Demonios blancos

Demonios blancos / Víctor M.M.

35
La tormenta

Telgarien fue el primero en despertar, aunque el rubio elfo y el anciano druida, a los primeros ruidos del elfo de cabellos platinos, salieron de sus livianos sueños. Era hora de marcharse de allí, así que empezaron a recoger todo lo que consideraron de valor y que pudiera transportarse en los tres caballos que disponían. Entre todo aquello, de lo que allí tenía el druida, Telgarien se mostró altamente interesado en unos pergaminos que contenían unos dibujos con diversas anotaciones. Eran mapas de varias zonas, algunas de ellas vacías, y sin embargo otras tantas muy bien detalladas, sobre todo, las concernientes a los bosques.

Los elfos de Ber’lea dominaban el Lenguaje Común, por eso pudo discernir Telgarien entre las anotaciones la intencionalidad de aquellos mapas. El druida había hecho todo un trabajo de investigación para encontrar a los elfos y finalmente lo había conseguido. Había dedicado casi toda una vida, y en eso el elfo lo admiró, pues tuvo en cuenta la corta vida de la que gozan los humanos; se puso por unos instantes en su piel y pensó si realmente había merecido la pena tanto esfuerzo. Después de tanto tiempo, Aristel se había encontrado con una Comunidad de elfos en auténtico declive y presa del pánico. El humano había querido encontrarlos para aprender de los elfos y sin embargo el destino había querido que fueran los elfos quienes necesitaban de su sabiduría.

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Aristel había querido llevarse las tinajas de brebajes, ungüentos y otros líquidos de múltiples usos que tenía preparados desde hacía tiempo, pero entendió que los recipientes eran demasiado grandes y pesados, y que no podrían llevárselos todos, ni siquiera unos pocos. Así que el druida pidió ayuda a los dos elfos para llenar unos pequeños frascos, más portables que aquellas tinajas, como muestras de aquellos brebajes y pócimas. Algoren’thel reconoció el olor y el aspecto que desprendía una de las tinajas que iba a manipular el druida, y se dirigió a éste.

—No hace falta que guardes ese líquido —le dijo Algoren’thel. Ante la mirada interrogativa del anciano el Solitario añadió—: Dureza Máxima Vegetal —dijo. Y le enseñó el recipiente que él mismo llevaba atado a la cintura—. Lo conozco y lo uso desde siempre. —Le alargó a Galanturil, para que el druida lo tocara—. Mejor será que reserves ese recipiente para otra pócima de utilidad.

El druida sonrió y pensó que no todo estaba perdido, pues algo de su “magia” ya la conocían y usaban los elfos.


§

Acabaron de equipar a sus monturas y salieron de aquella cueva. Había amanecido ya, pero el sol no se hacía notar demasiado, pues el cielo continuaba tan encapotado o más que en la jornada anterior. La presencia de aquel terrible troll de la pasada noche continuaba latente en sus cabezas. Como había dicho el druida, había que destruir por completo el cuerpo de un troll para asegurarse de que sus heridas y miembros amputados no se regeneraban, y el fuego era una buena opción para conseguir aquello. Por eso, en cada caballo había una antorcha, apagada pero a mano. Únicamente la antorcha de Algoren’thel estaba encendida y la llevaba en alto, pues sólo Trotamundos no se acobardaba ante la presencia tan cercana del fuego.

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Llevaban un rato cabalgando sin pausa, pero con mucha prudencia. Los caballos estaban cargados y no podrían escapar de nuevo de otra emboscada goblin sin echar a perder la valiosa mercancía. Telgarien miró al cielo e hizo un gesto de desesperación. Una gota de agua de importantes dimensiones le cayó sobre el rostro.

—Va a llover, no lo dudes, y muy fuerte —le aseguró el druida.
—No lo dudo, Aristel. El ambiente está muy cargado y las nubes están cada vez más densas —dijo Telgarien—. Si llueve, el suelo se embarrará más todavía y frenará nuestro avance todavía más.
—Y nos dejará indefensos si nos cruzamos con el troll —dijo el otro elfo mostrando su antorcha encendida.

De pronto, un resplandor difuminado por la neblina del Pantano, iluminó momentáneamente la oscura mañana. Pasaron unos instantes, hasta que llegó hasta ellos el sonido atronador que precedió al relámpago.

—¿Puede dispersar estas nubes con tu viento, druida? —preguntó Algoren’thel.
—Imposible —respondió éste, tajante—. Las nubes están demasiado compactas. A estas alturas, sólo podría empeorar las cosas. Quizás desatara la tormenta antes de tiempo.
—En ese caso debemos continuar —dijo el Solitario— y rogar para que la tormenta no sea demasiado fuerte.
Aristel se alisó la barba y miró con pesar a Algoren’thel.
—Sería del todo inútil rogar —le dijo—. He dicho que la tormenta será muy fuerte y así será —aseguró.
—Entonces deberíamos desviarnos al norte y buscar refugio en la montaña —sugirió Telgarien.
—Quizás sea buena una buena idea, mi querido elfo —admitió el druida—. Nuestra mercancía más valiosa está compuesta por papel, y aunque está bien cubierta de pieles, dudo que salga ilesa de un aguacero tan descomunal como el que nos aguarda.
—Así sea, pues —dijo el Solitario—. Vayamos a buscar las frías rocas del norte.

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Pusieron rumbo norte, en busca de las montañas con la esperanza de que alguna cueva o entrante les diera cobijo. Pronto el paisaje adoptó una forma diferente. Había más hierba, aunque todavía pocha y embarrada, y los árboles también aumentaban en número, mas crecían separados y no eran ni muy altos ni muy fuertes sino más bien escasos de hojas que distaban mucho de ser verdes. A Telgarien le pareció que cabalgaban entre los vestigios de lo que en su día había sido un bello bosque. Con esta reflexión, le vino rápidamente a sus ojos la imagen de su Bernarith’lea natal, hace tan poco tiempo hermosa, y que ahora, a cada día que se sucedía, significaba una inmensidad de mortal marchitamiento tanto de su encantadora Naturaleza, como de sus habitantes, ambos cada vez más decaídos.

El viento aullaba sorteando las escuálidas ramas de los árboles. Era algo frío, porque, a pesar de los cálidos vapores procedentes del Pantano, era invierno y se habían alejado bastante de la orilla, aproximándose más a la zona rocosa. Los tres compañeros se ciñeron los mantos tanto como pudieron. A Algoren’thel le costaba mantener la antorcha en condiciones, pues el viento parecía querer arrebatársela de la mano y apagar su llama. Pero no fue el viento, sino la lluvia inminente la que apagó definitivamente la luz de aquella tea. En un abrir y cerrar de ojos, los oscuros nubarrones empezaron a descargar con furia cantidades inmensas de agua sobre todo aquello que tuvieran debajo.

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Espolearon a sus caballos para dirigirse a toda prisa hacia la pared de roca que ya veían a su alcance y Algoren’thel, que se puso con Trotamundos rápidamente en la cabeza del grupo, divisó una grieta en aquel muro de piedra y se dirigió hacia allí guiando a sus compañeros. Una vez llegaron, se dieron cuenta de que el tamaño de la grieta no era del todo adecuado para todos ellos, pero como no parecían tener alternativa metieron allí dentro los caballos y ellos se sentaron en la entrada, acurrucados, esperando a que amainara el temporal. Mientras tanto, ellos mismos y las cabezas de los caballos soportaban una pequeña, pero molesta, parte del torrente lluvioso que a duras penas lograba reducir aquella protección natural. Estuvieron en esa posición durante casi una hora, hasta que la lluvia empezó a amainar poco a poco.

—Ni siquiera podemos encender un fuego para secarnos —refunfuñó Algoren’thel.
—Esperemos que los libros y los pergaminos no se hayan estropeado —dijo Telgarien.
—No creo, esas pieles son bastante impermeables, y los bultos tampoco han estado expuestos demasiado tiempo a... —empezó a decir el druida, pero se interrumpió al notar que los caballos por encima de su cabeza empezaban a mostrarse inquietos—. ¿Qué ocurre? —preguntó mirando a los caballos.
—Hay algo o alguien cerca —respondió Algoren’thel.

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De pronto, Niebla Oscura y Albino empezaron a encabritarse, y los tres tuvieron que salir de allí para no ser pisoteados por los cascos de sus corceles. El agua de lluvia era ahora menos intensa que antes, aunque aún mojaba lo suficiente como para ser molesta. Un rugido a su derecha les alertó de la presencia de lo que inquietaba a los caballos: un troll. El inmundo ser se abalanzó sobre ellos a una velocidad vertiginosa. Los reflejos élficos salvaron a Telgarien y Algoren’thel de la embestida, pero no así al viejo druida que de un zarpazo fue a parar tres metros más atrás, cayendo de bruces contra el encharcado suelo.

El troll vio a su víctima más débil en el suelo y fue directo a por ella, desentendiéndose por completo del resto. Un troll está acostumbrado a que sus víctimas huyan despavoridas por su sola presencia, y ése fue su error, porque un duro golpe de Galanturil en las costillas y la espada de Telgarien incrustada en el muslo le hicieron mucho daño, y frenó su arremetida contra Aristel. Un alarido infernal salió de su apestosa garganta y se desgarró entre la lluvia y el viento.

Pero lejos de amilanarse, el troll batió sus enormes brazos a izquierda y derecha y alcanzó en dos golpes a los dos elfos, que rodaron lejos por los suelos. Aristel había conseguido levantarse y apartarse lo suficiente de aquel monstruo, por lo que el troll decidió acabar con aquellos osados elfos que tenía ahora más a mano. Dirigió un zarpazo sobre el Solitario, el cual no intentó esquivar, sino interceptar con su cayado. No contó que la fuerza y peso de aquel ser le superaba en mucho, y el impacto le derribó de nuevo a varios metros. Telgarien aprovechó para asestarle una estocada que dejó su espada hundida hasta media hoja en la riñonera de la bestia, y el troll volvió a quejarse, pero ni mucho menos cayó al suelo, sino que se giró rápidamente y sorprendió al elfo de cabellos plateados.

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El brusco giro arrancó el arma de las manos de Telgarien, quedando todavía incrustada su hoja en la espalda del monstruo. El troll, como ignorando la espada clavada, agarró a Telgarien por un brazo y lo alzó a metro y medio del suelo. Cuando pensaba despedazar al desarmado elfo, este sacó una bella daga élfica con su brazo libre y la hincó fuerte en la muñeca de su opresor. El dolor hizo aflojar la presa al troll, pero no la soltó. Con la otra mano, cogió el brazo libre de Telgarien, de modo que lo mantenía levantado con los brazos en cruz y totalmente indefenso. Empezó a estirarle de los miembros para despedazarlo, y el tirón arrancó un alarido del elfo angustiado. Esta vez iba a partirlo en dos, sin duda alguna.

Por fortuna, Algoren’thel llegó a tiempo. Asestó un durísimo golpe en perpendicular sobre la empuñadura de la espada clavada, y la herida del troll se abrió como una nuez forzada con la punta de una daga. El dolor recorrió todo el cuerpo del troll, que dejó caer irremediablemente a Telgarien. El monstruo cayó también de rodillas en el suelo, y de su espalda manó sangre oscura a borbotones. Telgarien, aún magullado por la tortura del troll, recogió su espada y se la volvió a incrustar, esta vez en la base del cuello, y Algoren’thel le asestó un golpe en la cabeza con su cayado endurecido, un golpe que sonó a cráneo roto. El troll cayó al suelo abatido y aparentemente sin sentido. Ninguno de los dos elfos creía, a pesar de las palabras de Aristel, que ninguna bestia resistiera aquellas heridas mortales, ni siquiera tratándose de un temible troll.

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Cuál fue su sorpresa al ver no sólo como la sangre dejaba de brotar, sino cómo las heridas iban poco a poco cicatrizando. Fue entonces cuando echaron en falta aquellas antorchas, aunque sabían que no podrían encenderlas tan empapadas como estaban.

—¡Atrás! —gritó de pronto Aristel—. ¡Venid hacia aquí!
Los elfos dudaron entre seguir las recomendaciones del druida o seguir machacando al troll para que no acabara de regenerarse.
—¡Venid aquí os digo! —insistió el druida en un tono que no daba margen a interpretaciones—. ¡No perdáis tiempo!

Los elfos se apresuraron entonces a hacerle caso. Desde luego, Aristel parecía tener alguna idea, y por supuesto, no podían masacrar eternamente al troll.

Mientras corrían hacia el druida, éste lanzó unas semillas a medio camino entre ellos y la bestia que empezaba a levantarse. Llegaron hasta él y sus miradas le preguntaban cuál era el siguiente paso a dar. El anciano le puso a cada uno la mano en el pecho, indicando que esperaran. Empezó a murmurar un cántico por lo bajo y se detuvo. El troll ya se dirigía hacia ellos, y Aristel notó que los músculos de los dos elfos se tensaban, pero continuaban quietos y expectantes, siguiendo sus recomendaciones.

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En el mismo instante en el que el troll pasaba por encima de las semillas, Aristel levantó su vara y de las semillas crecieron raíces, y rápidas crecieron; se enroscaban primero entre los pies del troll y subieron después como hiedra trepadora por las piernas hasta inmovilizarlo casi por completo. El feo ser forcejeaba entre gruñidos para liberarse de aquellas insistentes raíces, pero si por algún avatar conseguía liberar un brazo o una pierna, inmediatamente otra raíz se asía con fuerza, de tal modo que le era totalmente imposible avanzar. Los elfos entendieron que podían rematarlo allí mismo y se dirigieron hacia él, pero el druida les gritó:

—¡No! —exclamó—. ¡No seáis estúpidos! ¡Las raíces os atraparían también a vosotros, y aunque no lo hicieran no podríais matarlo de ningún modo!
Los dos elfos se quedaron perplejos ante aquellas afirmaciones. ¿Cuál era el plan entonces? ¿Dejar al troll allí y huir? No era demasiado buena idea, porque aunque las raíces inmovilizaban a aquel troll, no lo retendrían por mucho tiempo; la fuerza brutal de aquel ser empezaba a arrancar a algunas del suelo, y poco a poco, iba liberándose.

Pero fue al mirar de nuevo al druida, cuando Telgarien entendió que el anciano tenía otra cosa en mente. Aristel estaba entonando un cántico extraño en voz baja cuando alzó de nuevo su vara en alto. Algoren’thel y Telgarien se alejaron de la línea imaginaria que unía al druida con el troll, suponiendo que estorbaban la tarea del anciano, el cual continuaba con aquellas palabras que sin duda invocarían a algún elemento de la Naturaleza. Como una respuesta a aquellos cánticos, las nubes emitieron unos chisporroteos, que viajaban de unas nubes a otras, y unos oscuros sonidos parecían retumbar por encima de ellas.

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El troll estaba a punto de liberarse, y Telgarien armó rápidamente su arco y disparó sin descanso hasta cinco flechas que impactaron precisas tres en el pecho y dos en la cabeza del escamoso monstruo, frenando así su avance temporalmente.

Aristel parecía no acabar nunca con aquella invocación y el troll, aún con las cinco flechas incrustadas profundamente, se debatía por salir de aquella trampa. Finalmente el druida se silenció. Su vara continuaba alzada y amarrada con ambas manos por encima de la cabeza. El oscuro manto y el cabello ondeaban ante un viento que cada vez arremetía con más fiereza. Bajó su vara ante él y apuntó con ella al troll. Fueron un par de segundos vacíos, donde nada ocurrió, y en los cuales los elfos pensaron atemorizados que, por alguna extraña razón, habían visto por primera vez fracasar los intentos del druida.

Se equivocaron. De repente, la tormenta dejó caer con furia un tremendo rayo sobre el cuerpo del desdichado troll. La luz cegadora del relámpago lo envolvió todo y el trueno ensordecedor hizo caer a los dos elfos, pero no así al druida que parecía estar más preparado que sus compañeros de viaje. Cuando Algoren’thel pudo entreabrir los ojos, pudo ver al troll debatiéndose contra las llamas que le abrasaban la piel y consumían rápidamente su vida. Aún así, medio aturdido y con medio cuerpo destrozado a causa del terrible impacto del rayo, el troll salió de su trampa mortal todavía llameando y aullando entre espasmos.

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Se acercaba peligrosamente hacia ellos.

Los elfos no salían de su asombro. Telgarien desenfundó su espada y Algoren’thel apretó fuerte sus manos sobre Galanturil, ambos dispuestos a no rendirse. Si iban a morir, pensaron, que fuera con honor en la lucha y no en la huida. Pero no sería necesario combatir, pues el tambaleante troll se desplomó a dos pasos de ellos y se consumió rápido entre sus llamas, que ni siquiera la llovizna consiguió apagar.

—¡Qué me coma un orco! —exclamó Telgarien—. ¿Qué clase de criatura es ésta?
—Ya lo sabes, mi querido Telgarien. Un troll, y de los grandes —repuso Aristel.
—Ni en mis peores pesadillas hubiera imaginado un ser tan terrible, Aristel —le confesó Telgarien.
—Tienes razón. Los trolls son realmente peligrosos, aunque afortunadamente no son muy inteligentes.

Hubo unos momentos de silencio y reflexión. ¿De qué les serviría a ellos que los trolls no tuvieran demasiada inteligencia si tuvieran que enfrentarse contra una manada de aquellos horribles seres? Entre los tres habían conseguido eliminar a uno y con muchas dificultades. Se estremecieron con sólo pensarlo.

El Solitario vio que, aunque fue necesaria su ayuda y la de Telgarien para mantenerlo a distancia, había sido realmente Aristel quien había llevado el peso de la confrontación, y sin lugar a dudas, el que les había conducido a la victoria.

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—Si alguna vez pongo en cuestión tu poder y sabiduría, Aristel, ¡que uno de tus rayos me caiga encima! —bromeó el Solitario. Aquel comentario hizo ver a Telgarien que Endegal tenía razón. Algoren’thel había cambiado desde que salió de los dominios de Bernarith’lea. ¿Sería porque la convivencia en la Comunidad le oprimía el corazón?
—¡Más te vale, elfo! —exclamó el druida—. Porque yo me encargaré de que tus palabras se cumplan como si de una maldición se tratase. —El druida estaba bromeando, pero Algoren’thel tragó saliva con dificultad sólo con pensar que cabía una posibilidad de que Aristel fuera capaz de aquello, aunque fuera mínima.

El druida aseguró que las nubes habían descargado ya prácticamente toda el agua que contenían, y que, aunque el cielo continuara encapotado, no corrían mucho riesgo de sufrir otro aguacero similar. Aún así, buscaron con más calma una cueva bastante profunda. Cuando la encontraron, se aseguraron de que estaba deshabitada y se instalaron en ella. Hicieron una fogata y se secaron junto a las provisiones que descargaron de los caballos, para que también éstos descansaran. Junto al fuego, comieron y discutieron la posibilidad de instalarse allí hasta la mañana siguiente, pues era ya mediodía y sería difícil salir de los dominios del Pantano Oscuro antes del anochecer.

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El precursor de la idea había sido Aristel, el cual aseguraba que al día siguiente el cielo estaría libre de nubes amenazadoras, lo cual era ventajoso para viajar con más tranquilidad por los alrededores del Pantano. A Telgarien le pareció bien la idea, pues pensaba que el druida sabía lo que se decía, y además, había vivido por un tiempo (aunque no sabía durante cuánto) en el Pantano Oscuro y se había adaptado a sus duras condiciones. Así que, con toda seguridad, Aristel conocía los peligros que por allí rondaban mejor que nadie. Si había alguien capaz de defenderse bien en aquel lugar, ése era Aristel, y convenía seguir su consejo.

Algoren’thel, por su parte, estaba más que contento de prolongar una noche más su viaje. Su estancia fuera de Bernarith’lea le hacía recordar su aventura junto con Endegal. Le hacía sentir más libre.


§

La tarde la pasaron allí, al cobijo de aquella cueva. Aristel intentaba buscar entre aquellos pergaminos y en el Libro de Magia Natural, algo relacionado con maldiciones similares a la que asolaba Bernarith’lea. Telgarien le ayudaba a descifrar ciertos símbolos élficos que se le escapaban al druida, y mostraba curiosidad por aquellos escritos. La ayuda de Telgarien fue inestimable, pero también insuficiente para que juntos y con tan poco tiempo, lograran sacar algo en claro.

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Telgarien no era el elfo ideal para aprender de él el arte de la magia élfica. Los elfos de Ber’lea no estaban preparados en este campo como seguro que lo habían estado sus ancestros. Por ello, Aristel sabía que si había un elfo en la Comunidad capaz de ayudarle, ése era Hallednel. Aunque había un problema: Hallednel era ciego, y por tanto, no podría leer los libros y pergaminos, ni siquiera ver los esquemas y dibujos arcanos.

Finalmente, el druida, acabó leyendo otros libros suyos escritos en el Lenguaje Común de los humanos, en busca de una solución posible para la Comunidad. Telgarien continuó leyendo el Libro de Magia Natural por su cuenta, interesado por aquel nuevo campo de las artes élficas, tan diferente a lo que él conocía.

Sin embargo, al contrario que sus compañeros, el Solitario hizo gala de su sobrenombre. Sentado en el otro extremo de la pequeña cueva se limitaba a impregnar su bastón con el líquido endurecedor, o simplemente se pasaba largo tiempo meditando. Telgarien conocía bien al Solitario; sabía que había algo que le turbaba la mente y que no era precisamente el encuentro con aquel troll. En el interior de Algoren’thel se estaba desencadenando una lucha de sentimientos.

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Pasaron también la noche sin problemas, aunque Algoren’thel, a la mañana siguiente, mencionó que había oído unos ruidos en la misma entrada de la cueva. Y lo que imaginaba el elfo se confirmó cuando salieron al exterior. Había huellas de lobo, e inmediatamente, los tres coincidieron en que todas esas huellas pertenecían al mismo animal, y no a una manada. Desde luego, se podría asegurar que los dos elfos y el druida eran grandes conocedores de la Naturaleza.

En principio, un simple lobo solitario no suponía amenaza alguna para aquellos dos guerreros y el druida, así que emprendieron la marcha sin más dilaciones, para asegurarse de que llegarían antes del anochecer a Bernarith’lea.

—¿Encontró algo de interés en sus libros, Aristel? —preguntó Telgarien.

Llevaban largo rato de camino sobre el fangoso suelo, abriéndose paso por aquella atmósfera calurosa que el sol calentaba sin perdón, y donde los vapores del pantano retenían como de costumbre cualquier posibilidad de que circulara el más mínimo viento. Aún así, se podría decir que era un ambiente estupendo para estar inmersos en los dominios del Pantano Oscuro. La razón, según Aristel, era que las lluvias torrenciales habían limpiado la atmósfera del Pantano, lo que conllevó que, aunque todavía se emanaban vapores de sus aguas, la neblina aparecía ahora menos densa que dos días atrás y los lindes del Pantano Oscuro se habían ensanchado. Por ello, el trayecto que llevaban los apartaba bastante de la orilla original, acercándose más a la ladera de la montaña.

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—Nada que nos sirva en Bernarith’lea, creo —respondió finalmente el druida—. Todo lo que explican mis libros que pueda sernos de utilidad, ya lo apliqué el primer día. Las runas de contención es lo que más efecto ha surtido. No hay nada más que sea de provecho, mi querido elfo. Lo siento.
—Sin embargo, está seguro de que Hallednel puede ayudarle a descifrar por completo el Libro de Magia Natural, ¿verdad? —dijo Telgarien ante el aire preocupado que manaba de las palabras de Aristel.
—La verdad —dijo éste— es que no estoy tan seguro. Puede llevarnos varias lunas encontrar la solución al problema, si es que la encontramos, y luego puede no ser tan fácil aplicar esa solución. —Cogió aire y dijo un poco temeroso—: Además, la ceguera de Hallednel no nos ayudará...
—Es cierto —admitió el elfo—. Pero aunque él no pueda leer manuscritos escritos en pergamino o papel, puede hacerlo sobre madera tallada.
—Lo sé. Pero, ¿imaginas pasar todo ese libro, textos y dibujos a tablas de madera? —inquirió el druida—. Necesitaríamos talar todo el bosque, y no creo que eso sea una solución al problema. Eso sin contar la interminable pérdida de tiempo que nos llevaría esa colosal tarea.
Desde atrás se oyó un pequeño bufido, proveniente de Algoren’thel, que sonrió y cabeceó al oír aquella barbaridad.
—Yo mismo estuve leyéndolo anoche, Aristel —dijo Telgarien—, y creo que podría hacerle de intérprete al Visionario en muchas ocasiones, aunque cierto es que cuando nos encontremos con algo extraño, no tendremos más remedio que tallarlo en madera.
—O dibujarlo en cualquier superficie con relieve —sugirió desde atrás el Solitario—. No es preciso tallar madera. Quizá en el barro, o quizás mejor sobre cera...
—¡Es una idea estupenda, Algoren’thel! —le felicitó Telgarien.
—Aún así, perderemos mucho tiempo, pero tenemos que intentarlo, ¿no? —dijo Aristel.
—Mejor que talar el Bosque del Sol... —sonrió el Solitario.

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Pararon unos minutos para comer, y sentados sobre una enorme piedra, dijo Telgarien:
—Hay un lobo observándonos. Detrás de nosotros.
—¿Crees que es el mismo que merodeó anoche por nuestra cueva? —preguntó Aristel.
—No os quepa ninguna duda —respondió el Solitario—. Lleva toda la mañana siguiéndonos a cierta distancia.
—¿Y por qué no nos has dicho nada hasta ahora? —le preguntó el druida.
—No era necesario. Se trata sólo de un lobo, nada más.
—Un lobo muy hambriento, si intenta atacarnos él solo —razonó Telgarien—. Seguramente tendrá a la manada detrás. ¿Estás seguro de que has visto hasta ahora al mismo lobo? ¿No serán lobos diferentes lo que viste?
—Estoy seguro, Telgarien; siempre he visto al mismo lobo, a no ser que la niebla me haya confundido —aseguró Algoren’thel—. Y me parece que está solo.
—Entonces reafirmo la teoría de Telgarien —dijo el druida—. Debe tratarse de un lobo muy hambriento si está solo.
—En todo caso, no será mayor problema. Si estamos alerta no creo que deba preocuparnos —dijo Telgarien.
—Claro, porque si se acerca demasiado, lo ensartarás con tu espada, ¿verdad Telgarien? —inquirió el Solitario con sarcasmo—. ¿O acaso serán tus mortíferas flechas las que acaben con su despreciable vida?
—Sabes que mataría a ese lobo muy a mi pesar si pone en peligro nuestras vidas, amigo. No seas injusto conmigo —replicó Telgarien.

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El Solitario no contestó, y acabándose su ración de bayas y raíces, montó a lomos de Trotamundos, dando a entender que ya habían descansado bastante y que era hora de reemprender el viaje. Aristel y Telgarien se dispusieron a seguirle.

—Siempre encontráis una excusa para acabar con alguna vida... —murmuró sin poder evitar hacer el comentario el Solitario mientras marchaba, ahora en la cabeza del grupo.

El druida frunció el entrecejo, pues aunque no tenía el fino oído de los elfos, estaba lo bastante cerca, y llegó a escuchar aquellas palabras. Realmente empezaba a pensar que estaba frente a la personificación extrema de un elfo, que sería capaz de morir de hambre con tal de no matar a ningún animal para comer, así como sería también capaz de mojarse en plena noche mientras durmiese, si la construcción de una cabaña suponía mutilar a algún árbol.

En realidad, era sabido por todos que el Solitario no dormía bajo techo, pues no tenía aldabar conocido. Prefería no tener techo a tener que malherir a la naturaleza para construírselo, y eso el druida lo sabía. También le sorprendía el hecho de que el Solitario montara a Trotamundos como si de la misma Avanney se tratase. Era un caballo muy fiel, y muy bien entrenado. El druida había intentado en días anteriores acercarse a este caballo, y pudo comprobar lo receloso que era frente a cualquier persona que no fuera su dueña. Incluso él mismo, un druida capaz de comunicarse con los animales, le había sido difícil conectar con aquella bestia. Y sin embargo, allí estaba el Solitario a lomos de Trotamundos.

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—¿Habéis oído? —alertó Telgarien con la mano alzada y deteniendo a Niebla Oscura.
—¡Cuidado! —gritó Algoren’thel, señalando los matorrales de su derecha.

Cinco orcos se levantaron en un abrir y cerrar de ojos, embarrados completamente de pies a cabeza. Habían estado perfectamente camuflados tendidos en el suelo tras las hierbas amarillentas, y ahora atacaban con las espadas y lanzas en ristre también cubiertas del oscuro lodo, pero igualmente amenazantes. Los dos elfos descabalgaron inmediatamente y empuñaron, uno a Galanturil y el otro su espada. Aristel intentaba ponerse fuera del alcance de los orcos moviendo a Albino de izquierda a derecha, siempre en direcciones opuestas al avance del orco que le perseguía. Cuando estuvo a una distancia prudente, descabalgó de pronto de su caballo y sacó a relucir una bella daga cuya empuñadura imitaba a dos serpientes entrelazadas; las dos colas se separaban en la cruceta del arma y formaban una guarnición de dos puntas paralelas a la hoja, aunque ligeramente onduladas.

Algoren’thel y Telgarien se pusieron espalda contra espalda, organizando una defensa perfecta ante los cuatro sucios orcos que atacaban desde todos los ángulos. Los aceros entrechocaban en furiosos estruendos contra las armas élficas, y aunque la defensa era impenetrable, el lodo que se desprendió de una de las cimitarras enemigas cegó temporalmente al Solitario, el cual tuvo que salir instintivamente, lanzándose al suelo hacia un lado. En su maniobra, una cimitarra le hizo un tajo en el costado. Se limpió el rostro en el breve espacio de tiempo que tenía. Alzó la vista y observó cómo Telgarien no tuvo más remedio que realizar la misma maniobra, pero en el lado opuesto, pues el Solitario había dejado la espalda de su compañero inevitablemente desprotegida. Algoren’thel oyó un cántico proveniente indudablemente del druida, pero no tuvo tiempo de observarlo, pues ya se le abalanzaban dos orcos por el flanco derecho.

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Telgarien logró apartar a un lado la lanza de uno de sus atacantes y se adelantó para asestarle una estocada al hombro a éste y luego con un movimiento en arco hirió de gravedad el cuello del otro orco. La herida del cuello manaba borbotones de sangre oscura y el orco intentó taponarla sin éxito con una de sus manos. Mientras Telgarien acababa con el orco de la lanza, hundiéndole su hoja en el costado, el orco herido en el cuello caía desplomado y sin vida en el suelo. El elfo alzó la vista y sabiendo de la habilidad de Algoren’thel, decidió socorrer al druida, que parecía estar en serios apuros.

Algoren’thel, sin embargo, estaba más apurado de lo que Telgarien imaginó, pues la herida que aquel orco le había infligido en el costado era bastante profunda y le impedía moverse con soltura, con lo cual sus golpes perdían precisión y fuerza. Se limitaba ahora a defenderse de los brutales ataques de sus dos oponentes.

Pero lo que vio Telgarien mientras corría para socorrer al druida fue peor. Aquel orco había asestado un mandoble con toda su furia a la altura de la cintura del druida.
—¡No! —gritó Telgarien. Aristel, de espaldas a Telgarien, había caído sobre el orco, apoyándose en él y ambos permanecieron unidos en un mortal abrazo—. ¡Aristel! —gritó de nuevo.
Luego oyó el gruñido agonizante del orco. Aristel se apartó a un lado y el orco cayó a sus pies. Le había hundido la daga directamente en el corazón de la bestia. Telgarien admiró el coraje del druida que, herido de muerte, se mantenía todavía en pie. Aristel debería de haber caído muerto incluso antes de incrustar su daga al orco, y sin embargo, todavía estaba allí, observando el cuerpo del orco caído.

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Demonios blancos / Víctor M.M.

Telgarien corrió y soltó su espada. Llegó rápido hasta el druida y lo sujetó entre sus brazos para evitar que cayera. De pronto, al mirarle a la cara, comprendió el extraño tacto que sentía al sujetarle. Su piel se había oscurecido y había adquirido una textura leñosa.
—¡Suéltame, elfo! —le gritó—. ¿Por qué no estás ayudando a tu compañero? —le recriminó con furia mientras se deshacía de los brazos de Telgarien. Su rostro estaba algo hinchado, al igual que sus manos. El elfo, sorprendido, no pudo dejar de tocarle la piel al druida. —¡Algoren’thel! —le gritó de nuevo Aristel, señalando en dirección a la situación del Solitario, e intentando despertar lo antes posible al elfo de su abstracción mental.
Telgarien comprendió tarde que el Solitario necesitaba de su ayuda. Lo que le había sucedido al druida, en esos momentos era secundario; parecía estar bien. No era el caso de Algoren’thel, pues acababa de tropezar con una enorme piedra mientras retrocedía y cayó hacia atrás. El Solitario se quedó en el suelo y se vio muerto, pues los dos orcos no le daban ni un respiro.

Telgarien recogía su espada rápidamente y corría a salvar a su compañero, pero sabía que no iba a llegar a tiempo. Cuando uno de los orcos se dispuso a asestarle el golpe final al elfo herido, una sombra pasó sobre los ojos del tendido Solitario y se llevaba consigo al orco, tirándolo y rodando por los suelos. Era un lobo, grande, y aunque su pelaje estaba sucio por las inclemencias del pantano, el elfo pudo distinguir ciertos reflejos plateados. En el breve instante en el que el último orco miró a su compañero caer bajo las fauces del lobo, Telgarien cogió su espada con las dos manos y la lanzó con la fuerza que nace de la desesperación. La espada impactó en el pecho del último orco, hundiéndose hasta media hoja.

35. La tormenta

Demonios blancos / Víctor M.M.

El Solitario, desde el suelo, intentó incorporarse. Una mano le fue tendida para ayudarle; al otro extremo estaba Telgarien.

—¿Cómo estás hermano? —le preguntó mientras le inspeccionaba la herida del costado.
—No muy bien... —le contestó mientras miraba a su alrededor—. ¿Y el lobo?
—Se ha ido —dijo Aristel desde más atrás—. Puedes estarle agradecido, elfo... Te ha salvado la vida.
—Un mordisco certero en el cuello del orco, amigo. Impresionante —observó Telgarien tras ver el cuerpo del orco.
El Solitario miró al druida extrañado. O la herida le había nublado la vista, o le parecía que el aspecto de Aristel había cambiado. Se le acercó y le tocó la cara.
—¿Cómo... —empezó a preguntar, pero el druida le contestó, pues la expresión de Telgarien también clamaba por una explicación.
—Es parte de mis habilidades, elfos de Ber’lea. —Extendió sus manos para que las vieran con detenimiento—. Piel de roble —explicó—. Protege bastante, pero ese asqueroso orco ha golpeado con mucha fuerza... —y antes de que acabara de explicarse, Telgarien observó su costado y vio que sangraba también, pero era una herida superficial comparada con la del Solitario.

35. La tormenta

Demonios blancos / Víctor M.M.

Retrasaron obligatoriamente su partida y se dispusieron a curarse las heridas. Primero las lavaron con uno de los líquidos acuosos que contenía uno de los frascos más grandes que transportaban. De nuevo, el ungüento curativo del druida, las hojas de grengas que cubrían las heridas y los vendajes correspondientes, hicieron gala de sus capacidades curativas. Y otra vez, la recuperación física de Algoren’thel se hizo patente enseguida, y tras el descanso, decidieron reemprender el camino hacia la Comunidad.

35. La tormenta

“Demonios blancos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal