Sierpe, cuando caminábamos junto a una caravana de comerciantes. Murieron casi todos, aunque nosotros dos pudimos salvar el pellejo. El segundo ataque fue en ese bosque, y nos ayudó... bueno, un elfo parece ser. Realmente no soy muy bueno contando historias. Las hago aburridas.
—Cuéntame, pues, cómo era ese elfo que te ayudó. —El druida estaba muy interesado en esa parte de la historia.
—Realmente no sé cómo describirlo.

Dudó entre mentir o describir vagamente a un prototipo de elfo. Si mentía, el druida podría perder su confianza y retenerlo más todavía, así que hizo una vaga descripción.

—Parecía totalmente humano... y tenía los cabellos largos y blancos. Pero dime, ¿por qué tanto interés en esas criaturas?
—Es verdad —dijo Aristel cayendo en la cuenta—, aún no te he respondido a esa pregunta.

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Se resituó y se acomodó sobre sus cojines e inclinó la cabeza hacia delante para dar más énfasis a sus palabras, y procedió a explicarse:

—Como te he dicho, mi querido Endegal, soy un druida, y los misterios de la naturaleza me fascinan. Estas criaturas, mal llamadas demonios blancos, se han integrado en la naturaleza hasta unos límites insospechados. Son propensos a habitar en los bosques. Ellos aman la naturaleza tanto como yo, y mi mayor deseo es encontrarlos e intercambiar conocimientos. Pero han permanecido ocultos muchos años, pues creo que en la antigüedad había cierto trasiego de mercancías entre elfos y humanos, incluso convivencia mutua. No sé qué pudo habernos separado de esa raza que, sin duda, tanto aprendimos de ella en el pasado.
—Pero, si lo he entendido bien, ellos no parecen estar muy dispuestos a mostrarse. ¿Por qué crees tú que te aceptarían en su Comunidad? ¿No crees que se sentirían molestos si intentaras encontrarlos?
—Oh, es posible, pero no me importa. Ellos se ocultan de los humanos porque creen que no tenemos la suficiente sabiduría como para convivir con ellos. Creen que todos los humanos ansiamos las mismas riquezas materiales. Cuando conozcan mi interés por la Naturaleza, me aceptarán sin duda alguna.
—Pero es posible que te maten antes de que llegues a hablar con ellos, si es que los encuentras. Pueden pensar que detrás de ti vendrán otros que amenacen su equilibrio como sociedad oculta. No te recomiendo que vayas en su busca.
—Pareces conocerles más de lo que me cuentas, amigo...
—Bueno, me dijiste que debía saber más sobre Vúldenhard, anciano —cortó rápidamente Endegal—. Me parece que no debes demorarte más en tus explicaciones. Mi seguridad y la de mi compañero pueden depender de ello.
—Como te he dicho antes, Fedenord está en guerra con Tharler. Pues bien, las tropas de Fedengard están alistando a jóvenes guerreros como tú. Si mantienes esas armas a la vista, quizás te pongan a prueba y te obliguen a participar en la guerra contra Tharler —le explicó—. Así que si no quieres meterte en líos, mejor será que las lleves ocultas de algún modo, o vayas con muchísimo cuidado.
—Si reclutan a la fuerza a los jóvenes hábiles con las armas, ¿por qué no reclutan a esos “rufianes” que asesinan al que tiene algo de dinero encima?
—Ellos están fuera de la ley. No pueden arrestarlos ni reclutarlos porque se esconden bien de los soldados de Fedengard. Vigila las tabernas y las calles sombrías, amigo, pues la oscura noche es su aliada.

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Siguieron hablando largo y tendido durante la cena sobre Vúldenhard y el Reino de Fedenord en general, incluyendo las poblaciones principales. Endegal intentó convencer a Aristel de que no fuera a buscar a los elfos del Bosque, pero el anciano estaba demasiado ilusionado con la idea. A Endegal sólo le cabía esperar que el camuflaje natural que durante tanto tiempo había ocultado a Bernarith’lea cumpliera de nuevo con su cometido, y que no hiciera falta la intervención bélica por parte de los elfos del Bosque para evitar ser descubiertos por Aristel. A decir verdad, temía mucho que su encuentro con el druida fuera el desencadenante de la Negra Visión del Líder Espiritual, pero a esas alturas, sólo podía rezar para que no lo fuera. Él había hecho todo lo posible.

Al final de la velada, Endegal le regaló cuatro lembas al druida, el cual las aceptó con mucho interés. Se acostaron temprano, pues al alba Endegal debería partir hacia Vúldenhard, y el druida le aconsejó que durmiera, aunque en verdad, al semielfo le costó mucho conciliar el sueño.

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“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal